Sábado

34ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 22,1-7

1 Me mostró entonces el ángel un río de agua viva, transparente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. 2 En medio de la plaza de la ciudad, a uno y otro lado del río, había un árbol de vida que daba doce cosechas, una cada mes, cuyas hojas servían de medicina a las naciones.

3 Ya no habrá nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del Cordero, en la que sus servidores le rendirán culto, 4 contemplarán su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. 5 Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos.

6 Y alguien me dijo:

-Éstas son palabras verdaderas y dignas de crédito. El Señor Dios, que inspiró a los profetas, ha enviado a su ángel para mostrar a sus servidores lo que ha de ocurrir en breve.

7 Mira que estoy a punto de llegar. ¡Dichoso el que preste atención a las palabras proféticas de este libro!


La última visión del libro del Apocalipsis nos presenta «un río de agua viva» (v 1) y «un árbol de vida» (v 2) sorprendentemente fructífero, cuyas hojas tienen también un poder terapéutico. Las imágenes son extremadamente claras; más aún, la claridad se hace cada vez mayor al final de este libro. El evangelio que de él procede, la bienaventuranza prometida, la perspectiva de gran bienestar, están delante de todos nosotros, están a nuestra disposición: «Ya no habrá nada maldito... Ya no habrá noche... el Señor Dios alumbrará a sus moradores» (vv. 3.5): aquí se indica el paso de las imágenes a la realidad. La luz que necesita el creyente es su Dios; la medicina que necesita es su Redentor; la vida que anhela sólo puede ser don de Dios.

El libro del Apocalipsis no puede dejar de acabar con una perspectiva profética: «Mira que estoy a punto de llegar» (v. 7a). A esta promesa le sigue una bienaventuranza: «¡Dichoso el que preste atención a las palabras proféticas de este libro!» (v 7b; cf. 1,3). Es fácil intuir que la bienaventuranza del creyente está ligada, en parte, a las palabras de Jesús consignadas en el evangelio y, en parte, a esta promesa.

Estamos, efectivamente, en camino, entre el ya y el todavía no, sostenidos por la fe y animados por la esperanza: por eso nuestra bienaventuranza sigue estando incompleta, hasta que vuelva el Señor para llevar a cabo un encuentro de comunión y de paz perennes.

 

Evangelio: Lucas 21,34-36

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 34 Procurad que vuestros corazones no se emboten por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, porque entonces ese día caerá de improviso sobre vosotros. 35 Ese día será como una trampa en la que caerán atrapados todos los habitantes de la tierra. 36 Velad, pues, y orad en todo tiempo, para que os libréis de todo lo que ha de venir y podáis presentaros sin temor ante el Hijo del hombre.


Dos son los aspectos que pone Jesús de relieve en esta parte final del «discurso escatológico»: negativamente, pone en guardia contra el debilitamiento interior; positivamente, invita a tener ánimo y fuerza en vistas al testimonio. Ahora bien, la intención primaria de Jesús es preparar a sus discípulos para la lucha espiritual que no dejará de caracterizar su experiencia histórica. En las palabras de Jesús podemos intuir que, si han de ser temibles los ataques del exterior, no lo serán menos las debilidades interiores. La fidelidad al Evangelio exige vigilancia sobre nosotros mismos y fuerza de resistencia con los otros.

«Velad, pues, y orad en todo tiempo» (v 36): en esta doble invitación vemos sintetizadas las actitudes necesarias -más aún, indispensables- para quien pretenda considerarse discípulo de Jesús. Estas dos actitudes, bien consideradas, no tienen que ver sólo con la vida personal, sino también con la comunitaria; son, sobre todo, el indicador de una expectativa y una esperanza que deben consumarse todavía. Con la certeza de que todos deberemos comparecer «ante el Hijo del hombre» (v 36), nos indica Jesús la necesidad de proceder a algunas opciones decisivas, sin las cuales sería incierto nuestro camino. En primer lugar, vigilancia: ésta implica un examen crítico del tiempo en el que vivimos, una presencia crítica en el tejido social en el que trabajamos y discernimiento crítico de las propuestas de salvación que vienen de otras orillas. En segundo lugar, renuncia: a fin de prepararnos para el encuentro con el Señor, para mantenernos en una actitud de pureza interior y exterior, y no mostrarnos indulgentes con las seducciones del mundo y del Maligno.


MEDITATIO

Quien quiera seguir a Jesús por el camino de la salvación ha de saber que es ciertamente importante creer en él y mantener fijo el corazón en sus enseñanzas, pero es igualmente importante perseverar por ese camino hasta el final. El tema de la perseverancia caracteriza todo el «discurso escatológico» de Jesús y, en consecuencia, nuestra vida de creyentes. No es difícil entrever la dimensión dramática de la vida cristiana: en primer lugar, porque existe la posibilidad de que seamos encontrados sin estar preparados para el momento en el que vuelva el Señor. Esta posibilidad podría suscitarnos también sentimientos de desconfianza y de desesperación; en realidad, puede ponernos en una actitud de humildad, de expectativa y, por ello, de oración.

En esto consiste el valor de la oración cristiana y de su enlace con la actitud de la vigilancia: la asiduidad a la oración nos mantiene cada vez más vigilantes; por otra parte, la vigilancia nos permite dar tiempo a la oración. De este modo, la vida cristiana cobra una unidad profunda que nos ayuda a superar toda dicotomía o confusión. El tiempo en que vivimos es dramático también para nuestra debilidad personal: por ese motivo alude Jesús a la fuerza necesaria para escapar a todo lo que va a suceder. Esa fuerza es don de Dios y ha de ser pedida en la oración, pero esa fuerza crece asimismo con el ejercicio de la fidelidad evangélica en la perseverancia a toda costa.


ORATIO

«Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos». Estoy contento, Señor, porque he comprendido que la alegría de creer está comprometida en ocasiones por la alegría de vivir; porque mientras saboreo todo el sentido de mi fragilidad me encuentro sumergido en una realidad infinita y eterna.

Estoy contento porque he comprendido que el secreto de la alegría consiste más en dar que en recibir; porque me haces comprender que la alegría no consiste en saciar mis deseos, sino en responder a tus planes. Estoy contento porque he comprendido que la alegría no se puede comprar: es un modo de ser; porque voy experimentando que un estado de alegría contagia cada experiencia y transforma nuestra propia vida y la de los otros.

Es pecado, Señor, que el mundo no crea e insista en buscarte en el sepulcro entre los muertos. Pero tú has resucitado... y saberlo es nuestra alegría.


CONTEMPLATIO

Que ninguno de vosotros diga que nuestra carne no será juzgada ni resucitará; reconoced, por el contrario, que ha sido por medio de esta carne en la que vivís como habéis sido salvados y habéis recibido la visión. Por ello, debemos mirar nuestro cuerpo como si se tratara de un templo de Dios. Pues, de la misma manera que habéis sido llamados en esta carne, también en esta carne saldréis al encuentro del que os llamó. Si Cristo, el Señor, el que nos ha salvado, siendo como era espíritu, quiso hacerse carne para podernos llamar, también nosotros, por medio de nuestra carne, recibiremos la recompensa.

Amémonos, pues, mutuamente, a fin de que podamos llegar todos al Reino de Dios. Mientras tenemos tiempo de recobrar la salud, pongámonos en manos de Dios, para que él, como nuestro médico, nos sane, y demos los honorarios debidos a este nuestro médico. ¿Qué honorarios? El arrepentimiento de un corazón sincero. Porque él conoce de antemano todas las cosas y penetra en el secreto de nuestro corazón. Tributémosle, pues, nuestras alabanzas no solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón, a fin de que nos acoja como hijos. Pues el Señor dijo: Mis hermanos son los que cumplen la voluntad de mi Padre (de la homilía de un autor del siglo II).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Mira que estoy a punto de llegar» (Ap 22,7).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Los grandes hombres nos parecen grandes atrevidos, pero, en realidad, son hombres que obedecen más que los otros. Les guía la voz soberana. Y puesto que les guía un instinto procedente de esa voz, toman, siempre con valor —y, en ocasiones, con una gran humildad— el puesto que la posteridad les otorgará más tarde, atreviéndose a realizar esos gestos y a arriesgar esas invenciones que con tanta frecuencia contrastan con su ambiente, sin miedo a afrontar sus sarcasmos. No tienen miedo porque, si bien parecen aislados, no se sienten solos. Tienen de su parte lo que al final decide todo. Presagian su destino futuro.

Nosotros, que debemos concebir, sin duda, una humildad bien diferente, debemos inspirarnos, sin embargo, en el mismo objetivo. La alteza juzga a la pequeñez. Quien no tiene el sentido de las grandezas se exalta o se abate con facilidad, algunas veces al mismo tiempo. Puesto que no siente el viento de las grandes empresas, el transeúnte duda perezosamente de los declives. Siempre conscientes de la inmensidad de lo verdadero y del carácter exiguo de nuestros recursos, nunca emprenderemos nada que esté por encima de nuestra capacidad y llegaremos hasta el límite de la misma. Seremos felices, por tanto, con lo que se nos haya concedido en proporción a nuestras fuerzas (A. D. Sertillanges).