En el Domingo XXX Ordinario
Plaza
San Pedro
Vaticano, 26 octubre 2025
Queridos hermanos y hermanas, hoy el evangelio (Lc 18,9-14) nos presenta a dos personajes, un fariseo y un publicano, que oran en el templo.
El primero se jacta de una larga lista de méritos. Las buenas obras que realiza son muchas, y por eso se siente mejor que los demás, a quienes juzga con desprecio. Se mantiene de pie, con la frente en alto. Su actitud es claramente presuntuosa: denota una observancia exacta de la ley, sí, pero pobre en amor, hecha de haber y tener, de deudas y créditos, carente de misericordia.
El publicano también está rezando, pero de manera muy diferente. Tiene mucho por qué pedir perdón, porque es un recaudador de impuestos al servicio del Imperio Romano, trabaja con un contrato público y especula con los ingresos en detrimento de sus propios compatriotas. Al final de la parábola, Jesús nos dice que, de los dos, es precisamente él quien vuelve a casa justificado. Es decir, perdonado y renovado por el encuentro con Dios. ¿Por qué?
En primer lugar, el publicano tiene el valor y la humildad de presentarse ante Dios. No se encierra en su mundo, no se resigna al mal que ha hecho. Abandona los lugares donde es temido, seguro, protegido por el poder que ejerce sobre los demás. Acude al templo solo, sin escolta, aun a costa de enfrentarse a miradas duras y juicios severos, y se coloca delante del Señor, al fondo, con la cabeza inclinada hacia abajo, pronunciando unas pocas palabras: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (v.13).
Con ello, Jesús nos da un mensaje poderoso: que no es ostentando nuestros méritos como nos salvamos, ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, pidiendo perdón y confiando en la gracia del Señor.
Al comentar este episodio, San Agustín compara al fariseo con un enfermo que, por vergüenza y orgullo, oculta sus llagas al médico, y al publicano con otro que, con humildad y sabiduría, muestra al médico sus heridas, por muy feas que sean, y le pide ayuda. Y concluye: «No es, pues, extraño que saliera más curado el publicano, que no tuvo reparos en mostrar lo que le dolía» (Homilías, CCCLI, 1).
Queridos hermanos y hermanas, hagamos lo mismo. No tengamos miedo de reconocer nuestros errores, de ponerlos al descubierto asumiendo nuestra responsabilidad y confiándolos a la misericordia de Dios. Así podrá crecer, en nosotros y a nuestro alrededor, su Reino, que no pertenece a los soberbios, sino a los humildes, y que se cultiva, en la oración y en la vida, a través de la honestidad, el perdón y la gratitud.
Pidamos a María, modelo de santidad, que nos ayude a crecer en estas virtudes.
León XIV