A los diplomáticos de Italia

Aula Pablo VI
Vaticano, 13 diciembre 2025

Señor ministro, excelencia, excelencias, señoras y señores, me complace especialmente saludarlos y darles la bienvenida hoy, con ocasión de este jubileo de la diplomacia italiana.

Su paso por la puerta santa enriquece nuestro encuentro y nos permite compartir la esperanza que llevamos en el corazón y que deseamos testimoniar a los demás. Esta virtud, de hecho, no es un deseo confuso de cosas inciertas, sino el nombre que toma la voluntad cuando tiende firmemente hacia el bien y la justicia que siente que le faltan.

La esperanza tiene un significado precioso para el servicio que prestan. En la diplomacia, sólo quienes realmente esperan buscan y apoyan siempre el diálogo entre las partes, confiando en la comprensión mutua incluso ante las dificultades y tensiones. Porque esperamos comprendernos, nos comprometemos a hacerlo buscando las mejores maneras y medios para llegar a un acuerdo.

En este sentido, es significativo que los pactos y tratados se sellen mediante un acuerdo. Esta cercanía de corazón (ad cor) expresa la sinceridad de gestos, como una firma o un apretón de manos, que de otro modo se reducirían a formalidades procesales. Éste es un rasgo distintivo que distingue una auténtica misión diplomática de los cálculos centrados en el beneficio personal, o del equilibrio entre rivales que ocultan sus respectivas distancias.

Para resistir estas tendencias, queridos amigos, observemos el ejemplo de Jesús, cuyo testimonio de reconciliación y paz resplandece como esperanza para todos los pueblos. En nombre del Padre, el Hijo habla con el poder del Espíritu Santo, completando el diálogo de Dios con la humanidad. Por lo tanto, todos nosotros, creados a imagen de Dios, experimentamos las relaciones fundamentales de nuestra existencia a través del diálogo, la escucha y la palabra.

No es casualidad que consideremos nuestra lengua materna, la que expresa la cultura de nuestra patria, y une a nuestro pueblo, como una sola familia. En su propia lengua, cada nación demuestra una comprensión específica del mundo, sus valores más elevados y sus costumbres más cotidianas.

Las palabras son el patrimonio común a través del cual florecen las raíces de la sociedad que habitamos. En un clima multiétnico, resulta esencial fomentar el diálogo, fomentando el entendimiento mutuo e intercultural como signo de acogida, integración y hermandad. A nivel internacional, este mismo estilo puede dar frutos en la cooperación y la paz, siempre que perseveremos en cultivar nuestra propia forma de hablar.

Sólo cuando una persona es honesta es fiel a su palabra, porque la mantiene como signo de constancia y fidelidad, sin retractarse. Así mismo, una persona es coherente cuando hace lo que dice. De ser así, su palabra es la buena promesa que da a quienes la escuchan, y el valor de su palabra demuestra la valía de quien la pronuncia.

En particular, el cristiano es el hombre de la palabra, de la palabra que escucha de Dios y con la que responde a su llamada paternal. Cuando fuimos bautizados, se nos trazó la señal de la cruz sobre las orejas, diciendo: Effatá, ábrete. En ese gesto, que recuerda la sanación obrada por Jesús, y se bendice el sentido mediante el cual recibimos las primeras palabras de afecto y los elementos culturales indispensables que sustentan nuestra vida, en la familia y en la sociedad.

Al igual que los sentidos y el cuerpo, el lenguaje también debe educarse, en la escuela de la escucha y sel diálogo. Ser cristianos auténticos y ciudadanos honestos implica compartir un vocabulario capaz de decir las cosas tal como son, sin dobleces, cultivando la armonía entre las personas. Por lo tanto, es nuestro compromiso y el de ustedes, especialmente como embajadores, fomentar siempre el diálogo y renovarlo cuando se rompa.

En un contexto internacional plagado de abusos y conflictos, recordemos que lo opuesto al diálogo no es el silencio, sino la ofensa. Mientras que el silencio nos abre a la escucha y acoge la voz de quienes nos anteceden, la ofensa es un ataque verbal, una guerra de palabras armada con mentiras, propaganda e hipocresía.

Comprometámonos con esperanza a proclamaciones y discursos que desarmen, cuidando no sólo su belleza y precisión, sino sobre todo su honestidad y prudencia. Quien sabe qué decir no necesita muchas palabras, sino sólo las adecuadas. Compartamos las palabras que hagan el bien, elijamos las palabras que construyan entendimiento, demos testimonio de palabras que corrijan los errores y perdonen las ofensas. Quien se cansa del diálogo, se cansa de esperar la paz.

Señoras y señores, recuerdo con ustedes el sentido llamamiento que San Pablo VI dirigió a la Asamblea General de la ONU hace 60 años. Lo que une a hombres y mujeres, señaló mi venerable predecesor, es un pacto sellado «con un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡No más guerra, mucha más paz! La paz debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad» (Discurso a la ONU, 5).

Sí, la paz es el deber que une a la humanidad en la búsqueda común de la justicia. La paz es la intención que desde la noche de Navidad acompaña toda la vida de Cristo, hasta su Pascua de muerte y resurrección. La paz es el bien definitivo y eterno que deseamos para todos.

Para preservar y promover la verdadera paz, sean hombres y mujeres de diálogo, sabios al leer los signos de los tiempos según el código del humanismo cristiano que subyace a la cultura italiana y europea. Les deseo lo mejor en el servicio que están llamados a desempeñar, y les imparto mi bendición apostólica a ustedes y a sus familias.

León XIV

 Act: 13/12/25    @discursos papales       E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A