María, madre de la Iglesia

Basílica San Pedro
Vaticano, 9 junio 2025

Queridos hermanos y hermanas, hoy tenemos la alegría y la gracia de celebrar el jubileo de la Santa Sede en la memoria litúrgica de María, madre de la Iglesia.

Esta feliz coincidencia es fuente de luz y de inspiración interior en el Espíritu Santo, que ayer, en Pentecostés, se derramó en abundancia sobre el pueblo de Dios. En este clima espiritual nosotros hoy gozamos de una jornada especial, con la meditación que hemos escuchado en la mesa de la Palabra y de la eucaristía.

La palabra de Dios en esta celebración nos hace comprender el misterio de la Iglesia, y en ella el de la Santa Sede, a la luz de dos iconos bíblicos escritos por el Espíritu en la página de Hechos de los Apóstoles (Hch 1,12-14) y en la del evangelio de Juan (Jn 19,25-34).

Partimos de la más fundamental, que es el relato de la muerte de Jesús. Juan, de los Doce el único presente en el Calvario, vio y testimonió que, al pie de la cruz, y junto a otras mujeres, estaba la madre de Jesús (v.25). Él escuchó con sus propios oídos las últimas palabras del Maestro, entre la cuales estaban estas: «Mujer, aquí tienes a tu hijo», y (dirigiéndose a él): «Aquí tienes a tu madre» (vv.26-27).

La maternidad de María, a través del misterio de la cruz, dio un salto impensable. La madre de Jesús se convirtió en la nueva Eva, porque el Hijo la asoció a su muerte redentora, fuente de vida nueva y eterna para todo ser humano que viene a este mundo. El tema de la fecundidad está muy presente en esta liturgia. La oración colecta lo pone de manifiesto al hacernos pedir al Padre que la Iglesia, sostenida por el amor de Cristo, sea «cada día más fecunda en el Espíritu» (Misal Italiano, Oración Colecta).

La fecundidad de la Iglesia es la misma fecundidad de María. Se trata de una fecundidad que se realiza en la existencia de sus miembros en la medida en que éstos reviven, "en pequeño", lo que vivió la Madre. Es decir, que aman con el amor de Jesús. Toda la fecundidad de la Iglesia depende de la cruz de Cristo. De lo contrario sería apariencia, o algo peor. Un gran teólogo contemporáneo escribió: «Si la Iglesia es el árbol que sale del granito de mostaza, este árbol está a su vez destinado a llevar granos de mostaza. Frutos, por tanto, que repiten la forma de la cruz, porque se deben a ella» (Von Balthasar, Seriedad de las Cosas, Salamanca 1967, p. 44).

En la oración colecta también pedimos que la Iglesia «se regocije por la santidad de sus hijos». De hecho, esta fecundidad de María y de la Iglesia está inseparablemente vinculada a su santidad, es decir, a su conformación con Cristo. La Santa Sede es santa como lo es la Iglesia, en su núcleo originario, en la fibra de la que está tejida. Así, la sede apostólica custodia la santidad de sus raíces mientras es custodiada por ella. Pero no es menos cierto que también vive de la santidad de cada uno de sus miembros. Por ello, la mejor manera de servir a la Santa Sede es procurar ser santos, cada uno según su estado de vida y la tarea que se le ha confiado.

Por ejemplo, si un sacerdote lleva una cruz pesada a causa de su ministerio, y cada día va a la oficina y trata de hacer su trabajo lo mejor posible (con amor y con fe), ese sacerdote participa y contribuye a la fecundidad de la Iglesia. Y si un padre o madre de familia vive una situación difícil (un hijo que da preocupaciones, un padre enfermo), y lleva adelante su trabajo con empeño, ese hombre y esa mujer son fecundos con la fecundidad de María y de la Iglesia.

Pasemos ahora al segundo icono, el que escribe San Lucas al inicio de Hechos de los Apóstoles, donde representa a la madre de Jesús junto a los apóstoles y discípulos en el Cenáculo (Hch 1,12-14). Nos muestra la maternidad de María para con la Iglesia naciente como una maternidad arquetípica, que permanece actual en todo tiempo y lugar. Y sobre todo, muestra una maternidad obtenida del fruto del misterio pascual, del don del Señor crucificado y resucitado.

El Espíritu Santo, que desciende con poder sobre la primera comunidad, es el mismo que Jesús entregó con su último aliento (Jn 19,30). Este icono bíblico es inseparable del primero, y viene a decir que la fecundidad de la Iglesia está siempre ligada a la gracia que brota del corazón traspasado de Jesús: la sangre y el agua (Jn 19,34), símbolo de los sacramentos.

Gracias a la misión materna que recibió al pie de la cruz, en el Cenáculo María está al servicio de la comunidad naciente, es la memoria viviente de Jesús, es el polo de atracción que armoniza las diferencias y hace que la oración de los discípulos sea unánime.

Los apóstoles, también en este texto, son enumerados por nombre. Como siempre, el primero es Pedro (v.13). Pero él mismo, de hecho, es sostenido por María en su ministerio. De manera análoga, la madre Iglesia sostiene el ministerio de los sucesores de Pedro con el carisma mariano. La Santa Sede vive de manera muy particular la co-presencia de ambos polos: el mariano y el petrino. Entre ellos, es el polo mariano el que asegura la fecundidad y la santidad del petrino, con su maternidad (don de Cristo y del Espíritu).

Queridos amigos, alabemos a Dios por su palabra, lámpara que ilumina nuestros pasos y también nuestra vida cotidiana al servicio de la Santa Sede. Así, iluminados por esta Palabra, renovemos nuestra oración: «Concede, oh Padre, que tu Iglesia, sostenida por el amor de Cristo, sea cada vez más fecunda en el Espíritu, se regocije por la santidad de sus hijos y acoja en su seno a toda la familia humana» (Misal Italiano, Oración Colecta).

León XIV