En la Oficina de Ceremonias
Palacio
Apostólico
Vaticano, 25 octubre 2025
Queridos hermanos y hermanas, al inicio de la misa renovamos el saludo más hermoso que podemos ofrecernos: "La paz sea contigo". Esta paz es un don del Señor resucitado y el anhelo de todo corazón recto. Os invito, pues, a abrir vuestros corazones a la gracia de Dios.
Os habéis reunido junto a la tumba de San Pedro como peregrinos de la esperanza. Este nombre no designa una expectativa más entre muchas, sino la virtud que da fuerza y sentido a todas nuestras esperanzas de bien. La verdadera esperanza abre la puerta santa de la salvación, por la que damos los pasos de la fe, viviendo en caridad fraterna. Así, esta luz del alma nos muestra el camino aun cuando el mundo, con todos sus recursos, es incapaz de hacerlo.
El evangelio que hemos escuchado nos invita a cultivar la esperanza con un lenguaje que puede sonar duro: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (Lc 13,3.5). Jesús pronuncia esta advertencia dos veces, inspirándose en episodios de violencia y tragedia. Algunos galileos habían sido asesinados por orden del gobernador romano, mientras que otros habían muerto al derrumbarse una torre. Lamentablemente, sucesos similares ocurren continuamente en la historia de la humanidad.
Ante la triste repetición del mal, el Señor señala una vida nueva, invitándonos a marcar la diferencia: «¡Arrepentíos!». Dios, de hecho, siempre está dispuesto a ofrecernos la salvación y a redimirnos del mal, si así lo deseamos. Si, la conversión a la que Cristo nos llama es responder con nuestra libertad a su providencia.
La palabra griega metanoia expresa esto muy bien, como cambio de mentalidad y transformación en la forma de vivir, pensar y actuar. El nuevo camino al que el Señor nos llama es un viaje desde donde estamos, el presente, hacia Dios, la eternidad. Así funciona la virtud de la esperanza, que nos sorprende íntimamente con la promesa de una existencia liberada de ese camino sin retorno que conduce a una muerte sin redención.
Queridos amigos, la conversión de la que habla Jesús es un verdadero esfuerzo diario que influye en todas nuestras actividades. Este compromiso, de hecho, revela el sentido que damos a la vida y la dirección que toman nuestros corazones.
Ante el sufrimiento y las pruebas de la historia, el evangelio nos recuerda que vivir sin esperanza significa permanecer inmóviles en la certeza de la muerte, mientras que convertir nuestras vidas a la esperanza que Cristo infunde en nosotros significa llevar la luz del Resucitado en nuestros corazones.
Esta transformación nos involucra a todos, y se aplica a toda conciencia, a toda la Iglesia, a cada ciudadano y también al estado. Sí, si un estado no se convierte de las injusticias que lo amenazan, y de la corrupción que lo arruina, corre el riesgo de sucumbir.
Con gran sabiduría, la Constitución italiana inauguró una nueva vida para el país al declarar que «la República se funda en el trabajo» (Art. 1). Es trabajando con honestidad como se construye el estado, velando por el bien común. En este ámbito, ustedes están llamados a dar buen testimonio. Lo ceremonial, en efecto, nunca se celebra a sí mismo, sino que sirve a las instituciones y, por ende, a los ciudadanos a quienes representan. Como guardianes del orden ceremonial, ustedes se consagran al bien del pueblo, ofreciendo su experiencia para que los organismos públicos gocen de buenas relaciones y puedan funcionar de la mejor manera.
En este tiempo, marcado por grandes tensiones, pero jamás abandonado por la misericordia de Dios, les encomiendo tres ejemplos luminosos de esperanza y justicia, de humildad y entrega al estado. Que el recuerdo de sus vidas y muertes nos impulse a la conversión que ellos mismos experimentaron.
El primer testigo es Alcide de Gasperi, cuyo proceso de beatificación está en marcha. Combinando su fe con una creciente responsabilidad política, este estadista fue uno de los padres fundadores de la República Italiana. Durante los años marcados por las dos guerras mundiales, se dedicó a tender puentes que resistieran las corrientes de las ideologías opuestas. Su amor a Dios sustentó su dedicación a la patria, enseñándonos que la política, la diplomacia y la defensa nacional se convierten en instrumentos de verdadera caridad cuando se ejercen con humildad.
El segundo testigo a emular es Salvo d'Acquisto, también próximo a la beatificación. Su sacrificio es mucho más valioso que la medalla de oro al valor militar que honra su memoria, porque al dar su vida por sus conciudadanos cumplió plenamente su misión como carabinero. En tiempos de guerra y odio, su valentía se convirtió en una profecía de una paz construida sobre la más generosa entrega. En definitiva, son hombres como él quienes iluminan las dificultades que aún hoy pesan sobre tantas personas.
El tercer testigo que les confío es Rosario Livatino, el primer magistrado de la historia reconocido como mártir. Con su firme compromiso con la justicia demostró que la legalidad no es sólo un conjunto de normas, sino una forma de vida y un posible camino hacia la santidad. «Sub tutela Dei», escribió al comienzo de sus notas.
También nosotros, hermanos, nos ponemos confiadamente bajo la protección divina, trabajando cada día como servidores de la verdad y tejedores de la unidad. El estado se transforma para bien si cada persona se siente responsable de él, alimentando su sentido cívico y su deber institucional con los más altos valores espirituales.
Agradecidos por colaborar en esta obra, perseveremos juntos en este camino, alabando al Señor por la certeza de la meta que él prepara para todos.
León XIV