La hemorroísa y la hija de Jairo

Plaza San Pedro
Vaticano, 25 junio 2025

Queridos hermanos y hermanas, seguimos meditando hoy las curaciones de Jesús, como señal de esperanza. En él hay una fuerza que nosotros también podemos experimentar cuando entramos en relación con su persona.

Una enfermedad muy difundida en nuestro tiempo es el cansancio de vivir, cuando la realidad nos parece demasiado compleja, pesada y difícil de afrontar. Es entonces cuando nos apagamos y adormecemos, con la ilusión que al despertarnos las cosas serán diferentes. A veces, incluso nos sentimos bloqueados por el juicio de aquellos que pretenden colocar etiquetas a los demás.

Me parece que estas situaciones puedan cotejarse con un pasaje del evangelio de Marcos, donde se entrelazan dos historias: la de una niña de doce años (que yace en su lecho enferma a punto de morir), y la de una mujer que desde hace doce años tiene perdidas de sangre, y busca a Jesús para sanarse (Mc 5,21-43).

Entre estas dos figuras femeninas, el evangelista coloca al personaje del padre de la muchacha. Se trata de un padre que no se queda en casa lamentándose por la enfermedad de la hija, sino que sale y pide ayuda. Si bien es el jefe de la sinagoga, no por eso pone por delante sus pretensiones, ni argumenta su posición social. Cuando hay que esperar, él no pierde la paciencia y espera. Y cuando le vienen a decir que su hija ha muerto, y es inútil disturbar al Maestro, él sigue teniendo fe y continúa esperando.

El coloquio de este padre con Jesús es interrumpido por la mujer que padecía flujo de sangre, que logra acercarse a Jesús y tocar su manto (v.27). Con gran valentía, esta mujer ha tomado la decisión que cambia su vida. Todos seguían diciéndole que permanezca a distancia, que no se deje ver, y la habían condenado a quedarse escondida y aislada. A veces, también nosotros podemos ser víctimas del juicio de los demás, que pretenden colocarnos un vestido que no es el nuestro. Y entonces estamos mal y no logramos salir de eso.

Aquella mujer emboca el camino de la salvación cuando germina en ella la fe que Jesús puede sanarla. Es entonces cuando encuentra la fuerza para salir e ir a buscarlo. Al menos, quiere llegar a tocar sus vestidos.

Alrededor de Jesús había una muchedumbre, muchas personas lo tocaban, pero a ellos no les pasó nada. En cambio, cuando esta mujer toca a Jesús, se sana. ¿Dónde está la diferencia? Comentando este punto del texto, San Agustín dice que «la multitud apretuja, la fe toca» (Homilías, CCXLIII, II, 2). Así, cada vez que realizamos un acto de fe dirigido a Jesús, se establece un contacto con él, e inmediatamente su gracia sale de él. A veces no nos damos cuenta, pero de una forma secreta y real la gracia nos alcanza y lentamente trasforma la vida desde dentro.

Quizás también hoy muchas personas se acercan a Jesús de manera superficial, sin creer de verdad en su potencia. También caminamos sobre la superficie de la Iglesia, y quizás puede que el corazón esté en otra parte. Esta mujer, silenciosa y anónima, derrota a sus temores, tocando el corazón de Jesús con sus manos (consideradas impuras, a causa de la enfermedad). Y he aquí que, inmediatamente, se siente curada. Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Mc 5,34).

Mientras tanto, llevaron a aquel padre la noticia que su hija había muerto. Jesús le dice: «¡No temas, basta que creas!» (v 36). Más adelante fue a su casa y, viendo que todos lloraban y gritaban, dijo: «La niña no está muerta, sino que duerme» (v.39). A continuación entra donde está la niña, le toma la mano y le dice: «Talitá kum», que quiere decir: "¡Niña, levántate!". La muchacha se levanta y se pone a caminar (vv.41-42).

Estos gestos de Jesús nos muestra que Jesús no sólo sana toda enfermedad, sino que también despierta de la muerte. Para Dios, que es vida eterna, la muerte del cuerpo es como un sueño. La muerte verdadera es, por tanto, la del alma, y ¡de ésta sí que debemos tener miedo!

Un último detalle. Jesús, tras haber resucitado a la niña, dice a los padres que le den de comer (v.43). Esta es otra señal muy concreta de la cercanía de Jesús a nuestra humanidad. Podemos entender esto en sentido más profundo y preguntarnos: Cuándo nuestros muchachos se encuentran en crisis y tienen necesidad de nutrición espiritual, ¿sabemos dársela? ¿Y cómo podemos hacerlo si nosotros mismos no nos nutrimos del evangelio?

Queridos hermanos y hermanas, en la vida hay momentos de desilusión y de desánimo, y hay también experiencias de muerte. Aprendamos de aquella mujer y de aquel padre, y vayamos hacia Jesús. Él puede sanarnos, puede hacernos renacer. ¡Jesús es nuestra esperanza!

León XIV