A los agustinos

Instituto Augustinianum
Roma, 15 septiembre 2025

Queridos hermanos, me alegra mucho estar aquí con ustedes con motivo de su Capítulo General. Puedo decir que me siento como en casa y que también participo interiormente, con un espíritu de intercambio espiritual, en lo que están experimentando estos días. Agradezco al prior general, que ha concluido su servicio, y saludo al prior recién elegido, que tiene por delante una tarea tan exigente como esta requiere todas nuestras oraciones. ¡No lo olvidemos!

El Capítulo General es una valiosa ocasión para orar juntos y reflexionar sobre el don recibido, la actualidad del carisma y los retos y problemas que enfrenta la comunidad. Mientras se realizan las diversas actividades, celebrar el capítulo significa escuchar al Espíritu, en cierto sentido en analogía con lo que dijo nuestro padre Agustín, recordando la importancia de la vida interior en el camino de fe: «No salgas, sino entra en ti mismo, porque es en el interior donde reside la verdad» (Sobre la Verdadera Religión, XXXIX, 72).

Por otro lado, la vida interior no es un refugio para nuestras responsabilidades personales y comunitarias, para la misión que el Señor nos ha confiado en la Iglesia y en el mundo, para las urgencias y los problemas. Uno se reencuentra en sí mismo para luego salir al mundo con mayor motivación y entusiasmo en la misión.

Reencontrarse en uno mismo renueva el celo espiritual y pastoral: uno regresa a la fuente de la vida religiosa y la consagración, para poder ofrecer luz a quienes el Señor pone en nuestro camino. Se redescubre la relación con el Señor y con los hermanos de la propia familia religiosa, porque desde esta comunión de amor podemos inspirarnos y afrontar mejor los asuntos de la vida comunitaria y los desafíos apostólicos.

En este contexto, después de la amplia y compartida reflexión que habéis realizado a lo largo de estos años, abordáis ahora algunos temas que quisiera recordar brevemente.

En primer lugar, un tema fundamental es las vocaciones y la formación inicial. Me gusta recordar, a este respecto, la exhortación de San Agustín: «Ama lo que serás» (Homilías, CCXVI, 8). Considero que esta es una reflexión valiosa, sobre todo para no caer en el error de imaginar la formación religiosa como un conjunto de reglas que hay que observar o cosas que hacer. ¿Por qué? Porque en el centro de todo está el amor.

La vocación cristiana, y en particular la vocación religiosa, nace cuando uno siente la atracción de algo grande, de un amor que puede nutrir y saciar el corazón. Por tanto, nuestra primera preocupación debería ser ayudar, especialmente a los jóvenes, a vislumbrar la belleza de la llamada y a amar lo que podrían llegar a ser al abrazar su vocación. La vocación y la formación no son realidades preordenadas: son una aventura espiritual que involucra toda la historia de la persona, y es ante todo una aventura de amor con Dios.

El amor que, como sabemos, Agustín puso en el centro de su búsqueda espiritual, es un criterio fundamental también para la dimensión del  estudio teológico y la formación intelectual. En el conocimiento de Dios nunca es posible alcanzarlo sólo con nuestra razón y con una serie de información teórica. Más bien, se trata de dejarse maravillar por su grandeza, de cuestionarnos a nosotros mismos y el significado de las cosas que suceden para seguir los pasos del Creador, y sobre todo de amarlo y dejarse amar.

A quienes estudian, Agustín sugiere generosidad y humildad, siempre que surjan del amor. Les sugiere generosidad para comunicar la propia investigación a los demás, para que pueda beneficiar su fe. Les sugiere humildad para no caer en la vanagloria de quienes buscan el conocimiento por sí mismo, considerándose superiores a los demás por el hecho de poseerlo.

Al mismo tiempo, el don inefable de la caridad divina es lo que debemos buscar si queremos vivir plenamente nuestra  vida comunitaria  y  nuestra actividad apostólica, compartiendo nuestros bienes materiales, así como los humanos y espirituales. Recordemos la eficacia de lo que está escrito en nuestra Regla: «Así como reciben su alimento de una sola despensa, también recibirán su ropa de un mismo armario» (Regla de San Agustín, 30).

Permanezcamos fieles a la pobreza evangélica y asegurémonos de que se convierta en el criterio para vivir todo lo que somos y tenemos, incluyendo nuestros recursos y estructuras, al servicio de nuestra misión apostólica.

Finalmente, no olvidemos nuestra vocación misionera. Desde su primera misión en 1533, los agustinos han proclamado el evangelio en muchas partes del mundo con pasión y generosidad, cuidando de las comunidades cristianas locales, dedicándose a la educación y la enseñanza, entregándose a los pobres y realizando obras sociales y caritativas.

Este espíritu misionero no debe desaparecer, pues aún hoy existe una gran necesidad de él. Les insto a reavivarlo, recordando que la misión evangelizadora a la que todos estamos llamados exige el testimonio de una alegría humilde y sencilla, la disponibilidad para servir y compartir la vida de las personas a las que somos enviados.

Queridos amigos, espero que continúen la labor del capítulo con alegría fraterna, con un corazón dispuesto a acoger las sugerencias del Espíritu. Rezo por ustedes, para que la caridad del Señor inspire sus pensamientos y acciones, convirtiéndoles en apóstoles y testigos del evangelio en el mundo. Que la Virgen María y San Agustín intercedan, y que mi bendición apostólica les acompañe.

León XIV