A la Sociedad de Misiones Africanas,
Tercera Orden Franciscana y Siervos del Paráclito

Sala del Consistorio
Vaticano, 6 junio 2025

Queridos hermanos y hermanas, saludo a los superiores generales presentes, especialmente a los recién elegidos, a los miembros de los órganos de gobierno y a todos vosotros, miembros de la Tercera Orden Regular de San Francisco. También a la Sociedad de Misiones Africanas y al Instituto de los Siervos del Paráclito.

Muchos de vosotros asistís a esta reunión en el contexto del capítulo general, en un momento importante de vuestra vida y de la de toda la Iglesia. Por tanto, oremos ante todo al Señor por vuestros institutos y por todas las personas consagradas, para que «con la mirada puesta sólo y sobre todo en Dios, unan la contemplación, por la que se adhieren a Dios con la mente y el corazón, con el celo apostólico, por el que se esfuerzan por colaborar en la obra de la redención» (Vaticano II, Perfectae Caritatis, 5).

Representáis tres realidades carismáticas nacidas en momentos diferentes de la historia de la Iglesia, como respuesta a necesidades contingentes de diversa índole, unidas y complementarias en la armoniosa belleza del cuerpo místico de Cristo (Vaticano II, Lumen Gentium, 7).

La fundación más antigua entre los aquí presentes es la de la Tercera Orden Regular de San Francisco, cuyos inicios se remontan al mismo santo de Asís y a la elevación a Orden que decretó poco después el papa Nicolás V (Pastoralis Officii, 20-VII-1447). Los temas que abordáis en el CXIII Capítulo General (vida común, formación y vocaciones) conciernen a toda la gran familia de Dios.

Sin embargo, es importante que, como dice el título que habéis dado a vuestro trabajo, lo abordéis a la luz de vuestro carisma penitencial. De hecho, esto nos recuerda que (según las mismas palabras de San Francisco) sólo a través de un constante camino de conversión podemos ofrecer a nuestros hermanos «las palabras fragantes de nuestro Señor Jesucristo» (Cartas a los Fieles, I, 19).

Más reciente es la Sociedad de Misiones Africanas, fundada el 8 diciembre 1856 por el venerable obispo Melchior de Marion Brésillac, signo de ese espíritu misionero que está en el corazón mismo de la vida de la Iglesia (Francisco I, Evangelii Gaudium, 273).

La historia de vuestro instituto, queridos hermanos, da testimonio de esta verdad. De hecho, la fidelidad a la misión, al permitiros superar con el tiempo mil dificultades dentro y fuera de vuestras comunidades, os ha permitido crecer, sacando de la adversidad la oportunidad y la inspiración para lanzaros hacia nuevos horizontes apostólicos en África y otras partes del mundo.

En este sentido, la exhortación que os dejó vuestro fundador, a permanecer fieles a la sencillez de la predicación apostólica, y siempre dispuestos a aceptar la «locura de la cruz» (1Cor 1,17-25), es hermosa: sencillos y serenos ante la incomprensión y el escarnio del mundo, libres de cualquier condicionamiento, llenos de Cristo, y capaces de llevar a vuestros hermanos al encuentro con Dios, porque os anima una única aspiración: anunciar su evangelio al mundo entero (Flp 1,12-14.21). ¡Qué gran señal para toda la Iglesia y para el mundo entero!

Llegamos al instituto de más reciente fundación: los Siervos del Paráclito, siervos de ese Espíritu que habita en nosotros (Rm 8,9) por el don del bautismo y que sana "quod est saucium" (es decir, lo que está herido), como cantaremos dentro de unos días en la Secuencia de Pentecostés.

Siervos del Espíritu que sana, tal fue la voluntad del padre Gerald Fitzgerald, que en 1942 inició su obra de atención a los sacerdotes en dificultad, "pro Christoprete", como dice vuestro lema (Constituciones, IV, 4). Desde entonces, en diversas partes del mundo habéis llevado a cabo un ministerio de humilde, paciente, delicado y discreto acercamiento a las personas profundamente heridas, ofreciéndoles caminos terapéuticos que combinan una vida espiritual, personal y comunitaria, sencilla e intensa, con una asistencia profesional altamente cualificada, diferenciada según vuestras necesidades.

Vuestra presencia también nos recuerda algo importante: que todos nosotros, aunque llamados a ser ministros de Cristo (médico de almas, para nuestros hermanos y hermanas; Lc 5,31-32), somos ante todo enfermos necesitados de sanación. Como dice San Agustín, usando la imagen de una barca, todos «en esta vida tenemos las grietas propias de nuestra mortalidad y fragilidad, por donde entra el pecado de las olas de este siglo» (Homilías, CCLXXVIII, XIII,13).

Por ello, el santo obispo de Hipona propone un remedio para el mal, "para vaciarnos y no hundirnos". Es el que recoge el papa Francisco: «Perdonemos, porque en todas partes, en nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, y donde quiera que haya cristianos, cualquiera puede encontrar un oasis de misericordia» (Misericordiae Vultus, 12).

Queridos hermanos, gracias por vuestra visita, que hoy en este salón nos muestra a la Iglesia en tres dimensiones luminosas de su belleza: el compromiso de la conversión, el entusiasmo de la misión y la calidez de la misericordia. Gracias por todo el trabajo que realizáis en todo el mundo. Os bendigo y rezo por vosotros, en esta novena de Pentecostés, para que seáis instrumentos cada vez más dóciles del Espíritu Santo según los planes de Dios. Gracias.

León XIV