En la profesión de consagrados
Plaza
San Pedro
Vaticano, 9 octubre 2025
«Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.» (Lc 11,9). Con estas palabras, Jesús nos invita a dirigirnos con confianza al Padre en todas nuestras necesidades.
Nosotros las escuchamos en el marco de la celebración de la vida consagrada, que nos ha reunido aquí en gran número, venidos desde muchas partes del mundo (religiosos y religiosas, monjes y contemplativas, miembros de los institutos seculares, los pertenecientes a la orden de las vírgenes, eremitas y miembros de nuevos institutos). Todos hemos llegados a Roma para vivir juntos esta celebración, para confiar nuestra vida a esa misericordia de la cual, a través de la profesión religiosa, se han comprometido a ser signo profético, abandonarse como niños en los brazos del Padre.
Pedir, buscar y llamar, los verbos de la oración usados por el evangelista Lucas, son actitudes familiares para ustedes, habituados por la práctica de los consejos evangélicos a pedir sin exigir, dóciles a la acción de Dios. No es casual que el Concilio Vaticano II hable de los votos como un medio útil «para traer de la gracia bautismal fruto copioso» (Lumen Gentium, 44).
Pedir es reconocer, en la pobreza, que todos es don del Señor y dar gracias por todo. Buscar es abrirse, en la obediencia, a descubrir cada día el camino que debemos seguir para alcanzar la santidad, según los designios de Dios. Llamar es ofrecer a los hermanos los dones recibidos con corazón puro, esforzándose en amar a todos con respeto y gratuidad.
Podemos leer en este sentido, las palabras que Dios dirige al profeta Malaquías en la primera lectura. Él llama a los habitantes de Jerusalén «mi propiedad exclusiva» (Mal 3,17), y dice al profeta: «Tendré compasión de ellos, como un hombre tiene compasión de su hijo» (Mal 3,17).
Se trata de expresiones que nos recuerdan el amor con el que el Señor, al llamarnos, nos ha precedido. Se trata de una ocasión para hacer memoria de la gratuidad de su vocación, comenzando desde los orígenes de las congregaciones a las que pertenecen hasta el momento presente, desde los primeros pasos de su itinerario personal hasta este instante. Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque él nos ha querido y elegido desde siempre.
Pedir, buscar y llamar, entonces, quiere decir también mirar hacia atrás la propia existencia, trayendo a la mente y al corazón todo lo que el Señor ha realizado, a lo largo de los años, para multiplicar los talentos, para acrecentar y purificar la fe, para hacer más generosa y libre la caridad.
A veces, esto ha sucedido en circunstancias alegres. Otras veces ha sucedido por caminos más difíciles de entender, y hasta tal vez a través del crisol misterioso del sufrimiento. Siempre, sin embargo, ha sucedido en el abrazo de esa bondad paternal, que caracteriza su actuar en nosotros y a través de nosotros, por el bien de la Iglesia (Vaticano II, Lumen Gentium, 43).
Esto nos lleva a una segunda reflexión, sobre Dios como plenitud y sentido de nuestra vida: que para ustedes, y para nosotros, el Señor es todo. Lo es en distintos modos, ya sea como Creador y fuente de la existencia, como amor que llama e interpela, como fuerza que impulsa y anima a la donación. Sin él nada existe, nada tiene sentido, nada vale. El pedir, buscar y llamar de ustedes, tanto en la oración como en la vida, hacen referencia a esta verdad.
San Agustín, a este propósito, describe la presencia de Dios en su existencia con imágenes bellísimas. Habla de una luz que trasciende el espacio, de una voz que no se ve abrumada por el tiempo, de un sabor que nunca se ve empañado por la voracidad, de un hambre que nunca se apaga con la saciedad, y concluye: «Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios» (Confesiones, X, VI, 8).
Se trata de palabras de un místico, y aun así nos resultan cercanas, pues manifiestan la necesidad de infinito que habita en el corazón de todo hombre o mujer de este mundo. Precisamente por esto la Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos del primado de Dios en su existencia, también ayudando lo más que puedan a los demás hermanos y hermanas que encontrarán para cultivar su amistad con Él.
La historia nos enseña que de una experiencia de Dios brotan siempre impulsos generosos de caridad, como ha sucedido en la vida de sus fundadores y fundadoras, hombres y mujeres enamorados del Señor y por eso dispuestos a hacerse «todo para todos» (1Cor 9,22), sin hacer distinciones, en los modos y ámbitos más variados.
Es verdad que también hoy, como en tiempos de Malaquías, hay quienes dicen «es inútil servir a Dios» (Mal 3,14). Éste es un modo de pensar que lleva a una auténtica parálisis del alma, por la cual uno se contenta con una vida hecha de instantes fugaces, de relaciones superficiales e intermitentes, de modas pasajeras, todas ellas, cosas que dejan vacío el corazón.
Para ser verdaderamente feliz, el hombre no necesita de eso, sino de experiencias de amor consistentes, duraderas, sólidas, y ustedes, con el ejemplo de su vida consagrada, como los árboles exuberantes de los que hemos cantado en el salmo responsorial (Sal 1,3), pueden difundir en el mundo el oxígeno de ese modo de amar.
Hay una última dimensión de su misión sobre la que quisiera detenerme. Hemos escuchado al Señor decir a los habitantes de Jerusalén: «Brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos» (Mal 3,20). Es decir, les invita a esperar en la realización de su destino que va más allá del presente.
Esto evoca la dimensión escatológica de la vida cristiana, que nos quiere comprometidos en el mundo, pero al mismo tiempo constantemente orientados hacia la eternidad. Es una invitación a que ustedes extiendan el pedir, el buscar y el llamar de la oración y de la vida al horizonte eterno que transciende las realidades de este mundo, para orientarlas hacia el «domingo sin ocaso en el que la humanidad entrará en tu descanso» (Misal Romano, Prefacio del Domingo X Ordinario).
El Concilio Vaticano II, al respecto, les confía una misión específica, cuando afirma que los consagrados están llamados en modo particular a ser testigos de los "bienes futuros" (Lumen Gentium, 44).
Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al que han dado todo, les ha correspondido con tanta hermosura y riqueza, y yo quisiera exhortarles a atesorarlas y a cultivarlas, evocando como conclusión algunas expresiones de San Pablo VI:
«Conservad la sencillez de los más pequeños del evangelio. Sabed encontrarla en el íntimo y más cordial trato con Cristo o en el contacto directo con vuestros hermanos. Conoceréis entonces el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo, que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino. No busquéis entrar a formar parte de aquellos sabios y prudentes, para quienes tales secretos están escondidos. Sed verdaderamente pobres, mansos, hambrientos de santidad, misericordiosos, puros de corazón. Sed de aquellos por los cuales el mundo conocerá la paz de Dios» (Evangelica Testificatio, 54).
León XIV