A los frailes de diversas congregaciones
Sala
Clementina
Vaticano, 18 septiembre 2025
Queridos hermanos, estoy muy contento de encontrarme con ustedes con motivo de sus capítulos y asambleas. Saludo a los superiores generales presentes y a todos ustedes, comprometidos en estos días en una labor de escucha y discernimiento.
Algunas de sus congregaciones son electivas, y también esto es un gran don para la Iglesia y una gran responsabilidad, que confiamos juntos al Señor. El caso de sus institutos «es un testimonio espléndido y variado, en el que se refleja la multiplicidad de los dones otorgados por Dios a los fundadores y fundadoras que, abiertos a la acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo poco a poco» (Juan Pablo II, Vita Consecrata, 9).
San Gaspar del Bufalo, en la Roma del siglo XIX, con las misiones populares, y la difusión de la devoción a la sangre de Cristo, se comprometió a combatir el espíritu rampante de "impiedad e irreligión" que afligía a su época.
Jean Claude Colin emprendió en Francia una empresa similar, inspirándose en su apostolado en el espíritu de humildad y escondimiento de María de Nazaret.
Por último, en los años noventa del siglo XX, siguiendo los pasos de San Francisco y San Maximiliano Kolbe, nacieron los Franciscanos de la Inmaculada.
Esta es la poliédrica herencia que les trae aquí hoy, y de ella podemos destacar algunos aspectos unificadores.
El primer aspecto es la importancia, en la vocación religiosa que comparten, de la vida en común, como lugar de santificación y fuente de inspiración, testimonio y fuerza en el apostolado. En ella «la energía del Espíritu que está en uno pasa contemporáneamente a todos» (Juan Pablo II, op.cit, 42) y «no solo se disfruta del propio don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio» (Ibid, 42).
No en vano, el Espíritu Santo inspiró a quienes les precedieron a unirse a las hermanas y hermanos que la Providencia puso en su camino, para que en la comunión de los buenos se multiplicara y creciera el bien. Así fue en los inicios de sus fundaciones y a lo largo de los siglos, y así sigue siendo ahora.
El segundo aspecto en el que me gustaría detenerme es el valor fundamental, en la consagración religiosa, de la obediencia como acto de amor. Jesús nos dio ejemplo de ello en su relación con el Padre: «No busco mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado» (Jn 5,30).
A este respecto, San Agustín subraya con fuerza la estrecha relación que existe, en la vida cristiana, entre la obediencia y el amor verdadero: «Les importa la caridad. Ahora bien, la obediencia es su hija, la raíz está bajo tierra, los frutos a la vista. No creo en lo que está arraigado en la tierra si no veo lo que cuelga de la rama. ¿Tienes la caridad? ¡Muéstrame su fruto! Haz que yo vea la obediencia. Que yo pueda abrazar a la hija para reconocer la fecundidad de la madre» (Homilías, CCCLIX, 12).
Hoy en día, hablar de obediencia no está muy de moda, y hasta se considera una renuncia a la propia libertad. No obstante, esto no es así. La obediencia, en su significado más profundo de escucha activa y generosa del otro, es un gran acto de amor con el que se acepta morir a uno mismo para que el hermano y la hermana puedan crecer y vivir.
Profesada y vivida con fe, la obediencia traza un camino luminoso de entrega, que puede ayudar mucho al mundo en el que vivimos a redescubrir el valor del sacrificio, la capacidad de relaciones duraderas y una madurez en el estar juntos que va más allá del sentir del momento para consolidarse en la fidelidad. La obediencia es una escuela de libertad en el amor.
El tercer aspecto en el que me gustaría detenerme es la atención a los signos de los tiempos. Sin esta mirada abierta y atenta a las necesidades reales de los hermanos, ninguna de sus congregaciones habría nacido jamás. Sus fundadores y fundadoras fueron personas capaces de observar, evaluar, amar y luego partir, incluso a riesgo de grandes sufrimientos, incluso a costa de perder lo propio, para servir a los hermanos en sus necesidades reales, reconociendo en la indigencia del prójimo la voz de Dios.
Por eso es importante que trabajen en la memoria viva de esos valientes comienzos. Y no en el sentido de «hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han impulsado» (Francisco I, A todos los consagrados en el Año de la Vida Consagrada, I, 1), identificando sus potencialidades, tal vez aún inexploradas, para ponerlas al servicio del «aquí y ahora».
Queridísimos, sé cuánto bien hacen cada día, en muchas partes del mundo, un bien a menudo desconocido a los ojos de los seres humanos, ¡pero no a los de Dios! Les doy las gracias y les bendigo de corazón, animándoles a continuar con fe y generosidad su misión. ¡Gracias!
León XIV