A los moderadores de movimientos eclesiales
Sala
Clementina
Vaticano, 6 junio 2025
Eminencias, queridos hermanos en el episcopado, queridos hermanos y hermanas, me alegra daros la bienvenida con ocasión del encuentro anual organizado por el Dicasterio para Laicos, Familia y Vida con vosotros, moderadores, responsables internacionales y delegados de las agregaciones eclesiales reconocidas o erigidas por la Santa Sede.
Vosotros representáis a miles de personas que viven su experiencia de fe y de apostolado en asociaciones, movimientos y comunidades. Por tanto, quisiera agradeceros el servicio de guía y animación que prestáis. Apoyar y animar a los hermanos en el camino cristiano implica responsabilidad, compromiso y, a menudo, dificultades e incomprensiones. Ésta es una tarea indispensable y muy valiosa, y por eso la Iglesia os agradece todo el bien que hacéis.
Los grupos a los que pertenecéis son muy diferentes entre sí, por naturaleza e historia, y todos son importantes para la Iglesia. Algunos nacieron para compartir un propósito apostólico, caritativo o de culto, o para apoyar el testimonio cristiano en entornos sociales específicos. Otros, sin embargo, surgieron de una inspiración carismática, de un carisma inicial que dio vida a un movimiento o a una nueva forma de espiritualidad y evangelización.
En el deseo de asociarse, que dio origen al primer tipo de agrupaciones, encontramos una característica esencial: ¡que nadie es cristiano por sí solo! Formamos parte de un pueblo, de un cuerpo que el Señor ha constituido. San Agustín, hablando de los primeros discípulos de Jesús, dice: «Se habían convertido ciertamente en templo de Dios, y no sólo individualmente, sino todos juntos en templo de Dios» (Comentario del Salmo 131, V). En efecto, la vida cristiana no se vive aisladamente, como si fuera una aventura intelectual o sentimental, confinada en nuestra mente y corazón. Se vive con otros, en grupo y en comunidad, porque Cristo resucitado se hace presente entre los discípulos reunidos en su nombre.
El apostolado asociado de los fieles fue fuertemente impulsado por el Concilio Vaticano II, en particular a través del decreto Sobre el Apostolado de los Laicos, donde se afirma que «es de gran importancia porque, tanto en las comunidades eclesiales como en diversos entornos, a menudo necesita ejercerse mediante la acción común. De hecho, las asociaciones establecidas para una actividad apostólica común apoyan a sus miembros, y los capacitan, en el apostolado, ordenando y guiando su acción apostólica, de modo que se pueden esperar frutos mucho más abundantes que si cada individuo trabajara por separado» (n.18).
Haber nacido de un carisma, del carisma de un fundador o de un grupo de iniciadores, o del carisma inspirado en un instituto religioso, es también una dimensión esencial en la Iglesia. Quisiera invitaros a considerar los carismas en relación con la gracia y con el don del Espíritu.
En la carta Iuvenescit Ecclesia, que conocéis bien, se afirma que la jerarquía eclesiástica y el Sacramento del Orden existen para que «la ofrenda objetiva de la gracia», que se da a través de «los sacramentos, la proclamación normativa de la Palabra y la atención pastoral», permanezca siempre viva entre los fieles (n.14). Los carismas, en cambio, «son libremente distribuidos por el Espíritu Santo, para que la gracia sacramental fructifique en la vida cristiana de manera diversificada y en todos sus niveles» (n.15).
Por lo tanto, todo en la Iglesia se entiende en referencia a la gracia. La institución existe para que la gracia se ofrezca siempre. Los carismas surgen para que esta gracia sea recibida y dé fruto. Sin carismas, se corre el riesgo de que la gracia de Cristo, ofrecida en abundancia, no encuentre la tierra fértil para recibirla. Por eso Dios suscita los carismas, para que despierten en los corazones el deseo de encontrar a Cristo, la sed de la vida divina que él nos ofrece y, en una palabra, ¡la gracia!
Con esto deseo reiterar, siguiendo el ejemplo de mis predecesores y el magisterio de la Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, que los dones jerárquicos y carismáticos «son consustanciales a la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús» (Juan Pablo II, Mensaje, 27-V-1998).
Gracias a los carismas que dieron origen a sus movimientos y comunidades, muchas personas se han acercado a Cristo, han redescubierto la esperanza en la vida, han descubierto la maternidad de la Iglesia y desean ser ayudadas a crecer en la fe, en la vida comunitaria, en las obras de caridad y en compartir con los demás, a través de la evangelización, el don recibido.
La unidad y la misión son dos pilares de la vida de la Iglesia, y dos prioridades del ministerio petrino. Por ello, invito a todas las asociaciones y movimientos eclesiales a colaborar fiel y generosamente con el papa, especialmente en estos dos ámbitos.
En primer lugar, siendo fermento de unidad. Todos experimentáis continuamente la comunión espiritual que nos une. Es la comunión que el Espíritu Santo crea en la Iglesia. Es una unidad que tiene su fundamento en Cristo, porque él nos atrae, nos atrae hacia sí y, por lo tanto, nos une entre nosotros. Así lo expresó San Paulino de Nola cuando escribió a San Agustín: «Tenemos una sola cabeza, una sola gracia que nos inunda, vivimos de un solo pan, caminamos por un mismo camino, vivimos en la misma casa. Somos uno, tanto en el espíritu como en el cuerpo del Señor, para no ser nada si nos separamos de él» (Epistolario, XXX, 2).
Esta unidad, que vivís en grupos y comunidades, se extiende por doquier. Se extiende en la comunión con los pastores de la Iglesia, en la cercanía a las demás realidades eclesiales y en las personas que encontráis, para que vuestros carismas permanezcan siempre al servicio de la unidad de la Iglesia y sean ellos mismos «fermento de unidad, de comunión y de fraternidad» (León XIV, Homilía, 18-V-2025) en un mundo tan desgarrado por la discordia y la violencia.
En segundo lugar, ejerciendo la misión. La misión ha marcado mi experiencia pastoral y moldeado mi vida espiritual. Vosotros también habéis vivido este camino. Del encuentro con el Señor, y de la nueva vida que ha invadido vuestros corazones, nació el deseo de darlo a conocer. Este encuentro ha involucrado a muchas personas, dedicando mucho tiempo, entusiasmo y energía a dar a conocer el evangelio en los lugares más remotos, en los entornos más difíciles, soportando dificultades y fracasos.
Mantened siempre vivo este impulso misionero entre vosotros, pues os movimientos tienen hoy un papel fundamental en la evangelización. Entre vosotros hay personas generosas, bien formadas, con experiencia en el terreno. Este es un legado que debemos fructificar, atentos a la realidad actual y a sus nuevos desafíos. Poned vuestros talentos al servicio de la misión, tanto en los lugares de la primera evangelización como en las parroquias y estructuras eclesiales locales, para llegar a muchos que están lejos y, a veces sin saberlo, esperan la Palabra de vida.
Queridos, me alegra encontrarme hoy con vosotros por primera vez. Si Dios quiere, tendremos otras oportunidades para conocernos mejor. Mientras tanto, os animo a continuar vuestro camino. ¡Tened siempre al Señor Jesús en el centro! Esto es esencial, y los carismas mismos sirven para este propósito.
El carisma es funcional al encuentro con Cristo, al crecimiento y maduración humana y espiritual de las personas, y a la edificación de la Iglesia. En este sentido, todos estamos llamados a imitar a Cristo, quien se despojó de sí mismo para enriquecernos (Flp 2,7). Quien persigue un propósito apostólico con otros, o quien es portador de un carisma, está llamado a enriquecer a los demás, despojándose de sí mismo. Esto es fuente de libertad y de gran alegría.
¡Gracias por lo que sois y por lo que hacéis! Os encomiendo a la protección de María, madre de la Iglesia, y os bendigo de corazón a vosotros y a todos aquellos a quienes representáis. ¡Gracias!
León XIV