A la Diplomacia Vaticana
Sala
del Consistorio
Vaticano, 17 noviembre 2025
Eminencia, excelencias, expreso mi gratitud al cardenal secretario de estado, así como a los superiores de la Secretaría de Estado, en especial al secretario para las representaciones pontificias y a lo que se llama la Tercera Sección, que con esmero ha organizado estas jornadas de fraternidad, oración y diálogo. Su presencia es para mí motivo de especial alegría, porque por primera vez los recibo a todos juntos.
Deseo agradecerles, ante todo, lo que nos recuerda el apóstol (Flp 3,12): que no dudaron ante la voz del Maestro, que invita a seguirlo dejando todo para llevar hasta los confines de la tierra la palabra redentora del evangelio. Esta llamada resuena de manera muy especial para ustedes, que han sido elegidos para ejercer el ministerio sacerdotal en las representaciones pontificias. Resuena en el don y compromiso de hacerse en todas partes presencia de toda la Iglesia y, en particular, de la solicitud pastoral del papa, que la preside en la caridad.
Ciertamente, su servicio peculiar es arduo y requiere por eso un corazón ardiente por Dios y abierto hacia los seres humanos. Su trabajo exige estudio y pericia, abnegación y coraje. Su trabajo crece en la confianza en Jesús y en la docilidad hacia la Iglesia, que se expresa en la obediencia a los superiores.
En los países donde trabajan, encontrando diversos pueblos y lenguas, no olviden que el primer testimonio que deben dar es el de sacerdotes enamorados de Cristo y dedicados a la edificación de su cuerpo. Sirviendo a las comunidades eclesiales, sean reflejo del afecto y de la cercanía que el papa tiene para cada una, manteniendo un vivo sentire "cum Ecclesia". Pienso especialmente en quienes se encuentran en contextos de dificultad, conflicto y pobreza, donde no faltan momentos de desánimo.
En estos esfuerzos, recuerden que la Iglesia nos sostiene en la oración. Por lo tanto, fortalezcan su identidad sacerdotal, sacando fuerzas de los Sacramentos, de la comunión fraterna y de la constante docilidad al Espíritu Santo.
Cultivando aquellas virtudes humanas que se expresan en palabras y gestos cotidianos, construyan relaciones con todos, resistiendo la tentación de aislarse. Permanezcan injertados en el cuerpo eclesial y en la historia de los pueblos, tanto en aquel del cual provienen, como en aquellos a los que son enviados.
Cada nación les ofrece sus propias tradiciones para conocer, amar y respetar, como el agricultor respeta la tierra y, cultivándola, obtiene el buen fruto de su trabajo. No sean, por ello, seres humanos distantes, sino discípulos apasionados de Cristo, sumergiéndose con estilo evangélico en los contextos donde viven y trabajan. Los grandes misioneros nos recuerdan, de hecho, que la inculturación no es una actitud folclórica, porque nace del deseo de dedicarse a la tierra y a las personas a las que servimos.
La nueva pertenencia que ustedes experimentan no constituye una alternativa a los contextos sociales y eclesiales que los han generado. Es necesario, por lo tanto, continuar alimentando, en la medida de lo posible, el vínculo con la propia Iglesia particular. Cuando ese sentido de pertenencia falta, sobreviene la desmotivación, y nos volvemos como árboles sin raíces. En cambio, si no deja de recibir la savia vital, el árbol puede incluso ser trasplantado a otro lugar y así dar nuevos frutos.
En los momentos de dificultad, que a veces se experimentan, nos hace bien confirmar nuestra motivación con las palabras, por ejemplo, de San Agustín: «Pondus meum, amor meus» (Confesiones, XIII, 9). También el gran profeta Elías, en un cierto momento, tuvo la impresión de que toda su obra había sido en vano. El Señor, sin embargo, lo levantó, indicándole una meta cierta y un camino seguro por el cual caminar (1Re 19,1-18).
Queridísimos, suban también ustedes cada día a su Horeb interior, es decir, al lugar donde el Espíritu de Dios habla al corazón. En cada representación pontificia hay una capilla, verdadero centro de su casa, donde diariamente, junto con el nuncio apostólico, las religiosas y los colaboradores celebran la eucaristía, elevando al Señor la oración de alabanza y súplica.
Que la luz del sagrario disipe sombras e inquietudes, iluminando el camino que están recorriendo. Así se cumple la palabra del Señor Jesús: que «ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo» (Mt 5,13-14). Custodiando este milagro de la gracia, sean peregrinos de esperanza, sobre todo allí donde a los pueblos les faltan justicia y paz.
Espero que estos días vividos en fraternidad y oración puedan vigorizar su vida espiritual y ayudarlos a proseguir con fervor la misión que la Iglesia les ha confiado. Lleven mi saludo a los jefes de misión con quienes colaboran, y a quienes tuve ocasión de encontrar el pasado mes de junio, y también a sus familias.
Les encomiendo a todos a la protección de los santos apóstoles Pedro y Pablo, por intercesión de la bienaventurada Virgen María, mater Ecclesiae, y les imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.
León XIV
Act:
17/11/25
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