En la misa con movimientos marianos

Plaza San Pedro
Vaticano, 12 octubre 2025

Queridos hermanos y hermanas, la espiritualidad mariana, que alimenta nuestra fe, tiene a Jesús como centro, como bien recuerda San Pablo a su discípulo Timoteo, y a todos nosotros: «Acuérdate de Jesucristo». Esto es lo único que cuenta, y por eso Pablo nos recomienda no perder el centro, no vaciar el nombre de Jesús de su historia.

La espiritualidad mariana, en efecto, está al servicio del evangelio, y revela su sencillez. El afecto por María de Nazaret nos hace, junto con ella, discípulos de Jesús, nos educa a volver a él, a meditar y a relacionar los acontecimientos de la vida en los que el Resucitado continúa a visitarnos y llamarnos.

La espiritualidad mariana nos sumerge en la historia sobre la que se abrió el cielo. Nos ayuda a ver a los soberbios dispersos en los pensamientos de su corazón, a los poderosos derribados de sus tronos, a los ricos despedidos con las manos vacías. Nos compromete a colmar de bienes a los hambrientos, a enaltecer a los humildes, a recordar la misericordia de Dios y a confiar en el poder de su brazo (Lc 1,51-54). Su Reino, en efecto, viene y nos involucra, precisamente como a María, a quien pidió el pronunciado una vez, y luego renovado día tras día.

Existen formas de culto que no nos unen a los demás, nos anestesian el corazón, no nos hacen vivir verdaderos encuentros con aquellos que Dios pone en nuestro camino, y no nos hacen participar con María en el cambio del mundo y en la alegría del Magnificat. Cuidémonos de toda instrumentalización de la fe, que corre el riesgo de transformar a los diferentes en enemigos que hay que evitar y rechazar.

El camino de María va tras el de Jesús, y el de Jesús es hacia cada ser humano, especialmente hacia los pobres, los heridos, los pecadores. Por eso, la auténtica espiritualidad mariana hace actual en la Iglesia la ternura de Dios, su maternidad. Como leemos en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, «cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño».

En efecto, «en María vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios, porque derribó de su trono a los poderosos y despidió vacíos a los ricos, es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia» (Francisco I, Evangelii Gaudium, 288).

Queridos hermanos, en este mundo que busca la justicia y la paz, mantengamos viva la espiritualidad cristiana, la devoción popular por aquellos hechos y lugares que, bendecidos por Dios, han cambiado para siempre la faz de la tierra. Hagamos de ella un motor de renovación y transformación, tiempo de conversión y restitución, de replanteamiento y liberación. Que María Santísima, nuestra esperanza, interceda por nosotros y nos oriente siempre hacia Jesús, el Señor crucificado. En él está la salvación para todos.

León XIV