Ascensión de Jesús al cielo
Plaza
San Pedro
Vaticano, 1 junio 2025
El evangelio que acabamos de proclamar nos muestra a Jesús que, en la Última Cena, ora por nosotros (Jn 17,20). El Verbo de Dios hecho hombre, ya cercano al final de su vida terrena, piensa en nosotros, sus hermanos, y se convierte en bendición, súplica y alabanza al Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. También nosotros, al entrar con asombro y confianza dentro de la oración de Jesús, nos vemos envueltos, por su amor, en un gran proyecto que abarca a toda la humanidad.
Cristo pide, en efecto, que todos seamos "una sola cosa" (v.21). Éste es el mayor bien que se puede desear, porque esta unión universal realiza entre las criaturas la comunión eterna de amor que es Dios mismo: el Padre que da la vida, el Hijo que la recibe y el Espíritu que la comparte.
El Señor quiere que, para unirnos, no nos agreguemos a una masa indistinta como un bloque anónimo, sino que seamos uno: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (v.21). La unidad por la que Jesús ora es, por tanto, una comunión fundada en el mismo amor con que Dios ama (de donde provienen la vida y la salvación), y como tal, es ante todo un don que Jesús trae consigo. Es así como, desde su corazón humano, el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste» (v.23).
Escuchamos con conmoción estas palabras, en las que Jesús nos está revelando que Dios nos ama como se ama a sí mismo. El Padre no nos ama menos que a su Hijo unigénito (o sea de manera infinita). Dios no ama menos, porque ama antes de nada y ¡ama antes que nadie! Así lo atestigua Cristo cuando dice al Padre: «Ya me amabas antes de la creación del mundo» (v.24). Y así es. En su misericordia, Dios desde siempre quiere acoger a todos los hombres en su abrazo, y nos entrega su vida por medio de Cristo. Esto es lo que nos hace uno, lo que nos une entre nosotros.
Queridos amigos, hemos recibido la vida antes incluso de haberla deseado. Como enseñaba el papa Francisco, «todos los hombres somos hijos, pero ninguno de nosotros eligió nacer» (Angelus, 1-I-2025). Y no sólo eso, pues apenas nacemos, necesitamos de los demás para vivir, ya que solos no lo hubiéramos logrado. Todo esto se lo debemos a Alguien más, que nos salvó, se hizo cargo de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu. Todos nosotros vivimos gracias a una relación, y a un vínculo libre y liberador, de humanidad y cuidado mutuo.
Es cierto que, a veces, esta humanidad se ve traicionada. Por ejemplo, cuando se invoca la libertad no para dar vida, sino para quitarla; no para proteger, sino para herir. Sin embargo, incluso frente al mal que divide y mata, Jesús sigue orando al Padre por nosotros, y su oración actúa como un bálsamo sobre nuestras heridas, convirtiéndose en anuncio de perdón y reconciliación para todos.
Esa oración del Señor da sentido pleno a los momentos luminosos de nuestro amor mutuo como padres, abuelos, hijos e hijas. Y esto es lo que queremos anunciar al mundo: que estamos aquí para ser uno tal y como el Señor quiere que seamos uno, en nuestras familias y en los lugares donde vivimos, trabajamos o estudiamos. Somos distintos, pero uno; somos muchos, pero uno; siempre uno, en cualquier circunstancia y edad de la vida.
Hermanos, si nos amamos así, sobre el fundamento de Cristo, que es «el alfa y la omega», «el principio y el fin» (Ap 22,13), seremos un signo de paz para todos, en la sociedad y en el mundo. No hay que olvidarlo: del seno de las familias nace el futuro de los pueblos.
En las últimas décadas hemos recibido un signo que llena de gozo, e invita a reflexionar. Me refiero al hecho de que fueron proclamados beatos y santos algunos esposos de forma conjunta, como pareja. Pienso en Luis y Celia Martin, los padres de Santa Teresa del Niño Jesús. Recuerdo también a los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi, cuya vida familiar transcurrió en Roma el siglo pasado. No olvidemos a la familia polaca Ulma, con padres e hijos unidos en el amor y en el martirio.
Esto es un signo que da que pensar. Sí, al proponernos como testigos ejemplares a matrimonios santos, la Iglesia nos dice que el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades.
A vosotros, esposos, con el corazón lleno de gratitud y esperanza os digo: el matrimonio no es un ideal, sino el modelo del verdadero amor entre el hombre y la mujer, total, fiel y fecundo (Pablo VI, Humanae Vitae, 9). Este amor, al haceros "una sola carne", os capacita para dar vida, a imagen de Dios. Por tanto, os animo a que seáis para vuestros hijos ejemplos de coherencia, comportándoos como deseáis que ellos se comporten, educándolos en la libertad mediante la obediencia, buscando siempre su propio bien y los medios para acrecentarlo.
Vosotros, hijos, sed agradecidos con vuestros padres, y decid ¡gracias! por el don de la vida y por todo lo que con ella se nos da cada día. Ésta es la primera forma de honrar al padre y a la madre (Ex 20,12). Vosotros, abuelos y ancianos, os recomiendo que veléis, con sabiduría y ternura, por quienes amáis, con la humildad y paciencia que se aprenden con los años.
En la familia, la fe se transmite junto con la vida, de generación en generación. Se comparte como el pan de la mesa y los afectos del corazón. Esto la convierte en un lugar privilegiado para encontrar a Jesús, que nos ama y siempre quiere nuestro bien.
Quisiera añadir una última cosa. La oración del Hijo de Dios, que nos infunde esperanza en el camino, también nos recuerda que un día seremos todos un unum (San Agustín, Sobre el Salmo 127), una sola cosa en el único Salvador, abrazados por el amor eterno de Dios. No sólo nosotros, sino también los padres y las madres, los abuelos y abuelas, los hermanos, hermanas e hijos que ya nos han precedido en la luz de su Pascua eterna, y que hoy sentimos presentes, aquí, con nosotros, en este momento de fiesta.
León XIV