Al encuentro Sacerdotes Felices del Vaticano

Auditorio de la Conciliación
Vaticano, 27 junio 2025

Queridos hermanos en el sacerdocio, queridos formadores, seminaristas, animadores vocacionales y amigos en el Señor, es para mí una gran alegría estar hoy aquí con ustedes.

En el corazón del año santo, juntos queremos dar testimonio de que es posible ser sacerdotes felices, porque Cristo nos ha llamado y nos ha hecho sus amigos (Jn 15,15), y ésta es una gracia que queremos acoger con gratitud y responsabilidad. Deseo agradecer al cardenal Lazzaro, y a todos los colaboradores del Dicasterio para el Clero, su servicio generoso y competente, así como un trabajo vasto y valioso que a menudo se lleva a cabo en silencio y con discreción, y que produce frutos de comunión, formación y renovación.

Con este momento de intercambio fraterno, un intercambio internacional, podemos valorizar el patrimonio de experiencias ya maduradas, fomentando la creatividad, la corresponsabilidad y la comunión en la Iglesia, para que lo que se siembra con dedicación y generosidad en tantas comunidades pueda convertirse en luz y estímulo para todos.

Las palabras de Jesús «yo les llamo amigos» (Jn 15,15) no sólo son una declaración afectuosa hacia los discípulos, sino una auténtica clave para comprender el ministerio sacerdotal. El sacerdote, de hecho, es un amigo del Señor, llamado a vivir con él una relación personal y confidencial, alimentada por la Palabra, la celebración de los sacramentos y la oración diaria.

Esta amistad con Cristo es el fundamento espiritual del ministerio ordenado, el sentido de nuestro celibato y la energía del servicio eclesial al que dedicamos nuestra vida. Es la amistad que nos sostiene en los momentos de prueba, y nos permite renovar cada día el pronunciado al inicio de la vocación.

En particular, queridos hermanos, me gustaría extraer tres implicaciones claves para la formación al ministerio sacerdotal.

En primer lugar, la formación es un camino de relación. Convertirse en amigos de Cristo significa formarse en la relación, no sólo en las competencias. La formación sacerdotal, por tanto, no puede reducirse a la adquisición de nociones, sino que es un camino de familiaridad con el Señor que involucra a toda la persona (el corazón, la inteligencia, la libertad) y la moldea a imagen del buen Pastor. Sólo quien vive en amistad con Cristo, y está impregnado de su Espíritu, puede anunciar con autenticidad, consolar con compasión y guiar con sabiduría. Esto requiere una escucha profunda, meditación y una vida interior rica y ordenada.

En segundo lugar, la fraternidad es un estilo esencial de la vida presbiteral. Convertirse en amigos de Cristo implica vivir como hermanos entre sacerdotes y entre obispos, y no como competidores o de forma individualista. La formación debe ayudar a construir vínculos sólidos en el presbiterio como expresión de una Iglesia sinodal, en la que se crece juntos compartiendo las fatigas y las alegrías del ministerio. De hecho, ¿cómo podríamos nosotros, ministros, ser constructores de comunidades vivas, si no reinara ante todo entre nosotros una fraternidad efectiva y sincera?

Además, formar sacerdotes amigos de Cristo significa formar hombres capaces de amar, escuchar, orar y servir juntos. Por eso es necesario cuidar la preparación de los formadores, porque la eficacia de su trabajo depende ante todo del ejemplo de vida y de la comunión entre ellos. La misma institución de los seminarios nos recuerda que la formación de los futuros ministros ordenados no puede llevarse a cabo de manera aislada, sino que requiere la participación de todos los amigos y amigas del Señor que viven como discípulos misioneros al servicio del pueblo de Dios.

A este respecto, quisiera decir también unas palabras sobre las vocaciones. A pesar de los signos de crisis que atraviesan la vida y la misión de los presbíteros, Dios sigue llamando y permanece fiel a sus promesas. Es necesario que haya espacios adecuados, por tanto, para escuchar su voz. Por eso, son importantes los ambientes y las formas de pastoral juvenil impregnadas del evangelio, donde puedan manifestarse y madurar las vocaciones a la entrega total de sí.

¡Tengan el valor de hacer propuestas fuertes y liberadoras! Al mirar a los jóvenes que en nuestro tiempo dicen su "aquí estoy" al Señor, todos sentimos la necesidad de renovar nuestro , de redescubrir la belleza de ser discípulos misioneros en el seguimiento de Cristo, el buen Pastor.

Queridos hermanos, celebramos este encuentro en la víspera de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, esa "zarza ardiente" de donde proviene nuestra vocación y esa fuente de gracia en la que queremos dejarnos transformar.

La encíclica del papa Francisco Dilexit Nos, si bien es un don precioso para toda la Iglesia, lo es de manera especial para nosotros, los sacerdotes. Esta encíclica nos pide que custodiemos juntos la mística y el compromiso social, la contemplación y la acción, el silencio y el anuncio.

Nuestro tiempo, en efecto, nos desafía. Muchos parecen haberse alejado de la fe, pero en lo profundo de muchas personas, especialmente de los jóvenes, hay sed de infinito y de salvación. Muchos experimentan como una ausencia de Dios, pero cada ser humano está hecho para él, y el designio del Padre es hacer de Cristo el corazón del mundo.

Por eso, hemos de recuperar juntos el impulso misionero. Una misión que propone con valentía y amor el evangelio de Jesús. A través de nuestra acción pastoral, es el Señor mismo quien cuida de su rebaño, reúne a los dispersos, se inclina sobre los heridos, sostiene a los desanimados.

Imitando el ejemplo del Maestro, crecemos en la fe y nos convertimos así en testigos creíbles de la vocación que hemos recibido. Cuando uno cree, se nota, la felicidad del ministro refleja un verdadero encuentro con Cristo, que lo sostiene en la misión y en el servicio.

Queridos hermanos en el sacerdocio, ¡gracias a todos los que han venido desde lejos! Gracias a cada uno por su entrega cotidiana, especialmente en los lugares de formación, en las periferias existenciales y en los lugares difíciles, a veces peligrosos. Al recordar a los sacerdotes que han dado su vida, incluso hasta derramar su sangre, renovamos hoy nuestra disponibilidad a vivir sin reservas un apostolado de compasión y alegría.

¡Gracias por lo que son!, y porque recuerdan a todos que es hermoso ser sacerdotes, y que cada llamada del Señor es ante todo una llamada a su alegría. No somos perfectos, pero somos amigos de Cristo, hermanos entre nosotros e hijos de su tierna madre María, y esto nos basta.

Dirijámonos al Señor Jesús, y a su corazón misericordioso que arde de amor por cada persona. Pidámosle la gracia de ser discípulos misioneros y pastores según su voluntad, buscando a los que están perdidos, sirviendo a los pobres, guiando con humildad a los que nos han sido confiados. Que su corazón inspire nuestros planes, transforme nuestros corazones y nos renueve en la misión. Les bendigo con afecto y rezo por todos ustedes.

León XIV