A los redentoristas y scalabrinianos

Sala del Consistorio
Vaticano, 25 junio 2025

Eminencias, excelencias, reverendos superiores, queridos hermanos, ¡bienvenidos!

Me alegra este encuentro, y me parece hermosa la ocasión que lo motiva: la decisión de dos congregaciones religiosas de encontrarse y confrontarse con aquellos hermanos que han donado a la Iglesia en el ministerio episcopal. Se trata de un intercambio que, sin duda, enriquece a los obispos aquí presentes, a sus comunidades y a todo el pueblo de Dios, como enseña el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 7).

La Iglesia está agradecida a sus instituciones, a las que ha pedido, con el nombramiento de obispos entre sus miembros, un sacrificio nada indiferente en tiempos de escasez de religiosos (pues privarse de hermanos comprometidos en el servicio de las diversas obras conlleva no pocos problemas). Al mismo tiempo, sin embargo, la Iglesia ha otorgado a sus congregaciones un don muy grande, porque el servicio a la Iglesia universal es para cualquier familia religiosa la gracia y la alegría más bella, como sin duda confirmarían sus fundadores.

En particular, ustedes, religiosos scalabrinianos y redentoristas, elegidos y consagrados para el servicio del episcopado y del cardenalato, llevan en su ministerio la herencia de dos carismas importantes, especialmente en nuestros días: el servicio a los inmigrantes y la evangelización de los lejanos.

San Alfonso María de Ligorio, al entrar en contacto con la miseria de los barrios más abandonados de la Nápoles del siglo XVIII, renunció a una vida acomodada y a una carrera lucrativa, abrazando la misión de llevar el evangelio a los últimos.

San Juan Bautista Scalabrini, más tarde, supo sentir y hacer suyas las esperanzas y los sufrimientos de tantas personas que partían, dejándolo todo atrás, para buscar en países lejanos un futuro mejor para ellos mismos y sus familias.

Ambos fueron fundadores, se convirtieron en obispos y supieron responder a los retos de unos sistemas sociales y económicos que, si bien por un lado abrían nuevas fronteras a varios niveles, por otro dejaban tras de sí tanta miseria ignorada y tantos problemas, creando focos de degradación de los que nadie parecía querer ocuparse.

En este momento histórico, que presenta grandes oportunidades y que no carece de dificultades y contradicciones, todos nosotros hemos de recordar que, hoy como ayer, la voz que hay que escuchar, para comprender qué hacer, es la del «amor de Dios derramado en nuestros corazones, por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

En nuestro mundo, la obra del Señor siempre nos precede. Por ello, nosotros estamos llamados a conformar nuestras mentes y nuestros corazones a ella, mediante un sabio discernimiento. Estoy convencido que el debate que han promovido será muy útil para este fin. Les animo, por tanto, a mantener y cultivar en el futuro estas relaciones de ayuda fraterna, con generosidad y desinterés, por el bien de todo el rebaño de Cristo.

Les doy las gracias por el gran trabajo que realizan, y les bendigo de corazón, junto con todas sus comunidades. ¡Gracias!

León XIV