A la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén

Aula Pablo VI
Vaticano, 24 octubre 2025

Eminencias, excelencias, caballeros y damas de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén, es hermoso encontrarme con todos ustedes.

Han venido a Roma desde diversas partes del mundo, lo que nos recuerda que la práctica de la peregrinación está en el origen de su historia. De hecho, han nacido para custodiar el Santo Sepulcro, para cuidar de los peregrinos y para sostener a la Iglesia de Jerusalén.

Todavía hoy lo hacen, con la humildad, la dedicación y el espíritu de sacrificio que caracterizan a las órdenes de caballería, en particular con «un testimonio constante de fe y solidaridad hacia los cristianos residentes en los santos lugares» (Juan Pablo II, Discurso, 2-III-2000).

Pienso, a este respecto, en la notable ayuda que prestan, sin hacer ruido y sin publicidad, a las comunidades de Tierra Santa, apoyando al patriarcado latino de Jerusalén en sus diversas actividades, así como su seminario, escuelas, obras caritativas y de asistencia, proyectos humanitarios y formativos, universidad e intervenciones especiales en momentos de mayor crisis, como ocurrió durante la pandemia de Covid-19 y en los trágicos días de la guerra.

Con todo ello, ustedes demuestran que custodiar el sepulcro de Cristo no significa simplemente preservar un patrimonio histórico, arqueológico o artístico (por importante que sea), sino sostener una Iglesia hecha de piedras vivas (1Pe 2,4-5), que nació en torno a él y que hoy aún vive, como auténtico signo de esperanza pascual.

Por esta razón, me gustaría contemplar con ustedes tres dimensiones.

La primera dimensión es la de la esperanza confiada (Francisco I, Spes non Confundit, 4). Permanecer junto al sepulcro del Señor significa, en efecto, renovar la propia fe en el Dios que cumple sus promesas, cuyo poder ninguna fuerza humana puede derrotar.

En un mundo en el que la prepotencia y la violencia parecen prevalecer sobre la caridad, ustedes están llamados a dar testimonio de que la vida vence a la muerte, que el amor vence al odio, que el perdón vence a la venganza y que la misericordia y la gracia vencen al pecado.

Su vigilancia en los santos lugares es ante todo una "vigilancia de la fe", que ayuda a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a detenerse con el corazón junto al sepulcro de Cristo, donde el dolor encuentra respuesta en la confianza y donde, para quienes saben escuchar, sigue resonando el anuncio: «¡No tengan miedo, el Crucificado ha resucitado!» (Mt 28,6). Esto es algo que ustedes han de seguir haciendo, alimentando el corazón con una intensa vida sacramental, la meditación de la palabra de Dios y una oración personal y litúrgica, así como la formación espiritual, tan cuidada en la Orden.

La segunda dimensión de la esperanza en la que me gustaría detenerme la vemos encarnada en la imagen de las mujeres que se dirigen al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús (Mc 16,1-2). Es el rostro del servicio, por el que ni siquiera la muerte del Maestro impide a María Magdalena, a María (la madre de Santiago) y a Salomé cuidar de él.

Ya les he expresado mi gratitud por el gran bien que hacen, siguiendo la antigua tradición de asistencia que les caracteriza. ¡En cuántas ocasiones, gracias a su labor, se abre una rendija de luz para personas, familias, comunidades enteras, que corren el riesgo de verse arrastradas por dramas terribles, a todos los niveles, especialmente en los lugares donde vivió Jesús! Su caridad los sostiene, captando en sus necesidades esos «signos de los tiempos» que el papa Francisco nos ha invitado a hacer nuestros para transformarlos en «signos de esperanza» (Spes non Confundit, 8).

Pero hay una tercera dimensión de la esperanza a la que quiero referirme: la que nos lleva a mirar hacia la meta. La imagen que podemos evocar es la de Pedro y Juan corriendo hacia el sepulcro (Jn 20,4-10). La mañana de Pascua, tras escuchar a las mujeres, parten inmediatamente, apresuradamente, en una carrera que los llevará, junto al sepulcro vacío, a renovar su fe en Cristo a la luz de la resurrección.

San Pablo utiliza la misma imagen cuando habla de su vida como de una carrera en el estadio, no sin meta, sino orientada al encuentro con el Señor (1Cor 9,24-27). Es lo que expresa el gesto de la peregrinación, como símbolo de la búsqueda del sentido último de la vida (Francisco I, Spes non Confundit, 5).

Ustedes han realizado todo esto, y por eso les invito a vivir su "estar aquí" no como un punto de llegada, sino como una etapa desde la que partir de nuevo para ponerse en marcha hacia la única meta verdadera y definitiva: la de la plena y eterna comunión con Dios en el paraíso. Hagan de ello un testimonio para los hermanos y hermanas que encontrarán, y una invitación a vivir las cosas de este mundo con la libertad y la alegría de quien sabe que está caminando hacia el horizonte infinito de la eternidad.

Queridísimos, la Iglesia les confía hoy nuevamente la tarea de ser custodios del sepulcro de Cristo. Séanlo así, en la confianza de la espera, en el celo de la caridad, en el impulso gozoso de la esperanza. Como decía San Agustín a los cristianos de su tiempo, «avanza, avanza en el bien, no mires atrás, no te quedes parado» (Homilías, CCLVI, 3). Les bendigo de corazón y rezo por todos ustedes.

León XIV