A la Obra de San Francisco
Sala
Clementina
Vaticano, 1 septiembre 2025
Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!
Me alegra encontrarme con ustedes, miembros de la Obra San Francisco para los Pobres. Desde hace casi 70 años, su institución se compromete a «garantizar asistencia y acogida a las personas necesitadas y favorecer una promoción humana integral de la persona en la línea de la tradición cristiana, especialmente franciscana, de la doctrina de la Iglesia y de su magisterio» (Estatutos, 3).
La obra nació del gran corazón de un humilde fraile portero, el venerable fraile Cortinovis, sensible a las necesidades de los pobres que llamaban a la puerta del capuchino Convento Viale Piave de Milán. El buen religioso le había pedido al Señor que le ayudara a brindar una mejor asistencia a estos amigos, y la Providencia le respondió, poniendo a su lado a otra persona generosa: el doctor Grignani. Así comenzó la hermosa aventura de la que todos ustedes, hoy, son testigos y protagonistas.
Lo que hacen se inscribe en la tradición franciscana. Por eso es bueno recordar estas palabras de San Francisco sobre los pobres: «Cuando ves a un pobre, se te pone delante el espejo del Señor y de su madre pobre. Del mismo modo, en los enfermos, sé capaz de ver las enfermedades de las que se revistió Jesús» (San Buenaventura, Leyenda Mayor, VIII, 5).
Otro día, queriendo dar su manto a un necesitado y reflexionando sobre el compartir fraterno de los dones de Dios, Francisco afirmó: «Es menester que le devolvamos a este pobrecillo el manto, porque es suyo, pues lo hemos recibido prestado hasta tanto no encontráramos otra persona más pobre» (Fuentes Franciscanas, 1143).
Queridos hermanos, hoy recordamos una historia de caridad que, nacida de la fe de un hombre, floreció dando vida a una gran comunidad promotora de la paz y la justicia. Celebramos una historia no de benefactores y beneficiados, sino de hermanos y hermanas que se reconocen, los unos a los otros, como don de Dios, presencia suya, ayuda recíproca en un camino de santidad. Honramos al cuerpo de Cristo, llagado y al mismo tiempo en continua curación, cuyos miembros se ayudan unos a otros, unidos a la Cabeza en el mismo amor (San Agustín, Homilías, LIII, 6). Precisamente por eso vemos un cuerpo vivo, que crece día a día hacia su plena madurez.
En los estatutos de la Obra de San Francisco se subrayan tres dimensiones de su trabajo, que constituyen aspectos complementarios y fundamentales de la caridad: asistir, acoger y promover.
Asistir significa estar presente ante las necesidades del prójimo. En este sentido, es impresionante la cantidad y variedad de servicios que, a lo largo de los años, han logrado organizar y ofrecer a quienes acuden a ustedes: desde los comedores hasta el ropero, desde las duchas hasta los consultorios, desde los servicios de apoyo psicológico hasta el asesoramiento laboral, por citar algunos ejemplos, llegando a ayudar de diversas maneras a más de 30.000 personas al año.
A esto se suma el acoger. Es decir, hacer espacio al otro en el propio corazón, en la propia vida, donando tiempo, escucha, apoyo, oración. Es la actitud de mirar a los ojos, de dar la mano, de inclinarse, tan querida por el papa Francisco (Catequesis, 9-IV-2016), la que nos impulsa a cultivar, en nuestros entornos, un clima familiar, y la que nos ayuda a superar la soledad del yo a través de la luminosa comunión del nosotros (Vigilia de Oración, 11-VIII-2018). ¡Cuánta necesidad hay de difundir esta sensibilidad en nuestra sociedad, donde a veces, en cambio, el aislamiento es dramático!
Y así llegamos al tercer punto: promover. Aquí entran en juego el desinterés del don y el respeto de la dignidad de las personas, por lo que se cuida a los que se encuentran simplemente por su bien, para que puedan crecer en todo su potencial y seguir su camino, sin esperar nada a cambio y sin imponer condiciones.
Tal como hace Dios con cada uno de ustedes, indicándoles un camino, ofreciéndoles toda la ayuda necesaria para recorrerlo, pero dejándoles luego libres. San Juan Pablo II, a este respecto, escribía: «Se trata de hacer crecer efectivamente la dignidad y la creatividad de cada persona, su capacidad de responder a su propia vocación y, por tanto, a la llamada de Dios que en ella está contenida» (Centesimus Annus, 29).
Esta es, queridos míos, la tarea que la Iglesia les confía, en beneficio de las personas que gravitan en torno a las estructuras que gestionan y también de toda la sociedad. Vivir la caridad en la atención al bien integral del prójimo, de hecho, «es una gran oportunidad para el crecimiento moral, cultural y también económico de toda la humanidad» (Ibid, 28). ¡Gracias por lo que hacen y por el testimonio que dan con su camino juntos! Los acompaño con mis oraciones, y los bendigo de corazón.
¡Gracias! ¡Paz y bien! ¡Muchas felicidades y gracias a todos ustedes!
León XIV