A las monjas de diversas órdenes
Sala
Clementina
Vaticano, 30 junio 2025
Queridas hermanas, ¡buenos días y bienvenidas!
Me alegra encontrarme con todas ustedes, algunas de las cuales vienen con ocasión del Capítulo General, y otras para la peregrinación jubilar. En todos los casos, vienen ante la tumba de Pedro a renovar su amor al Señor y su fidelidad a la Iglesia.
Pertenecen ustedes a congregaciones nacidas en momentos y circunstancias diferentes, como Hermanas de la Orden de San Basilio Magno, Hijas de la Divina Caridad, Hermanas Agustinas del Amparo y Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones.
Sin embargo, sus historias muestran una dinámica común, por la cual la luz de grandes modelos de vida espiritual del pasado (como Agustín, Basilio y Francisco), por medio de la ascesis, la valentía y la santidad de vida de fundadores y fundadoras, ha suscitado y hecho crecer nuevos caminos de servicio. Sobre todo en relación a los más débiles (niños, chicas y chicos pobres, huérfanos, inmigrantes, a los que se han agregado con el tiempo ancianos y enfermos) y otros tantos ministerios de la caridad.
Las varias vicisitudes de su pasado, y la vivacidad del presente, hacen experimentar cómo la fidelidad a la sabiduría antigua del evangelio es el mejor motor para quien, impulsado por el Espíritu Santo, recorre nuevos caminos de donación, dedicados al amor de Dios y del prójimo en la escucha atenta de los signos de los tiempos (Vaticano II, Gaudium et Spes, 4).
Pensando precisamente en esto, el Concilio Vaticano II, hablando de los institutos religiosos dedicados a servicios de caridad, insistió en que «toda la vida de sus miembros ha de estar imbuida de espíritu apostólico», así como «toda su actividad apostólica ha de estar informada de espíritu religioso» (Perfectae Caritatis, 8). ¿Para qué? Para que los religiosos «respondan primordialmente a su llamamiento a seguir a Cristo, y servirle en sus miembros en unión íntima con él» (Ibíd).
San Agustín, a este respecto, hablando de la primacía de Dios en la vida cristiana, afirma: «Para ti, Dios es todo. Si tienes hambre, Dios es tu pan; si tienes sed, Dios es tu agua; si estás en tinieblas, Dios es tu luz inapagable; si estás desnudo, Dios es tu vestido de inmortalidad» (Sobre el Evangelio de Juan, XIII, 5).
Nos hace bien dejarnos interrogar, según estas palabras, por lo siguiente: ¿En qué medida esto es verdadero para mí? ¿Cuánto sacia el Señor mi sed de vida, de amor, de luz? Todas éstas son preguntas importantes.
El enraizamiento en Cristo es lo que ha llevado, a quienes nos han precedido (hombres y mujeres como nosotros, con cualidades y límites como los nuestros), a hacer cosas que quizás nunca hubieran pensado que podían realizar, permitiéndoles esparcir semillas de bien que, a través de siglos y continentes, hoy han alcanzado prácticamente todo el mundo, como demuestra la presencia de ustedes.
Algunas de ustedes, como ya he mencionado, están realizando el Capítulo General, y otras están aquí para el Jubileo. En cualquier caso, se trata de tomar decisiones importantes de las que depende el propio futuro, de las hermanas y de la Iglesia. Por eso, me parece muy oportuno concluir repitiéndonos a todos nosotros el hermoso deseo que San Pablo dirigía a los cristianos de Éfeso: «Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).
Gracias por su trabajo y su fidelidad. Que las acompañe la Virgen María, junto con mi bendición.
León XIV