Al Instituto Juan Pablo II
Sala
del Consistorio
Vaticano, 19 septiembre 2025
Estoy contento de recibirles en el hogar de Pedro, el hogar de la Iglesia donde todos debemos sentirnos una gran familia reunidos en torno al fuego de su amor.
Ustedes han dialogado durante estos días siguiendo un método sinodal, reflexionando sobre algunas cuestiones de actualidad que afectan la vida familiar. Vivir la sinodalidad en la familia requiere "caminar juntos", compartiendo penas y alegrías, dialogando respetuosa y sinceramente entre todos sus miembros, aprendiendo a escucharse y a llegar a tomar las decisiones familiares importantes para todos.
Siguiendo este tema, y como diría nuestro querido papa Francisco, les propongo tres palabras para reflexionar juntos: jubileo, esperanza y familia.
Jubileo, en el Antiguo Testamento, evocaba un regreso: el volver a la tierra, a la condición primera de hombres libres, a los orígenes de la justicia y de la misericordia de Dios (Lv 25). Hoy ese volver debemos leerlo como un llamado a regresar al centro de nuestra vida, a Dios mismo, al Dios de Jesucristo.
El jubileo nos invita a pensar en nuestras raíces, en la fe recibida de nuestros padres, en la oración perseverante de nuestras abuelas desgranando las cuentas del rosario, en su vida sencilla, humilde y honesta que, como fermento, sostuvo a tantas familias y comunidades. En ellas aprendimos que Jesús es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), y en él encontramos esta verdadera alegría: el sabernos en casa, en el lugar donde debemos estar.
El jubileo de la esperanza es un camino hacia el encuentro con esa verdad que es Dios mismo. Jesús, al comenzar su misión describe este jubileo como año de gracia (Lc 4,19) y después de la resurrección llama a los discípulos a "volver a Galilea" (Mt 28,10). No debemos caer en el peligro de fundar nuestras vidas en seguridades humanas y en expectativas mundanas.
En ámbito social podríamos traducir esta tentación en el intento de "ir tirando", como decía San Pier Giorgio Frassati (Carta a Isidoro Bonini, 27-II-1925). Así mismo, somos conscientes de que hoy en día hay auténticas amenazas a la dignidad de la familia, como, los problemas relativos a la pobreza, la falta de trabajo y de acceso a los sistemas de salud, los abusos a los más vulnerables, las migraciones, las guerras (Francisco I, Amoris Laetitia, 44-46).
Las instituciones públicas y la Iglesia tienen la responsabilidad de buscar cómo promover el diálogo y fortalecer los elementos en la sociedad que favorezcan la vida en familia y la educación de sus miembros (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 8).
En ese contexto, podemos entender la familia como un don y una tarea. Es crucial fomentar la corresponsabilidad y el protagonismo de las familias en la vida social, política y cultural, promoviendo su valiosa contribución en la comunidad.
En cada hijo, en cada esposa o esposo, Dios nos encomienda a su Hijo, a su madre, a San José, para ser, junto a ellos, base, fermento y testimonio del amor de Dios en medio de los hombres. Con ellos podemos ser Iglesia doméstica y hogar donde el Espíritu Santo difunda su calor, aporte sus dones y experiencias para el bien común y convoque a todos a vivir en esperanza.
San Pablo VI, en su célebre homilía en Nazaret, exhortaba a seguir el ejemplo de la Sagrada Familia, acompañando, sosteniendo al otro en el silencio, en el trabajo y en la oración, para que Dios realice en él el proyecto de amor que le ha reservado. Este es el amor que se encarna en cada vida nacida a la fe desde el bautismo y ungida para "proclamar este año de gracia" a todos, que encontrará a Jesús en la eucaristía y en el sacramento del perdón, que lo seguirá en la misión como sacerdote, como padre cristiano o como consagrado, hasta el encuentro definitivo, hasta la meta de nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, la conclusión de esta reflexión debe ser una llamada al compromiso y a esa alegría desbordante que invadió a los discípulos al encontrar a Jesús resucitado y los llevó a proclamar su nombre por toda la tierra. San Agustín definía ese júbilo como un regocijo que no se puede expresar con palabras y que es propio, especialmente, del Inefable (Comentario del Salmo 94, III).
Sean nuestras familias ese canto silencioso de esperanza, capaz de difundir con su vida la luz de Cristo, «para que la alegría del evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz» (Francisco I, Evangelii Gaudium, 288).
A todos ustedes les encomiendo a la intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret, modelo perfecto que Dios ofrece como respuesta al grito desesperado de ayuda de tantas familias. Al imitarla, nuestros hogares serán antorchas vivas de la luz de Dios. Que el Señor les bendiga. Muchas gracias y enhorabuena por la labor realizada.
León XIV