En la sede de la confederación benedictina
Basílica
San Anselmo
Roma, 11 noviembre 2025
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Queridos hermanos y hermanas, hemos escuchado estas palabras de Jesús al recordar el CXXV aniversario de la dedicación de esta iglesia, tan anhelada por el papa León XIII, quien impulsó su construcción.
Su intención era que este edificio, junto con el del colegio internacional anexo, contribuyera a fortalecer la presencia benedictina en la Iglesia y en el mundo, mediante una mayor unidad dentro de la confederación benedictina, objetivo para el cual también se instituyó el cargo de abad primado. Lo hizo convencido de que su antigua orden podía ser de gran ayuda para el bien de todo el pueblo de Dios en tiempos de desafíos, como la transición del siglo XIX al XX.
El monacato, desde sus inicios, ha sido una realidad pionera, que ha impulsado a hombres y mujeres valientes a establecer centros de oración, trabajo y caridad en los lugares más remotos e inaccesibles, transformando a menudo zonas desoladas en tierras fértiles y prósperas, tanto agrícola como económicamente, pero sobre todo espiritualmente. El monasterio, por tanto, se ha convertido cada vez más en un lugar de crecimiento, paz, hospitalidad y unidad, incluso en los periodos más oscuros de la historia.
Aun hoy, no faltan desafíos que afrontar. Los cambios repentinos que presenciamos nos interpelan y nos ponen a prueba, planteando cuestiones nunca antes vistas. Esta celebración nos recuerda que, como el apóstol Pedro, y con él Benedicto XVI y tantos otros, también nosotros podemos responder a las exigencias de la vocación que hemos recibido únicamente poniendo a Cristo en el centro de nuestra existencia y nuestra misión, comenzando con ese acto de fe que nos lleva a reconocerlo como Salvador y traduciéndolo en oración, estudio y el compromiso con una vida santa.
Todo esto se logra de diversas maneras. En primer lugar, en la liturgia y en la lectio divina. En segundo lugar, en la investigación y en la pastoral. Y todo ello con la participación de monjes de todo el mundo y con apertura a clérigos, religiosos y religiosas, y laicos de los más diversos orígenes y circunstancias.
El monasterio, el Ateneo, el Instituto Litúrgico y las actividades pastorales vinculadas a la Iglesia, de acuerdo con las enseñanzas de San Benito, deben, por lo tanto, crecer cada vez más sinérgicamente como una auténtica «escuela del servicio del Señor» (San Benito, Regla, prólogo, 45). Por esta razón, pienso en el complejo en el que nos encontramos como una realidad que debe aspirar a convertirse en un corazón palpitante en el gran cuerpo del mundo benedictino con la iglesia en su centro, según las enseñanzas de San Benito.
La primera lectura (Ez 43,1-2.4-7) nos presenta la imagen del río que fluye del templo. Esta imagen armoniza perfectamente con la del corazón bombeando la sangre vital por todo el cuerpo, para que cada miembro reciba alimento y fuerza en beneficio de los demás (1Cor 12,20-27); así como con la del edificio espiritual del que hablaba la segunda lectura, fundado sobre la roca sólida que es Cristo (1Pe 2,4-9).
En el fértil crisol de San Anselmo, que este sea el lugar desde donde todo comienza y al que todo regresa para hallar verificación, confirmación y profundización ante Dios, como recomendó San Juan Pablo II durante su visita al Ateneo Pontificio con motivo del centenario de su fundación. Dijo, refiriéndose a su santo patrono: «San Anselmo nos recuerda a todos que el conocimiento de los misterios divinos no es tanto un logro del genio humano, sino más bien un don que Dios concede a los humildes y a los creyentes» (Discurso, 1-VI-1986).
Se refería, como ya se ha dicho, a las enseñanzas del doctor de Aosta, pero deseamos esperar que este sea también el mensaje profético que llegue a la Iglesia y al mundo desde esta Institución, como cumplimiento de la misión que todos hemos recibido: ser un pueblo que Dios ha adquirido para que anunciemos las obras admirables de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1Pe 2,9).
La dedicación es el momento solemne en la historia de un edificio sagrado en el que se consagra como lugar de encuentro entre el espacio y el tiempo, entre lo finito y lo infinito, entre el hombre y Dios. Es una puerta abierta a lo eterno, en la que el alma encuentra respuesta a la «tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte más amplio que nos abre al futuro como causa final que nos atrae» (Francisco I, Evangelii Gaudium, 222) en el encuentro entre plenitud y limitación que acompaña nuestro viaje terrenal.
El Concilio Vaticano II describe todo esto en una de sus páginas más bellas, cuando define a la Iglesia como «humana y divina, visible pero dotada de realidades invisibles, ferviente en la acción y dedicada a la contemplación, presente en el mundo y peregrina; de tal manera que lo humano en ella está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, este mundo presente a la ciudad venidera, hacia la cual peregrinamos» (Sacrosanctum Concilium, 2).
Es la experiencia de nuestra vida y de la vida de todo hombre y mujer en este mundo, en busca de esa respuesta última y fundamental que «ni carne ni sangre» pueden revelar, sino solo el Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Necesitados, en última instancia, de Jesús, «el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (v.16).
Estamos llamados a buscar a Cristo, y a él estamos llamados a llevar a todos los que encontremos, agradecidos por los dones que nos ha concedido y, sobre todo, por el amor con el que nos ha precedido (Rm 5,6). Este templo se convertirá entonces, cada vez más, en un lugar de alegría, en el que experimentaremos la belleza de compartir con los demás lo que hemos recibido gratuitamente (Mt 10,8).
León XIV
Act:
11/11/25
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