En la capilla de Santa Ana

Capilla Santa Ana
Vaticano, 21 septiembre 2025

Queridos hermanos y hermanas, me complace especialmente presidir esta eucaristía en la capilla pontificia de Santa Ana. Saludo con gratitud a los religiosos agustinos que sirven aquí, especialmente al padre Millardi, así como al nuevo prior general de la Orden, quien nos acompaña hoy, padre Farrell. También deseo saludar al padre Schiavella, quien recientemente celebró la venerable edad de 103 años.

Esta iglesia se encuentra en un lugar especial, clave también para el ministerio pastoral que allí se lleva a cabo. Estamos, por así decirlo, en la frontera, y casi todos los que entran y salen de la ciudad del Vaticano pasan por Santa Ana. Algunos pasan por trabajo, otros como huéspedes o peregrinos, algunos con prisa, otros con inquietud o serenidad. ¡Que todos experimenten que aquí hay puertas y corazones abiertos a la oración, la escucha y la caridad!

El evangelio que acabamos de proclamar nos desafía a examinar cuidadosamente nuestra relación con el Señor y, por lo tanto, con los demás. Jesús presenta una clara alternativa entre Dios y las riquezas, pidiéndonos que adoptemos una postura clara y coherente. «Ningún siervo puede servir a dos señores», por lo tanto, «no se puede servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13).

Esta no es una elección contingente, como tantas otras, ni una opción que pueda revisarse con el tiempo, según la situación. Necesitamos decidir por un estilo de vida auténtico. Se trata de elegir dónde poner nuestro corazón, aclarar a quién amamos sinceramente, a quién servimos con dedicación y cuál es realmente nuestro bien.

Jesús contrasta la riqueza con Dios. El Señor habla así porque sabe que somos criaturas necesitadas, que nuestras vidas están llenas de necesidades. Desde que nacemos, pobres y desnudos, todos necesitamos cuidados y afecto, un hogar, comida, ropa.

La sed de riqueza corre el riesgo de sustituir a Dios en nuestros corazones cuando creemos que nos salvará la vida, como cree el administrador deshonesto de la parábola (Lc 16,3-7). La tentación es esta: pensar que sin Dios aún podríamos vivir bien, mientras que sin riqueza estaríamos tristes y afligidos por mil necesidades.

Ante la prueba de la necesidad, nos sentimos amenazados, pero en lugar de pedir ayuda con confianza y compartir en fraternidad, nos vemos llevados a calcular, a acumular, a desconfiar de los demás.

Estos pensamientos transforman a nuestro prójimo en un competidor, un rival o alguien a quien explotar. Como advierte el profeta Amós, quienes quieren convertir la riqueza en un instrumento de dominación ansían «comprar a los pobres con dinero» (Am 8,6), explotando su pobreza. Por el contrario, Dios distribuye los bienes de la creación entre todos.

Nuestra necesidad como criaturas atestigua así una promesa y un vínculo, por el cual el Señor se preocupa personalmente. El salmista describe este estilo providente al decir que Dios «mira los cielos y la tierra» y «levanta del polvo al pobre y al necesitado alza del muladar» (Sal 113,6-7). Así actúa el buen Padre, siempre y con todos. Y no sólo con los pobres de bienes terrenales, sino también con la miseria espiritual y moral que aflige tanto a los poderosos como a los débiles, tanto a los pobres como a los ricos.

La palabra del Señor, de hecho, no enfrenta a los hombres en clases rivales, sino que impulsa a todos a una revolución interior, una conversión que comienza en el corazón. Entonces nuestras manos estarán abiertas para dar, no para recibir. Entonces nuestras mentes estarán abiertas para planificar una sociedad mejor, no para buscar gangas al precio más bajo. Como escribe San Pablo, «exhorto a que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en autoridad» (1Tm 2,1).

Hoy, en particular, la Iglesia ora para que los líderes de las naciones se liberen de la tentación de usar la riqueza contra la humanidad, transformándola en armas que destruyen pueblos y monopolios que humillan a los trabajadores.

Quien sirve a Dios se libera de la riqueza, pero quien la sirve permanece esclavo de ella. Quien busca la justicia transforma la riqueza en bien común; quien busca el dominio transforma el bien común en presa de su propia codicia. Las Sagradas Escrituras arrojan luz sobre este apego a los bienes materiales, que confunde nuestro corazón y distorsiona nuestro futuro.

Queridos amigos, les agradezco sus diversas contribuciones para mantener viva esta comunidad parroquial y su generoso apostolado. Los animo a perseverar con esperanza en un tiempo gravemente amenazado por la guerra. Poblaciones enteras están siendo hoy aplastadas por la violencia y, aún más, por una indiferencia flagrante que las abandona a un destino de miseria.

Ante estas tragedias, no queremos ser sumisos, sino proclamar con nuestras palabras y obras que Jesús es el Salvador del mundo, Aquel que nos libera de todo mal. Que su Espíritu convierta nuestros corazones para que, alimentados por la eucaristía, tesoro supremo de la Iglesia, seamos testigos de la caridad y la paz.

León XIV