Domingo de Pentecostés
Plaza
San Pedro
Vaticano, 8 junio 2025
Hermanos y hermanas, «brilla para nosotros el día grato en que Jesucristo, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, como un fragor que nos despierta, como un fuego que nos ilumina» (San Agustín, Homilías, CCLXXI, 1).
Como hemos escuchado en la primera lectura, el Espíritu lleva a cabo algo extraordinario en la vida de los apóstoles. Ellos, después de la muerte de Jesús, se habían encerrado en el miedo y en la tristeza, pero ahora reciben una mirada nueva y una inteligencia del corazón que les ayuda a interpretar los eventos que han sucedido, y a tener una íntima experiencia de la presencia del Resucitado. El Espíritu Santo vence su miedo, rompe las cadenas interiores, alivia las heridas, los unge con fortaleza y les da el valor de salir al encuentro de todos para anunciar las obras de Dios.
El texto de Hechos de los Apóstoles nos dice que, en Jerusalén, en ese momento, había una multitud de las más variadas procedencias, y que aun así «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (v.6). Fue así cómo, en Pentecostés, las puertas del Cenáculo se abrieron, porque el Espíritu abre las fronteras. Como afirma Benedicto XVI, «el Espíritu Santo da el don de comprender, supera la ruptura iniciada en Babel (la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros) y abre las fronteras». En efecto, «la Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es, abriendo las fronteras entre los pueblos y derribando las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados, sino sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres» (Homilía, 15-V-2005).
Esta es una imagen muy elocuente de Pentecostés, sobre la que quisiera detenerme un poco para meditarla.
El Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el don que abre nuestra vida al amor y disuelve nuestras durezas, cerrazones, egoísmos, miedos que nos paralizan y narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos. El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo. Es triste observar cómo en un mundo donde se multiplican las ocasiones para socializar, corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de "establecer vínculos", siempre inmersos en la multitud pero restando viajeros desorientados y solitarios.
El Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida. Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas. Nos conduce al encuentro con el Señor, enseñándonos a experimentar su alegría. Nos convence (según las mismas palabras de Jesús, apenas proclamadas) de que sólo si permanecemos en el amor recibimos la fuerza de observar su Palabra, y de ser transformados por ella. Él abre las fronteras en nuestro interior, para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario.
El Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. En efecto, Jesús dice que este Don es el amor entre él y el Padre, que viene a habitar en nosotros. Cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer las rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros. El Espíritu transforma también aquellos peligros más ocultos que contaminan nuestras relaciones, como los malentendidos, los prejuicios o las instrumentalizaciones. Pienso también (con mucho dolor) en los casos en que una relación se intoxica por la voluntad de dominar al otro, o una actitud frecuentemente desemboca en violencia, como desgraciadamente demuestran los numerosos y recientes casos de feminicidio.
El Espíritu Santo, en cambio, hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas («amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza»; Gál 5,22). De este modo, el Espíritu expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás, y nos abre a la alegría de la fraternidad. Éste es un criterio decisivo para la Iglesia, la Iglesia del Resucitado y de los discípulos de Pentecostés. Pero sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones y sabemos dialogar, integrando nuestras diferencias y convirtiéndonos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.
Para concluir, el Espíritu abre las fronteras entre los pueblos. En Pentecostés, los apóstoles hablan las leguas de aquellos que encuentran, y el caos de Babel es apaciguado por la armonía generada por el Espíritu. Las diferencias, cuando el soplo divino une nuestros corazones y nos hace ver en el otro el rostro de un hermano, no son ocasión de división y de conflicto, sino un patrimonio común del que todos podemos beneficiarnos, al tiempo que nos pone a todos en camino y en fraternidad.
El Espíritu rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, porque nos «enseña todo» y nos «recuerda las palabras de Jesús» (Jn 14,26). Lo primero que recuerda en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo. Donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que, desgraciadamente, vemos surgir en los nacionalismos políticos.
Celebrando Pentecostés, el papa Francisco observaba que «hoy en el mundo hay mucha discordia y mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad» (Homilía, 28-V-2023). De todo esto son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Invoquemos el Espíritu de amor y de paz, para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo.
Hermanos y hermanas, por Pentecostés ¡se renueva la Iglesia y el mundo! Que el viento vigoroso del Espíritu venga sobre nosotros y, dentro de nosotros, abra las fronteras del corazón, nos dé la gracia del encuentro con Dios, amplíe los horizontes del amor y sostenga nuestros esfuerzos para la construcción de un mundo donde reine la paz. Que María Santísima, mujer de Pentecostés, Virgen visitada por el Espíritu, madre llena de gracia, nos acompañe e interceda por nosotros.
León XIV