Al Consejo Antiusura Italiano

Sala Clementina
Vaticano, 18 octubre 2025

Estimado presidente y representantes del Consejo Nacional Antiusura, queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Me uno a mis predecesores para agradecerles el compromiso que han demostrado durante treinta años para combatir un problema que tiene un impacto devastador en la vida de tantas personas y familias.

El fenómeno de la usura evoca la corrupción del corazón humano, y tiene una larga y dolorosa historia, ya atestiguada en la Biblia. De hecho, los profetas denunciaron la usura, junto con la explotación y toda forma de injusticia hacia los pobres. El profeta Isaías, en nombre del Señor, plantea esta pregunta: «¿No es este el ayuno que yo escogí: desatar las ataduras de la injusticia, soltar las correas del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper todo yugo?» (Is 58,6).

¡Cuán lejos de Dios está la actitud de quienes oprimen a las personas hasta el punto de esclavizarlas! La usura es un pecado grave, y a veces gravísimo, porque no puede reducirse a una simple contabilidad. La usura puede causar crisis en las familias, puede desgastar la mente y el corazón hasta el punto de llevar a considerar el suicidio como la única salida.

La dinámica negativa de la usura se manifiesta en varios niveles.

Existe un tipo de usura que aparentemente busca ayudar a quienes atraviesan dificultades económicas, pero que pronto se revela como lo que es: una carga agobiante. Los más vulnerables sufren las consecuencias, como quienes son víctimas del juego. Sin embargo, también afecta a quienes enfrentan momentos difíciles, como tratamientos médicos extraordinarios o gastos inesperados que superan sus posibilidades y las de su familia. Lo que inicialmente parece una ayuda, a la larga se convierte en un tormento.

Esto es algo que ocurre en países de todo el mundo. Desafortunadamente, los sistemas financieros usureros pueden doblegar a poblaciones enteras. De igual manera, no podemos ignorar a quienes se dedican a «prácticas usurarias y mercantiles en el comercio, causando hambre y muerte entre sus hermanos en la humanidad» (CIC, 2269). Sus responsabilidades son graves, y alimentan estructuras inicuas de pecado.

La pregunta que siempre surge es la misma: ¿Acaso los menos dotados no son seres humanos? ¿Acaso los débiles no tienen la misma dignidad que nosotros? ¿Acaso quienes nacen con menos posibilidades son menos valiosos como seres humanos, limitados solo a sobrevivir?

El valor de nuestras sociedades depende de la respuesta que demos a estas preguntas, y nuestro futuro depende de ello. O recuperamos nuestra dignidad moral y espiritual, o caemos como en un pozo de inmundicia (León XIV, Dilexi Te, 95).

Por eso es tan valiosa la labor de quienes, como ustedes, se comprometen a desalentar la usura y a erradicarla. Su labor está particularmente en sintonía con el espíritu y la práctica del jubileo, y bien puede contarse entre los signos de esperanza que caracterizan este año santo.

Reflexionando sobre las raíces evangélicas de este servicio, me gustaría invitarlos a meditar en la actitud de Jesús hacia Zaqueo, el jefe de los recaudadores de impuestos de Jericó (Lc 19,1-10). Estaba acostumbrado al abuso, la opresión y el acoso, y era normal que alguien como él se aprovechara de su posición para explotar a la gente y lucrarse saqueando a los más débiles.

Jesús mismo fue quien buscó a Zaqueo. Lo llamó y le dijo que quería quedarse en su casa. Y entonces sucedió lo impensable, cuando la generosidad de Jesús desplazó por completo a ese hombre, y lo puso contra la pared.

Al recobrar la cordura, Zaqueo se dio cuenta de su error, y decidió pagar con intereses cuando dijo: «Señor, la mitad de mis bienes daré a los pobres, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más» (Lc 19,8). Nadie le pidió tanto, ni siquiera la ley mosaica, pero su encuentro con Cristo transformó su corazón, y entonces todo cambió.

Sólo la generosidad es tan eficaz como para revelarnos el sentido de nuestra humanidad. Cuando prevalece el afán de lucro, los demás dejan de ser personas, dejan de tener rostro, son meros objetos de explotación, y terminamos perdiéndonos a nosotros mismos y a nuestras propias almas. La conversión de quienes cometen usura es tan importante como nuestra cercanía a quienes la padecen.

Queridos, les animo a continuar su misión, que es aún más válida porque expresa un compromiso comunitario, apoyado por los pastores de la Iglesia. Rezo por ustedes, encomendándoles a la intercesión del apóstol San Mateo, y les bendigo de todo corazón. Gracias.

León XIV