En el envío de nuncios

Basílica San Pedro
Vaticano, 26 octubre 2025

Queridos hermanos y hermanas, hoy la Iglesia de Roma se regocija junto con la Iglesia universal, exultando por el don del envío de mons. Mirosław Stanisław Wachowski, hijo de la tierra polaca, arzobispo titular electo de Villamagna y nuncio apostólico ante el querido pueblo de Irak.

El lema que has elegido ("gloria Deo pax hominibus") resuena como un eco del canto navideño de los ángeles en Belén: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él» (Lc 2,14). Es el programa de una vida: buscar siempre que la gloria de Dios resplandezca en la paz entre los hombres. Este es el sentido profundo de toda vocación cristiana, y en modo particular de la episcopal: hacer visible, con la propia vida, la alabanza de Dios y su deseo de reconciliar al mundo consigo (2Cor 5,19).

La palabra de Dios que acabamos de proclamar nos ofrece algunos rasgos esenciales del ministerio episcopal. El evangelio (Lc 18,9-14) nos muestra a dos hombres que rezan en el templo, un fariseo y un publicano. El primero se presenta con seguridad, enumerando sus propias obras. El segundo se mantiene a distancia, sin atreverse a levantar la mirada, y lo confía todo a una sola invocación: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v.13).

Jesús dice que, en realidad, es él, el publicano, quien recibe la gracia y la salvación de Dios, porque «todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (v.14). En efecto, la oración del pobre atraviesa las nubes, y «Dios escucha la súplica de quien se entrega totalmente a él» (Eclo 35,15-22).

Esta es la primera lección para todo obispo: la humildad. No la humildad de las palabras, sino la que habita en el corazón de quien sabe que es siervo, no amo; pastor, no dueño del rebaño.

Me conmueve pensar en la humilde oración que, en Mesopotamia, se eleva desde hace siglos como incienso: el publicano del evangelio tiene el rostro de tantos fieles de Oriente que, en silencio, siguen diciendo: «Dios, ten piedad de mí, que soy pecador». Su oración no se apaga, y hoy la Iglesia universal se une a ese coro de confianza que atraviesa las nubes y toca el corazón de Dios.

Querido monseñor Mirosław, tú vienes de una tierra de lagos y bosques. En esos paisajes has aprendido a contemplar, entre la nieve y el sol has aprendido la sobriedad y la fuerza, en una familia campesina has aprendido la fidelidad a la tierra y al trabajo. Las jornadas que comienzan temprano te han enseñado la disciplina del corazón, y el amor por la naturaleza te ha hecho descubrir la belleza del Creador.

Estas raíces no son sólo un recuerdo que conservar, sino una escuela permanente. Del contacto con la tierra has aprendido que la fecundidad nace de la espera y de la fidelidad: dos palabras que también definen el ministerio episcopal. El obispo está llamado a sembrar con paciencia, a cultivar con respeto, a aguardar con esperanza. Es guardián, no propietario; hombre de oración, no de posesión. El Señor te confía una misión para que la atiendas con la misma dedicación con la que el agricultor cuida el campo: cada día, con constancia, con fe.

Al mismo tiempo, hemos escuchado al apóstol Pablo que, mirando su propia vida, dice: «He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe» (2Tm 4,7). Su fuerza no nace del orgullo, sino de la gratitud, porque el Señor lo ha sostenido en las fatigas y en las pruebas.

Querido hermano, has recorrido un camino de servicio a la Iglesia en las representaciones pontificias en Senegal y en su Polonia natal, en las organizaciones internacionales en Viena y en la Secretaría de Estado, como minutante y subsecretario para las relaciones con los estados. En todos esos lugares has vivido la diplomacia como obediencia a la verdad del evangelio. Lo has hecho con discreción y competencia, con respeto y dedicación, y te estoy agradecido por ello.

Ahora el Señor te pide que ese don se convierta en paternidad pastoral: ser padre, pastor y testigo de la esperanza en una tierra marcada por el dolor y el deseo de renacer. Estás llamado a librar la buena batalla de la fe, no contra los demás, sino contra la tentación de cansarte, de cerrarte, de medir los resultados, contando con la fidelidad, que es el rasgo que te distingue: la fidelidad de quien no se busca a sí mismo, sino que sirve con profesionalidad, con respeto, con una competencia que ilumina y no ostenta.

San Pablo VI recuerda, en la carta apostólica Sollicitudo Omnium Ecclesiarum, que el representante pontificio (o nuncio) es signo de la solicitud del sucesor de Pedro por todas las iglesias. Él es enviado para fortalecer los lazos de comunión, para promover el diálogo con las autoridades civiles, para custodiar la libertad de la Iglesia y favorecer el bien de los pueblos. El nuncio apostólico no es un diplomático cualquiera, sino que es el rostro de una Iglesia que acompaña, consuela y tiende puentes. Su tarea no es defender intereses particulares, sino servir a la comunión.

En Irak, tierra de tu misión, este servicio adquiere un significado especial. Allí, la Iglesia Católica, en plena comunión con el obispo de Roma, vive entre diferentes tradiciones. En concreto, con la Iglesia Caldea, con su patriarca de Babilonia de los caldeos y la lengua aramea de la liturgia. También con las iglesias sirio-católica, armenio-católica, greco-católica y latina. Es un mosaico de ritos y culturas, de historia y fe, que pide ser acogido y custodiado en la caridad.

La presencia cristiana en Mesopotamia es muy antigua. Según la tradición, fue el apóstol Tomás, tras la destrucción del Templo de Jerusalén, quien llevó el evangelio a esa tierra. Según la misma fuente, fueron sus discípulos Addai y Mari quienes fundaron las primeras comunidades. En esa región se reza en la lengua que hablaba Jesús, el arameo.

Esta raíz apostólica es signo de una continuidad que la violencia, que se ha manifestado con ferocidad en las últimas décadas, no ha podido apagar. Al contrario, la voz de aquellos que en esas tierras han sido brutalmente privados de la vida no se apaga. Hoy rezan por ti, por Irak, por la paz en el mundo.

Por primera vez en la historia, un pontífice ha visitado Irak. En marzo de 2021, el papa Francisco I llegó allí como peregrino de fraternidad. En aquella tierra donde Abraham, nuestro padre en la fe, escuchó la llamada de Dios, mi predecesor recordó que «Dios ha creado a los seres humanos iguales en dignidad y en derechos, nos llama a difundir amor, bondad y concordia». También recordó que «en Irak la Iglesia Católica desea ser amiga de todos y, a través del diálogo, colaborar de manera constructiva con las otras religiones, por la causa de la paz» (Discurso, 5-III-2021).

Hoy estás llamado a continuar ese camino: a custodiar los brotes de la esperanza, a fomentar la convivencia pacífica, a mostrar que la diplomacia de la Santa Sede nace del evangelio y se alimenta de la oración.

Querido monseñor Mirosław, sé siempre hombre de comunión y de silencio, de escucha y de diálogo. Lleva en tu palabra la mansedumbre que edifica y en tu mirada la paz que consuela. En Irak, el pueblo te reconocerá no por lo que digas, sino por cómo ames.

Confío tu misión a María, reina de la paz, a los santos Tomás, Addai y Mari, y a los muchos testigos de la fe de Irak. Que ellos te acompañen y sean luz en tu camino. Mientras la Iglesia, en oración, te acoge en el colegio episcopal, recemos juntos: que la gloria de Dios ilumine tu camino y que la paz de Cristo habite dondequiera que pongas tus pasos.

León XIV