Ante la tumba de San Pablo

Basílica San Pablo Extramuros
Roma, 21 mayo 2025

La lectura bíblica que hemos escuchado es el comienzo de la bellísima carta que San Pablo dirige a los cristianos de Roma, cuyo mensaje gira en torno a tres grandes temas: la gracia, la fe y la justicia. Mientras encomendamos el inicio de este nuevo pontificado a la intercesión del apóstol de las gentes, reflexionemos juntos sobre su mensaje.

En primer lugar, San Pablo afirma haber recibido de Dios la gracia de la llamada (Rm 1,5). Es decir, reconoce que su encuentro con Cristo y su ministerio están vinculados al amor con el que Dios lo ha precedido, llamándolo a una vida nueva mientras él aún estaba lejos del evangelio y perseguía a la Iglesia.

San Agustín, también converso, habla de la misma experiencia diciendo: «¿Qué vamos a elegir, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos si antes no somos amados» (Homilías, XXXIV, 1-2). En la raíz de toda vocación está Dios, como la misericordia, bondad y generosidad de una madre (Is 66,12-14) que, «a través de su propio cuerpo, nutre a su niño cuando todavía es incapaz de alimentarse por sí solo» (Agustín, Comentario del Salmo 130, IX).

Pablo, en el mismo versículo, habla también de «la obediencia de la fe» (Rm 1,5), y comparte lo que él ha vivido. El Señor, en efecto, apareciéndosele en el camino de Damasco (Hch 9,1-30), no le quito su libertad, sino que dio la posibilidad de decidir. Él obedeció con esfuerzo, tras luchas interiores y exteriores, y aceptó el reto. La salvación, pues, no aparece por encanto, sino por un misterio de gracia y de fe, del amor de Dios (que nos precede) y de la adhesión confiada y libre (por parte del hombre).

Mientras agradecemos al Señor la llamada con la que transformó la vida de Saulo, le pedimos que también nosotros sepamos responder del mismo modo a sus invitaciones, haciéndonos testigos del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Le pedimos que sepamos cultivar y difundir su caridad, haciéndonos prójimos unos de otros (Francisco, II Vísperas, 25-I-2024) en la misma carrera de afectos que, desde el encuentro con Cristo, impulsó al antiguo perseguidor a hacerse «todo para todos» (1Cor 9,22), hasta el martirio. De ese modo, para nosotros como para él, en la debilidad de la carne se revela la potencia de la fe en ese Dios que justifica (Rm 5,1-5).

Esta basílica está encomendada, desde hace siglos, al cuidado de una comunidad benedictina. ¿Cómo no recordar, entonces, a San Benito, sobre todo hablando del amor como fuente y motor del anuncio del evangelio? Sobre todo por las insistentes exhortaciones de su Regla, que llaman a la caridad fraterna en el cenobio y a la hospitalidad para con todos (Regla, LIII, 63)?

Quisiera concluir evocando las palabras que, más de mil años después, otro benedicto, el papa Benedicto XVI, dirigía a los jóvenes: «Queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y lo que da sentido a todo lo demás. En el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. La fe nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor, y a vivir como personas que se saben amadas por Dios» (Vigilia de JMJ de Madrid, 20-VIII-2011).

Aquí está la raíz, simple y única, de toda misión. Incluso de la mía, como sucesor de Pedro y heredero del celo apostólico de Pablo. Que el Señor me conceda la gracia de responder fielmente a su llamada.

León XIV