A la diócesis de Roma

Basílica San Juan de Letrán
Roma, 19 septiembre 2025

Queridos hermanos y hermanas, es una alegría para mí estar con ustedes en la catedral de Roma como obispo de Roma. Agradezco al cardenal vicario sus palabras al presentar este comienzo del nuevo año pastoral, que percibo como un gran abrazo entre el obispo y su pueblo.

Saludo a los miembros del consejo episcopal, a los párrocos, a todos los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, y a todos ustedes aquí presentes, en representación de sus parroquias. Les agradezco la alegría de su discipulado, su labor pastoral, las cargas que llevan y las que ayudan a quienes llaman a la puerta de sus comunidades.

Las palabras dirigidas por Jesús a la samaritana, que acabamos de escuchar en el evangelio, en este difícil momento histórico, se dirigen ahora a nosotros, la Iglesia de Roma: «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10). A esa mujer cansada, que acude al pozo en la hora más calurosa del día, Jesús le revela que hay un agua viva que sacia para siempre, un manantial que brota y nunca se seca: es la vida misma de Dios dada a la humanidad.

Este don es el Espíritu Santo, que calma nuestra sed ardiente e irriga nuestra aridez, iluminando nuestro camino. San Lucas, en Hechos de los Apóstoles, también usa la palabra don para referirse al Espíritu Santo, el Espíritu creador capaz de renovarlo todo.

A través del proceso sinodal, el Espíritu ha suscitado la esperanza de una renovación eclesial capaz de revitalizar las comunidades, para que crezcan en el camino evangélico, en la cercanía a Dios y en la presencia de servicio y testimonio en el mundo.

El fruto del camino sinodal, tras un largo periodo de escucha y diálogo, fue ante todo el impulso a potenciar los ministerios y carismas, apoyándose en la vocación bautismal, priorizando la relación con Cristo y la acogida de los hermanos, empezando por los más pobres, compartiendo sus alegrías y tristezas, esperanzas y luchas.

De esta manera, se destaca el carácter sacramental de la Iglesia. Como signo del amor de Dios por la humanidad, está llamada a ser un canal privilegiado para que el agua viva del Espíritu llegue a todos.

Esto exige la ejemplaridad del pueblo santo de Dios. Como sabemos, la sacramentalidad y la ejemplaridad son dos conceptos clave en la eclesiología del Concilio Vaticano II y en la hermenéutica del papa Francisco. Recordarán cuán querido era para él el tema patrístico del mysterium lunae. Es decir, la Iglesia vista en el reflejo de la luz de Cristo, en su relación con él, sol de justicia y luz del pueblo.

El papa Francisco, en la nota que acompaña al Documento Final de la XVI Asamblea Sinodal (24-XI 2024), escribió que éste «contiene indicaciones que, a la luz de sus orientaciones fundamentales, pueden ser ya acogidas por las Iglesias locales y las agrupaciones de Iglesias, teniendo en cuenta los diversos contextos, lo que ya se ha hecho y lo que queda por hacer para conocer y desarrollar cada vez mejor el estilo específico de la Iglesia sinodal misionera».

Nos toca trabajar para que la Iglesia que vive en Roma se convierta en un laboratorio de sinodalidad, capaz, con la gracia de Dios, de realizar obras evangélicas en un contexto eclesial marcado por numerosos desafíos. Especialmente en la transmisión de la fe, y en una ciudad necesitada de profecía, marcada por numerosos y crecientes casos de pobreza económica y existencial, con jóvenes a menudo desorientados y familias con frecuencia agobiadas.

Una Iglesia sinodal en misión necesita desarrollar un estilo que valore los dones de cada persona y entienda el rol del liderazgo como un ejercicio pacífico y armonioso, para que, en la comunión inspirada por el Espíritu, el diálogo y las relaciones nos ayuden a superar las numerosas tentaciones de oposición o aislamiento defensivo.

Por lo tanto, el dinamismo sinodal debe cultivarse en los contextos reales de cada Iglesia local. ¿Qué significa esto, en términos concretos?

Se trata, ante todo, de trabajar por la participación activa de todos en la vida de la Iglesia. En este sentido, una herramienta para fortalecer la visión de una Iglesia sinodal y misionera son los órganos de participación. Estos ayudan al pueblo de Dios a ejercer plenamente su identidad bautismal, fortalecen el vínculo entre los ministros ordenados y la comunidad, y guían el proceso desde el discernimiento comunitario hasta las decisiones pastorales.

Hermanos, les invito a fortalecer la formación de órganos de participación y, a nivel parroquial, a revisar los pasos dados hasta la fecha o, donde estos órganos no existan, a comprender los obstáculos y superarlos.

Así mismo, quisiera mencionar las prefecturas y otros organismos que conectan diferentes áreas de la vida pastoral, así como los propios sectores diocesanos, diseñados para conectar mejor las parroquias vecinas de un territorio determinado con el centro de la diócesis.

El riesgo es que estas entidades pierdan su función como instrumentos de comunión y se reduzcan a unas pocas reuniones, donde se discuten algunos temas juntos y luego vuelven a pensar y practicar la pastoral de forma aislada, dentro de sus propios límites parroquiales o según sus propios planes.

Hoy, como sabemos, en un mundo más complejo y en una ciudad acelerada donde las personas viven en constante movilidad, necesitamos pensar y planificar juntos, rompiendo con los límites preestablecidos y experimentando con iniciativas pastorales compartidas. Por ello, les insto a hacer de estos organismos verdaderos espacios de vida comunitaria donde se pueda practicar la comunión, lugares de diálogo donde se pueda implementar el discernimiento comunitario y la responsabilidad bautismal y pastoral compartida.

¿Qué estamos llamados a discernir hoy? Lo logrado en los últimos años es valioso, pero hay algunos objetivos que debemos perseguir con un estilo sinodal en los que me gustaría centrarme.

Lo primero que sugiero es nutrir la relación entre la iniciación cristiana y la evangelización, teniendo en cuenta que solicitar los sacramentos es una opción cada vez menos común.

La iniciación en la vida cristiana es un proceso que debe integrar la existencia en sus diversos aspectos, capacitando gradualmente a las personas para una relación con el Señor Jesús, dándoles confianza para escuchar la Palabra, deseos de practicar la oración y trabajar en la caridad. Es necesario experimentar, cuando sea necesario, con nuevas herramientas y lenguajes, involucrando a las familias en el proceso y buscando ir más allá de un enfoque escolástico de la catequesis.

Desde esta perspectiva, es necesario tratar con sensibilidad y cuidado a quienes expresan el deseo del bautismo en la adolescencia y la edad adulta. Las oficinas del vicariato responsables de esto deben trabajar con las parroquias, prestando especial atención a la formación continua de los catequistas.

Un segundo objetivo es la participación de los jóvenes y las familias, un ámbito en el que hoy encontramos diversas dificultades. Creo que es urgente establecer una pastoral de apoyo, empática, discreta y sin prejuicios, acogedora con todos, y que ofrezca los caminos más personalizados posibles, adaptados a las diversas situaciones vitales de quienes la reciben.

Dado que las familias luchan por transmitir la fe y podrían verse tentadas a eludir esta tarea, debemos esforzarnos por apoyarlas sin sustituirlas, convirtiéndonos en compañeros de camino y ofreciendo herramientas para la búsqueda de Dios.

Esta es una pastoral que no repite lo mismo de siempre, sino que ofrece un nuevo aprendizaje. Es una pastoral que se convierte en una escuela capaz de introducir a las personas en la vida cristiana, de acompañarlas en las etapas de la vida, de construir relaciones humanas significativas y de impactar en el tejido social, especialmente al servicio de los más pobres y vulnerables.

Finalmente, les marco un tercer objetivo: reforzar la formación a todos los niveles. Estamos viviendo una emergencia educativa, y no debemos engañarnos pensando que simplemente continuar con algunas actividades tradicionales mantendrá vivas nuestras comunidades cristianas. Estas actividades deben convertirse en generativas, con un seno que inicia a las personas en la fe y con un corazón que busca a quienes la han abandonado.

Las parroquias necesitan formación, y donde no exista, sería importante incluir cursos bíblicos y litúrgicos, sin descuidar los temas que resuenan con las generaciones más jóvenes pero que nos preocupan a todos (la justicia social, la paz, el complejo fenómeno de la migración, el cuidado de la creación, el buen ejercicio de la ciudadanía, el respeto en las parejas, el sufrimiento mental y las adicciones, y muchos otros desafíos). Ciertamente, no podemos ser especialistas en todo, pero debemos reflexionar sobre estos temas, quizás escuchando las muchas habilidades que nuestra ciudad tiene para ofrecer.

Todo esto, les recomiendo, debe ser pensado y realizado juntos, de manera sinodal y como pueblo de Dios que no cesa de esperar, con la guía de los pastores, que un día todos puedan realmente sentarse al banquete preparado por el Señor, según la visión del profeta (Is 25,6-10).

El pasaje evangélico de la samaritana culmina con un in crescendo misionero, hasta que la samaritana se dirige a sus conciudadanos, les cuenta lo que le sucedió, y ellos acuden a Jesús y llegan a la profesión de fe. Estoy seguro de que también en nuestra diócesis, el camino iniciado y acompañado en los últimos años nos llevará a madurar en la sinodalidad, la comunión, la corresponsabilidad y la misión.

Renovemos en nosotros el deseo de anunciar el evangelio a cada hombre y mujer de nuestro tiempo. Corramos hacia ellos como la samaritana, dejando nuestro cántaro y llevando en su lugar el agua que calma la sed eterna. De hacerlo, tendremos la alegría de escuchar a muchos hermanos y hermanas que, como los samaritanos, nos dirán: «Ya no creemos por lo que has dicho, porque nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

Que la Virgen de la confianza y de la esperanza, salus populi romani, nos acompañe y custodie nuestro camino.

León XIV