A la Red Internacional de Legisladores Católicos
Sala
Clementina
Vaticano, 23 agosto 2025
Eminencias, excelencias y distinguidos miembros de la Red Internacional de Legisladores Católicos, se han reunido para su XVI reunión anual, que este año tiene un tema aleccionador: "el nuevo orden mundial; política de las grandes potencias, dominación corporativa y el futuro de la prosperidad humana".
En estas palabras, percibo preocupación y deseo. A todos nos preocupa el rumbo que está tomando nuestro mundo, pero anhelamos una auténtica prosperidad humana. Deseamos un mundo donde cada persona pueda vivir en paz, libertad y plenitud según el plan de Dios.
Para encontrar el equilibrio en las circunstancias actuales, especialmente para ustedes, legisladores y líderes políticos católicos, les sugiero que miremos al pasado, a la eminente figura de San Agustín de Hipona. Voz destacada de la Iglesia en la época romana tardía, fue testigo de una inmensa agitación y desintegración social. Como respuesta a esa desintegración escribió Ciudad de Dios, una obra que ofrece una visión de esperanza, una visión de significado que aún nos habla hoy.
Agustín enseña que dos ciudades se entrelazan en la historia humana: la ciudad del hombre y la ciudad de Dios, que simbolizan dos realidades (material y espiritual) y dos orientaciones (la civilización civil y la civilización del corazón). La ciudad del hombre, construida sobre el orgullo y el amor propio, se caracteriza por la búsqueda del poder, el prestigio y el placer. La ciudad de Dios, construida sobre el amor desinteresado a Dios, se caracteriza por la justicia, la caridad y la humildad.
En estos términos, Agustín animó a los cristianos a imbuir la sociedad terrena con los valores del reino de Dios, orientando así la historia hacia su plenitud última en Dios, a la vez que posibilita el auténtico florecimiento humano en esta vida.
Esta visión teológica puede ofrecernos un punto de referencia ante las corrientes cambiantes actuales, como el surgimiento de nuevos centros de gravedad, la inestabilidad de antiguas alianzas y la influencia sin precedentes de las corporaciones multinacionales y la tecnología, por no mencionar los numerosos conflictos violentos. La pregunta crucial para nosotros, los creyentes, es, por lo tanto, esta: ¿Cómo podemos lograr esta tarea?
Para responder a esta pregunta, necesitamos aclarar el significado del florecimiento humano. Hoy en día, una vida próspera suele confundirse con una vida de riqueza material o una vida de autonomía y placer individual sin restricciones. El supuesto futuro ideal que se nos presenta suele caracterizarse por la comodidad tecnológica y la satisfacción del consumidor. Sin embargo, sabemos que esto no es suficiente. Lo vemos en las sociedades opulentas, donde muchas personas luchan contra la soledad, la desesperación y una sensación de falta de sentido.
El auténtico desarrollo humano deriva de lo que la Iglesia define como desarrollo humano integral, es decir, el pleno crecimiento de la persona en todas sus dimensiones: física, social, cultural, moral y espiritual. Esta visión de la persona humana tiene sus raíces en la ley natural, el orden moral que Dios ha escrito en el corazón humano, cuyas verdades más profundas son iluminadas por el evangelio de Cristo.
En este sentido, el auténtico desarrollo humano se manifiesta cuando las personas viven virtuosamente, cuando viven en comunidades saludables, disfrutando no sólo de lo que tienen, de lo que poseen, sino también de quienes son como hijos de Dios. Garantiza la libertad de buscar la verdad, de adorar a Dios y de criar una familia en paz. También incluye la armonía con la creación y un sentido de solidaridad entre clases sociales y naciones. En efecto, el Señor vino para que «tengamos vida y la tengamos en abundancia» (Jn 10,10).
El futuro de la prosperidad humana depende del amor en torno al cual elijamos organizar nuestra sociedad (amor egoísta, amor a uno mismo o amor a Dios y al prójimo). Nosotros, por supuesto, ya conocemos la respuesta. En su vocación como legisladores y funcionarios públicos católicos, están llamados a tender puentes entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre.
Esta mañana, quisiera instarlos a seguir trabajando por un mundo donde el poder esté controlado por la conciencia y donde la ley esté al servicio de la dignidad humana. También los animo a rechazar la mentalidad peligrosa y contraproducente que dice que nada cambiará jamás.
Sé que los desafíos son inmensos, pero la gracia de Dios que obra en los corazones humanos es aún más poderosa. Mi venerable predecesor destacó la necesidad de lo que llamó una "diplomacia de la esperanza" (Discurso, 9-I-2025). Yo añadiría que también necesitamos una "política de la esperanza" y una "economía de la esperanza", cimentadas en la convicción de que incluso ahora, por la gracia de Cristo, podemos reflejar su luz en la ciudad terrena.
Les agradezco a todos su compromiso de llevar el mensaje del evangelio al ámbito público. Les aseguro mis oraciones por ustedes, sus seres queridos, sus familias, sus amigos y, especialmente hoy, por aquellos a quienes sirven. Que el Señor Jesús, príncipe de la paz, bendiga y guíe sus esfuerzos por la auténtica prosperidad de la familia humana.
León XIV