En el Capítulo General de los Agustinos

Basílica de San Agustín
Roma, 28 agosto 2025

Padre Alejandro Moral, prior general, hermanos en el episcopado Luis y Wilder, hermanos y hermanas agustinos aquí presentes, ¡oren por el don del Espíritu Santo!

Durante este breve momento de reflexión sobre la palabra de Dios y sobre lo que el Señor les pide a todos ustedes, quienes están a punto de comenzar este Capítulo General, se les conceda, no necesariamente, el don de comprender o hablar todos los idiomas, sino el don de escuchar, el don de ser humildes y el don de promover la unidad, dentro de la Orden y en toda ella, en la Iglesia y en el mundo.

Celebramos esta eucaristía al inicio del Capítulo General, momento de gracia para la Orden Agustina y momento de gracia para toda la Iglesia. En esta misa votiva del Espíritu Santo, pedimos que él, por quien el amor de Cristo habita en nuestros corazones (Rm 5,5), guíe vuestro trabajo día a día.

Un autor antiguo, hablando de Pentecostés (Hch 2,1-11), lo describe como un «triunfo abundante e irresistible del Espíritu» (Dídimo el Ciego, Sobre la Trinidad, VI, 8). Pedimos al Señor que sea lo mismo para ustedes: que su Espíritu prevalezca sobre toda lógica humana, de manera «abundante e irresistible», para que la 3ª persona divina se convierta verdaderamente en la protagonista de los días venideros.

El Espíritu Santo habla, hoy como ayer. Lo hace en la "penetralia cordis" y a través de nuestros hermanos y hermanas, así como de las circunstancias de la vida. Por eso, es importante que el ambiente del Capítulo, en armonía con la tradición centenaria de la Iglesia, sea de escucha: escuchar a Dios, escuchar a los demás.

Meditando sobre Pentecostés, nuestro padre San Agustín, respondiendo a la provocadora pregunta de quienes preguntaban por qué hoy no se repite el extraordinario signo de la glosolalia, como antaño en Jerusalén, ofrece una reflexión que creo les será muy útil en el mandato que están a punto de cumplir. San Agustín dice: «Al principio, cada creyente hablaba en todas las lenguas. Ahora el cuerpo de los creyentes habla en todas las lenguas. Por lo tanto, incluso ahora, todas las lenguas son nuestras, ya que somos miembros del cuerpo que habla» (Homilías, CCLXIX, 1).

Queridos hermanos, aquí juntos, son miembros del cuerpo de Cristo, que habla todos los idiomas. Si no todos los idiomas del mundo, ciertamente todos los que Dios sabe que son necesarios para el cumplimiento del bien que, en su sabiduría providente, les confía. Por eso, vivid estos días en un esfuerzo sincero de comunicaros y de comprender, y hacedlo como respuesta generosa al grande y único don de luz y de gracia que el Padre celestial os da al llamaros aquí, a vosotros entre todas las personas, para el bien de todos.

Llegamos así a un segundo punto: haced todo esto con humildad. San Agustín, al comentar la variedad de maneras en que el Espíritu Santo se ha derramado sobre el mundo a lo largo de los siglos, ve esta multiplicidad como una invitación a humillarnos ante la libertad e inescrutabilidad de la acción de Dios (Ibid, 2). Nadie debería pensar que sólo tiene todas las respuestas.

Todos deberían compartir abiertamente lo que tienen. Todos deberían acoger con fe lo que el Señor inspira, conscientes de que «tan altos como los cielos sobre la tierra» (Is 55,9), tan altos son sus caminos sobre los nuestros y sus pensamientos sobre los nuestros. Solo así el Espíritu podrá enseñar y recordar lo que Jesús dijo (Jn 14,26), grabándolo en sus corazones para que su eco se extienda desde ellos en la singularidad e irrepetibilidad de cada latido.

Hay, sin embargo, un punto más de reflexión que quisiera subrayar en relación con lo que la liturgia de la Palabra nos ofrece hoy: el valor de la unidad.

En la primera lectura, San Pablo, hablando de la comunidad de Corinto, ofrece una descripción fácilmente aplicable a vuestro Capítulo. De hecho, también aquí, «a cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1Cor 12,7); también aquí «todas estas cosas son obradas por un mismo Espíritu, que las distribuye a cada uno como él quiere» (v.11); y de vosotros también se puede decir que «así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, aunque muchos, son un solo cuerpo, así sucede con Cristo» (v.12).

Que la unidad sea objeto indispensable de vuestros esfuerzos, pero no sólo eso: que sea también el criterio para verificar vuestro actuar y trabajar juntos, porque lo que une es de Cristo, pero lo que divide no puede serlo.

En este sentido, San Agustín también nos ayuda, comentando el milagro de Pentecostés: «Así como entonces los diferentes idiomas que un hombre podía hablar eran señal de la presencia del Espíritu Santo, ahora el amor a la unidad es señal de su presencia» (Ibid, 3). Y continúa: «Porque así como los hombres espirituales se alegran de la unidad, los hombres carnales siempre buscan la discordia» (Ibid, 3). Por lo tanto, pregunta: «¿Qué mayor fuerza de piedad hay que el amor a la unidad?» y concluye: «Tendrás el Espíritu Santo cuando consientas en que tu corazón se aferre a la unidad mediante la caridad sincera» (Ibid, 3).

Escucha, humildad y unidad. He aquí tres sugerencias, que esperamos sean útiles, que la liturgia os ofrece para estos próximos días.

La invitación es a hacerlas vuestras, renovando la oración que hemos dirigido al Señor al inicio de esta celebración: «El Espíritu Paráclito, que procede de ti, oh Padre, ilumine nuestras mentes y, según la promesa de tu Hijo, nos guíe a toda la verdad» (Misal Romano, Misa Votiva del Espíritu Santo, B, Colecta).

León XIV