A diversas órdenes femeninas
Sala
del Consistorio
Vaticano, 21 septiembre 2025
Buenos días a todas, hermanas, y ¡bienvenidas! Saludo también a las superiores presentes y a algunos de sus cohermanos que les acompañan en estos encuentros.
Un rasgo común de los institutos a los que pertenecen es la valentía que marcó sus inicios. Por eso, quisiera inspirarme para una breve reflexión en un pasaje del libro de Proverbios, que dice: «¿Quién hallará una mujer fuerte? Es mucho más valiosa que las piedras preciosas» (Prov 31,10).
Creo que sus historias ofrecen una respuesta a esa pregunta. En ellas, Dios encontró no solo una, sino muchas mujeres fuertes y valientes que no dudaron en arriesgarse y afrontar los problemas para abrazar sus planes y responder con un sí a su llamada. Además, allanaron el camino para muchas otras que siguieron a Cristo en su pobreza, castidad y obediencia, continuando su obra, a veces incluso, hasta el martirio.
Hablamos de mujeres extraordinarias que salieron como misioneras en tiempos difíciles. Se entregaron a la ayuda de quienes sufrían la miseria moral y material, llegando a los sectores más desatendidos de la sociedad. Para permanecer cerca de los necesitados, aceptaron el riesgo de perder la vida, incluso hasta morir víctimas de la brutal violencia en tiempos de guerra.
Un antiguo himno de la liturgia de las horas canta las alabanzas de mujeres como ellas, revelando su secreto con estas palabras: «Con ayunos sometió su cuerpo, pero llenó su alma con el dulce alimento de la oración: en otros mundos gusta la bienaventuranza» (Común de Santas Mujeres, Hymnus Fortem Virili Pectore).
Estas son palabras sabias y profundas, que evocan las raíces de su vida consagrada, tanto en la contemplación como en el servicio apostólico. La fuerza para permanecer fieles en ambos ámbitos proviene de la misma fuente: Cristo. La experiencia milenaria de la Iglesia enseña que los medios por los cuales nos nutrimos de la riqueza de su gracia incluyen el ascetismo, la oración, los sacramentos, la intimidad con Dios, su palabra y las cosas del cielo (Col 3,1-2).
Quizás algunas personas en nuestro mundo excesivamente inmanentista podrían descartar esto como una especie de espiritualismo, pero tal visión se refuta fácilmente con el testimonio de lo que sus congregaciones han logrado a lo largo de los siglos y continúan haciendo hoy. De hecho, sólo gracias a la fuerza que viene de Dios todo esto ha sido posible.
Cada día experimentamos esta verdad: que nuestro trabajo está en manos de Dios, y que nosotros sólo somos instrumentos pequeños e inadecuados (o "siervos indignos", como dice el evangelio; Lc 17,10). Sin embargo, si nos encomendamos a él y permanecemos unidos a él, grandes cosas pueden suceder, precisamente a través de nuestra pobreza.
En este sentido, San Agustín aconsejaba a las vírgenes: «Subid a las alturas con el pie de la humildad. Dios eleva a quienes le siguen con humildad. Confíenle los dones que les ha dado, para que los conserve, y depositen ante él vuestra fuerza» (Sobre la Santa Virginidad, LII). San Juan Pablo II, reflexionando sobre la vida religiosa a la luz de la transfiguración de Cristo (Mt 17,1-9), habló de «una subida a la montaña y un descenso de la montaña» (Vita Consecrata, 14). Oigámoslo:
«Los discípulos que han disfrutado de esta intimidad con el Maestro, rodeados por un momento del esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, y como atraídos por el horizonte de la eternidad, son inmediatamente reconducidos a la realidad cotidiana, donde ven sólo a Jesús, en la humildad de su naturaleza humana. También son invitados a volver al valle, a compartir con él el esfuerzo del designio de Dios y a emprender con valentía el camino de la cruz» (Ibid, 14).
Desde esta perspectiva, consideramos a Regina Protmann, María Gertrudis, Ana de Tilly (junto con el padre Chauvet), Santa Teresa de Ávila y las eremitas del monte Carmelo, como ejemplos de personas íntimamente unidas a Dios y, por tanto, consagradas a su servicio y al bien de toda la Iglesia. Todas ellas se comprometieron a sembrar y fortalecer en los corazones de sus hermanos y hermanas ese mismo reino de Cristo que experimentaron primero en sí mismos, y a difundirlo por todo el mundo (Vaticano II, Lumen Gentium, 44).
Queridas hermanas, este es el legado que han recibido y es lo que hace tan significativa su presencia aquí. De hecho, incluso hoy se necesitan mujeres generosas. En este sentido, saludo especialmente a las hermanas carmelitas descalzas de Tierra Santa, aquí presentes. Su labor es importante, con su presencia vigilante y silenciosa en lugares tristemente desgarrados por el odio y la violencia, con su testimonio de confiado abandono en Dios y con sus constantes súplicas por la paz. Todas las acompañamos con nuestras oraciones y, a través de ustedes, nos acercamos a quienes sufren.
Gracias a todas, hermanas, por el bien que hacen en tantos países y en diversos contextos alrededor del mundo. Las bendigo de corazón y las recuerdo en mis oraciones al Señor.
León XIV