A los javerianos y profesores pontificios
Sala
Clementina
Vaticano, 25 julio 2025
Queridísimos profesores, queridísimos hermanos javerianos, me alegra encontrarme con ustedes al término de dos momentos importantes que han vivido aquí en Roma: el curso para formadores de seminarios (promovido desde hace muchos años por la Universidad Regina Apostolorum de Roma) y el Capítulo General de los javerianos (en el que algunos han participado como delegados).
Se trata, sin duda, de dos ocasiones diferentes entre sí. No obstante, podemos encontrar un hilo conductor que las une porque, de manera diferente, estamos llamados a entrar en el dinamismo de la misión y a afrontar los desafíos de la evangelización.
Esta llamada exige a todos, ministros ordenados y fieles laicos, una formación sólida e integral, que no se reduzca solo a algunas competencias cognitivas, sino que tenga como objetivo transformar nuestra humanidad y nuestra espiritualidad para que adquieran la forma del evangelio y en nosotros se hagan realidad «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5).
A ustedes, profesores (que se ocupan de la formación de los alumnos) y a ustedes, hermanos javerianos (comprometidos de manera especial en la misión ad gentes), quisiera ofrecerles algunas reflexiones. Recientemente, el Dicasterio para el Clero ha promovido un encuentro internacional dedicado a los presbíteros sobre el tema "sacerdotes felices". Podemos decir que todos debemos contagiaros de la alegría del evangelio, y que se puede hablar de cristianos felices, discípulos felices y misioneros felices.
Para que este deseo no se quede en un eslogan, es fundamental la formación. Es necesario que la casa de nuestra vida y de nuestro camino, ya sea sacerdotal o laico, esté fundada sobre roca (Mt 7, 24-25). Es decir, sobre bases sólidas con las que saber afrontar las tormentas humanas y espirituales de las que tampoco está exenta la vida del cristiano, del cura y del misionero.
¿Cómo construir "una casa sobre la roca"? Quiero ofrecerles brevemente tres pequeñas ideas.
La primera es esta: cultivar la amistad con Jesús. Este es el fundamento de la casa, que debe estar en el centro de toda vocación y misión apostólica. Es necesario vivir en primera persona la experiencia de la intimidad con el Maestro, el haber sido mirados, amados y elegidos por él sin mérito alguno y por pura gracia, porque es ante todo esta experiencia nuestra la que luego transmitimos en el ministerio.
Cuando formamos a otros para la vida sacerdotal y cuando, en nuestra vocación específica, anunciamos el evangelio en las tierras de misión, lo primero que transmitimos es nuestra experiencia personal de amistad con Cristo, que se refleja en nuestra forma de ser, en nuestro estilo, en nuestra humanidad, en nuestra capacidad de vivir buenas relaciones.
Recordando la Evangelii Nuntiandi durante una catequesis, el papa Francisco afirmó: «La evangelización es más que una simple transmisión doctrinal y moral. Es en primer lugar testimonio, testimonio del encuentro personal con Jesucristo, Verbo encarnado en el cual la salvación se ha cumplido. No es transmitir una ideología o una doctrina sobre Dios, no. Es transmitir a Dios que se hace vida en mí» (Catequesis, 22-III-2023).
Esto implica un camino continuo de conversión. Los formadores y quienes se ocupan de ellos no deben olvidar que ellos mismos están en un camino de conversión evangélica permanente. Los misioneros, al mismo tiempo, no deben olvidar que son siempre los primeros destinatarios del evangelio, los primeros que deben ser evangelizados.
Esto significa un trabajo constante sobre sí mismos, el compromiso de entrar en lo más profundo de su corazón y mirar también las zonas oscuras y las heridas que nos marcan, el coraje de dejar caer, cultivando la íntima amistad con Cristo, nuestras máscaras. Así, nos dejaremos transformar por la vida del evangelio y podremos convertirnos en auténticos discípulos misioneros.
Un segundo aspecto es vivir una fraternidad efectiva y afectiva entre nosotros. Cuando el papa Francisco hablaba de la vida sacerdotal y de las crisis que hay que prevenir, le gustaba subrayar cuatro cercanías: con Dios, con el obispo, entre los presbíteros y con el pueblo (Discurso, 17-II-2022).
En este sentido, es necesario aprender a vivir como hermanos entre sacerdotes, así como en las comunidades religiosas y con sus obispos y superiores; hay que trabajar mucho sobre sí mismos para vencer el individualismo y el afán de superar a los demás, que nos convierte en competidores, para aprender a construir gradualmente relaciones humanas y espirituales buenas y fraternas. En principio, creo que todos están de acuerdo en esto, pero en la realidad todavía hay mucho camino por recorrer.
El tercer y último aspecto es compartir la misión con todos los bautizados. En los primeros siglos de la Iglesia era natural que todos los fieles se sintieran discípulos misioneros y se comprometieran personalmente como evangelizadores. Y el ministerio ordenado estaba al servicio de esta misión compartida por todos.
Hoy sentimos con fuerza que debemos volver a esta participación de todos los bautizados en el testimonio y el anuncio del evangelio.
En las tierras donde ustedes, hermanos javerianos, llevan adelante la misión, seguramente habrán comprobado cuán importante es trabajar junto a las hermanas y hermanos de esas comunidades cristianas.
Al mismo tiempo, a los profesores quisiera decirles que es necesario formar a los presbíteros para esto, para que no se consideren líderes solitarios, para que no asuman el sacerdocio ordenado con la perspectiva de sentirse superiores.
Necesitamos curas capaces de discernir y reconocer en todos la gracia del bautismo y los carismas que de él brotan, tal vez también ayudando a las personas a abrirse a estos dones, para encontrar el valor y el entusiasmo de comprometerse en la vida de la Iglesia y en la sociedad. Concretamente, esto significa que la preparación de los futuros sacerdotes deberá estar cada vez más inmersa en la realidad del pueblo de Dios y llevarse a cabo con la aportación de todos sus componentes (sacerdotes, laicos y consagrados, hombres y mujeres).
Queridos, les doy las gracias por esta oportunidad, pero sobre todo les doy las gracias por su servicio, por el cuidado de la formación sacerdotal, por la misión evangelizadora en tierras a menudo heridas y que necesitan la esperanza del evangelio. Los animo a continuar en su camino. Que la Virgen María los acompañe e interceda por ustedes. ¡Gracias!
León XIV