En la misa por los obispos fallecidos
Basílica
San Pedro
Vaticano, 3 noviembre 2025
Queridos hermanos cardenales y obispos, hoy renovamos la hermosa costumbre, con motivo de la conmemoración de todos los difuntos, de celebrar la eucaristía en sufragio por los cardenales y obispos que nos dejaron durante el año pasado, y con gran afecto la ofrecemos por el alma elegida del papa Francisco, quien falleció tras abrir la puerta santa e impartir la bendición pascual a Roma y al mundo. Gracias al jubileo, esta celebración (para mí la primera) adquiere un sabor singular: el sabor de la esperanza cristiana.
La palabra de Dios que hemos escuchado nos ilumina. Ante todo, lo hace con un gran icono bíblico que, podríamos decir, resume el significado de todo este año santo: el relato de Lucas sobre los discípulos camino de Emaús (Lc 24,13-35), que representa vívidamente la peregrinación de esperanza, que pasa por el encuentro con Cristo resucitado.
El punto de partida es la experiencia de la muerte, y en su peor forma: la muerte violenta que sesga a los inocentes y nos deja descorazonados, abatidos y desesperados. ¡Cuántas personas incluso hoy sufren el trauma de esta muerte terrible porque está desfigurada por el pecado!
A esta muerte no podemos ni debemos decir "laudato si", porque Dios Padre no la quiere y envió a su propio Hijo al mundo para liberarnos de ella. Está escrito que «Cristo tuvo que padecer estas cosas para entrar en su gloria» (Lc 24,26) y darnos la vida eterna. Sólo él puede soportar esta muerte corruptora sobre sí mismo y dentro de sí sin ser corrompido por ella. Sólo él posee las palabras de vida eterna (Jn 6,68), y estas palabras tienen el poder de reavivar la fe y la esperanza en nuestros corazones (v.32).
Cuando Jesús toma en sus manos el pan que había sido clavado en la cruz, pronuncia la bendición, lo parte y lo ofrece, los ojos de los discípulos se abren, la fe florece en sus corazones y, con ella, una nueva esperanza . Sí, ya no es la esperanza que tenían antes y que habían perdido, sino que es una nueva realidad, un don, una gracia del Resucitado, la esperanza de la Pascua.
Así como la vida de Jesús resucitado ya no es la misma que antes, sino absolutamente nueva, creada por el Padre con el poder del Espíritu, así también la esperanza del cristiano no es humana, ni la de los griegos, ni la de los judíos, ni se basa en la sabiduría de los filósofos, ni en la justicia derivada de la ley, sino única y exclusivamente en el hecho de que el Crucificado ha resucitado y se ha aparecido a Simón (Lc 24,34), a las mujeres y a los demás discípulos. Es una esperanza que no mira al horizonte terrenal, sino más allá, a Dios, a esa altura y profundidad desde donde el sol salió para «iluminar a quienes yacen en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).
Entonces sí, podemos cantar: «Bendito seas, mi Señor, por nuestra hermana en la muerte corporal» (San Francisco de Asís, Cántico del Hermano Sol). El amor de Cristo crucificado y resucitado ha transfigurado la muerte, la ha convertido en hermana, la ha domado. Y ante la muerte, «no nos entristecemos como los que no tienen esperanza» (1Ts 4,13).
Nos entristece, por supuesto, cuando un ser querido nos deja. Nos indigna que un ser humano, especialmente un niño, un pequeño, un ser frágil, sea arrebatado por la enfermedad o por la violencia humana. Como cristianos, estamos llamados a llevar con Cristo el peso de estas cruces. Pero no nos entristecemos como los que no tienen esperanza, porque ni siquiera la muerte más trágica puede impedir que nuestro Señor acoja nuestra alma en sus brazos y transforme nuestro cuerpo mortal, incluso el más desfigurado, a imagen de su cuerpo glorioso (Flp 3,21).
Por esta razón, los cristianos no llaman a los lugares de sepultura necrópolis o "ciudades de los muertos", sino cementerios, que literalmente significa dormitorios, o lugares donde uno descansa esperando la resurrección. Como profetiza el salmista: «En paz me acostaré y dormiré, porque sólo tú, Señor, me haces descansar confiado» (Sal 4,9).
Queridos hermanos, amado papa Francisco y nuestros hermanos cardenales y obispos, por quienes hoy ofrecemos el sacrificio eucarístico, han vivido, dado testimonio y enseñado esta nueva esperanza pascual. El Señor los llamó y los designó pastores de su Iglesia, y con su ministerio (parafraseando el libro de Daniel) han «conducido a muchos a la justicia» (Dn 12,3). Es decir, los han guiado por el camino del evangelio con la sabiduría que viene de Cristo, quien «se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Cor 1,30).
Que sus almas sean purificadas de toda mancha y resplandezcan como estrellas en el firmamento (v.3). Que su aliento espiritual nos alcance a nosotros, aún peregrinos en la tierra, en el silencio de esta oración: «Espera en Dios, siempre lo alabaré, salvación de mi rostro y mi Dios» (Sal 42,6.12).
León XIV