En su toma de posesión de la sede romana

Basílica San Juan de Letrán
Roma, 25 mayo 2025

Dirijo un atento saludo a los señores cardenales que están aquí presentes, en particular al cardenal vicario, a los obispos auxiliares y a todos los obispos, a los queridos sacerdotes (párrocos, vicarios parroquiales y a todos aquellos que de distintas maneras colaboran en el cuidado pastoral de nuestras comunidades). Así mismo, a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas, a las autoridades y a todos vosotros, amados fieles.

La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, consolidada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, perfectamente indicada por lo que está escrito en la fachada de esta catedral: ser "mater ómnium ecclesiarum", madre de todas las iglesias.

Frecuentemente el papa Francisco nos invitaba a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (Evangelii Gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13-I-2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disponibilidad al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no sólo socorrer, sino a menudo prever las necesidades y las expectativas, antes incluso de que se formulen. Son rasgos que deseamos que vayan creciendo en el pueblo de Dios en todas partes, también aquí, en nuestra gran familia diocesana. En los fieles, en los pastores y, antes que nadie, en mí mismo. Las lecturas que hemos escuchado nos pueden ayudar a reflexionar sobre estos atributos.

En Hechos de los Apóstoles (Hch 15,1-2.22-29), en particular, se narra cómo la comunidad de los orígenes afrontó el desafío de la apertura al mundo pagano para el anuncio del evangelio. No fue un proceso fácil, requirió mucha paciencia y escucha recíproca; esto se verificó en primer lugar dentro de la comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando (incluso discutiendo) llegaron a solucionar juntos la cuestión que los ocupaba. Después, Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta, sino que buscaron la comunión con la Iglesia madre y fueron a ella con humildad.

Allí encontraron a Pedro y a los apóstoles, que les escucharon. Se entabló un diálogo que finalmente llevó a la decisión adecuada. Reconociendo y teniendo en cuenta el esfuerzo de los neófitos, convenía no imponerles pesos excesivos, sino limitarse a pedir lo esencial (vv.28-29). De ese modo, lo que podía parecer un problema, se convirtió en una ocasión en la que todos pudieron reflexionar y crecer.

El texto bíblico, sin embargo, nos dice algo más, superando la ya rica e interesante dinámica humana del evento. Nos lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, en una carta, a los de Antioquía, comunicándoles la decisión que han tomado. Ellos escriben: «El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido» (v.28). Precisando que, en todo el proceso, la escucha más importante que hizo posible todo lo demás fue la de la voz de Dios. De ese modo, nos recuerdan que la comunión se construye ante todo "de rodillas", en la oración y en un continuo compromiso de conversión. Sólo en esa tensión, en efecto, cada uno puede sentir dentro de sí la voz del Espíritu que grita "Abba, Padre" (Gál 4,6) y consecuentemente escuchar y comprender a los demás como hermanos.

También el evangelio nos reitera este mensaje (Jn 14,23-29), diciéndonos que, en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, enseñándonos y recordándonos todo lo que Jesús dijo (v.26).

En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor grabándolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley que ya no está escrita en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (Jr 31,33); don que nos ayuda a crecer hasta transformarnos en "una carta de Cristo" (2Cor 3,3) los unos para los otros. Así es, efectivamente. Nosotros somos tanto más capaces de anunciar el evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por él, permitiendo a la potencia del Espíritu purificarnos en lo más íntimo, haciendo que nuestras palabras sean simples y sin doblez, nuestros deseos honestos y limpios, nuestras acciones generosas.

Aquí entra en juego el otro verbo, recordar, que significa volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en el significado y saborear su belleza.

Pienso, a este respecto, en el comprometido camino que la diócesis de Roma está recorriendo en estos años, estructurado sobre varios niveles de escucha: hacia el mundo que le rodea (para acoger los desafíos) y al interno de la comunidad (para comprender las necesidades y promover sabias y proféticas iniciativas de evangelización y de caridad). Es un camino difícil, aún en curso, que intenta abrazar una realidad muy rica, pero también muy compleja. Es, sin embargo, un camino digno de la historia de esta Iglesia, que muchas veces ha demostrado que sabe pensar "a lo grande", entregándose sin reservas en proyectos valientes, y arriesgándose incluso frente a escenarios nuevos y complejos.

De esto es signo el gran trabajo con el que toda la diócesis, precisamente en estos días, se ha prodigado para el jubileo, en la acogida y en el cuidado de los peregrinos y en tantas otras iniciativas. Gracias a muchos esfuerzos, la ciudad le parece a quien viene (a veces desde muy lejos) como una gran casa abierta y acogedora, y sobre todo como un hogar de fe.

Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en este vasto proyecto poniéndome, en la medida de lo posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos. Seré "cristiano con vosotros y obispo para vosotros", como decía San Agustín (Homilías, CCCXL,1). Os pido que me ayudéis a realizarlo mediante un esfuerzo común de oración y de caridad, recordando las palabras de San León Magno: «En todas las cosas que hacemos rectamente, Cristo es quien realiza la obra de nuestro ministerio. No nos gloriamos en nosotros, que nada podemos sin él, sino en Aquel que es nuestro poder» (Homilías, V, 4).

A estas palabras quisiera agregar, para concluir, las del beato Juan Pablo I, cuyo rostro radiante y sereno le valió el apelativo de "papa de la sonrisa". En concreto, así saludaba a su nueva familia diocesana: «San Pío X, al entrar como patriarca en Venecia, exclamó en San Marcos: "¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amase?". Algo parecido digo yo a los romanos. Puedo aseguraros que os amo, que solamente deseo serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, todo lo poco que tengo y que soy» (Homilía, 23-IX-1978).

También yo quisiera expresaros todo mi afecto, con el deseo de compartir con vosotros, en el camino común, las alegrías y dolores, las fatigas y esperanzas. Del mismo modo, os ofrezco "todo lo poco que tengo y que soy", y eso lo confío a la intercesión de los santos Pedro y Pablo y a la de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y las calles de esta ciudad. La Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.

León XIV