Miércoles

34ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 15,1-4

Yo, Juan, 1 vi en el cielo otra señal grande y maravillosa: siete ángeles que llevaban las siete últimas plagas con las que había de consumarse la ira de Dios. 2 Vi también algo semejante a un mar, mezcla de fuego y de cristal; sobre este mar de cristal estaban, con las cítaras que Dios les había dado, los vencedores de la bestia, de su estatua y de su nombre cifrado. 3 Cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo:

Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios todopoderoso;
justo y fiel tu proceder,
rey de las naciones.
4 ¿Cómo no respetarte, Señor?
¿Cómo no glorificarte?
Sólo tú eres santo,
y todas las naciones
vendrán a postrarse ante ti,
porque se han hecho patentes
tus designios de salvación.


La referencia de este fragmento a los grandes hechos del Éxodo es más que evidente: debemos establecer un puente entre el fin y el principio, entre lo que profetiza el apóstol Juan y lo que Dios, al principio de la historia de la salvación, llevó a cabo en favor de su pueblo. Jesús, el Cordero inmolado, para introducir a los elegidos en el Reino del Padre, los hará pasar a través del «mar», que es el símbolo del mundo sumergido en el pecado. Este paso será, por tanto, una pascua auténtica, una liberación de todo lo que es malo para alcanzar la salvación. El don de Dios tiene una eficacia particular: hace salir de Egipto, tierra de la esclavitud, y hace entrar en la tierra prometida, «una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,8); libera del pecado e introduce en la comunión de vida con él.

Este pueblo, precisamente por haber sido liberado, expresa su alegría mediante el canto; más exactamente, con «el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (v. 3). La referencia a Ex 15,1ss es clara y resulta iluminadora. También el salmo responsorial de esta liturgia de la Palabra evoca el gran acontecimiento, y por eso corresponde muy bien a la alegría de un pueblo de salvados. Este don de la salvación asume una dimensión universal: el paso del Antiguo al Nuevo Testamento lo atestigua. «Todas las naciones vendrán a postrarse ante ti» (v. 4b): el don de Dios pasa a través de Israel, pero se abre a toda la humanidad. Dios no reserva sus dones sólo para algunos, sino que los ofrece a todos. De este modo alcanza su meta el mensaje del Apocalipsis.

 

Evangelio: Lucas 21,12-19

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 12 os echarán mano y os perseguirán, os arrastrarán a las sinagogas y a las cárceles, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre. 13 Esto os servirá para dar testimonio. 14 Haceos el propósito de no preocuparos por vuestra defensa, 15 porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a los que no podrá resistir ni contradecir ninguno de vuestros adversarios. 16 Seréis entregados incluso por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y a algunos de vosotros os matarán. 17 Todos os odiarán por mi causa. 18 Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. 19 Si os mantenéis firmes, conseguiréis salvaros.


El «discurso escatológico» prosigue con un lenguaje profético que dibuja el futuro de la vida de los creyentes y de la historia de la primera comunidad cristiana. Ahora bien, con una perspectiva más dilatada, las profecías de Jesús tienen que ver con los creyentes y con la comunidad creyente de todos los tiempos. En estas expresiones de Jesús podemos reconocer, prácticamente, una síntesis de los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, casi un preludio a la historia de la Iglesia naciente, en la que la persecución es signo de segura pertenencia a Jesús en la fe y de plena participación en su destino pascual; es un signo del acercamiento del Reino de Dios y es un estímulo para mantener vivo el deseo del retorno del Señor.

Ahora bien, ¿por qué tiene que caracterizar la persecución la vida de los discípulos de Jesús y de la comunidad creyente? A buen seguro, no por una finalidad puramente negativa, ni sólo para poner a prueba la fidelidad de los seguidores de Jesús, sino para que éstos tengan la oportunidad de «dar testimonio» (v 13) del Señor resucitado y de su Evangelio.

El don de la fe implica el deber de la misión y no puede dejar de expresar la alegría de la evangelización. Jesús no sólo se preocupa de confiar una misión, sino de indicar asimismo su método y su estilo. El testimonio de los discípulos, en efecto, será eficaz únicamente si es capaz de proseguir en el mundo el estilo pascual del testimonio de Jesús. No les hará falta preparar su propia defensa (v. 14); no se les permitirá recurrir a métodos de defensa puramente humanos; no se les permitirá recurrir a estrategias terrenas. En cambio, sí necesitarán vivir de pura fe, abandonarse por completo al poder de Dios, confiar únicamente en la divina providencia, con la certeza de que lo que es humanamente imposible será divinamente seguro. El Señor resucitado no dejará ciertamente a sus testigos fieles sin una elocuencia extraordinaria y un coraje indómito (v 15). Todo esto, en términos bíblicos, recibe el nombre de perseverancia, que es el distintivo de los mártires.


MEDITATIO

En el fragmento evangélico que acabamos de leer hemos oído dos veces la expresión «por causa de mi nombre». Más adelante, hemos oído afirmar a Jesús: «Yo os daré un lenguaje y una sabiduría». Las exhortaciones de Jesús, que tienen un pronunciado carácter profético, tienden a liberar a los testigos de preocupaciones excesivamente humanas, personales, para concentrar su atención en su nombre, esto es, en su persona y en lo que él está dispuesto a hacer en su favor.

Es así como podemos captar el valor específico del testimonio cristiano: éste vale no tanto por lo que las personas sepan o puedan expresar como por el don divino que, a través de su Palabra, se manifiesta. El testigo se convierte entonces en signo concreto y manifestador de una presencia superior; sus palabras transmiten un mensaje divino; su martirio es prolongación del martirio de Jesús.

Para esta prueba extrema que es el martirio, se les asegura a los testigos la presencia consoladora de Jesús, que no sólo los hace extraordinariamente elocuentes, sino, en cierto modo, también invulnerables: «Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá». Esta divina seguridad encontrará amplia confirmación en el martirologio cristiano: no sólo en el que aparece en los Hechos de los Apóstoles, sino también en el que caracterizará de modo particular la historia de la Iglesia de los primeros siglos.

Podemos constatar, por tanto, que el martirio, en el marco de la historia bíblica y cristiana, caracteriza a la comunidad de los creyentes tanto del Antiguo (basta con pensar en el martirio de los siete hermanos Macabeos y en el de su madre) como del Nuevo Testamento.


ORATIO

Oh Señor, tú que eres «el Sufridor» por excelencia, ayúdanos a comprender que de la fidelidad a nuestra misión brota la disponibilidad al sufrimiento: sufrir para ser fieles a nuestra propia vocación o, mejor aún, a ti, que nos has llamado por nuestro nombre. Sufrir no como masoquistas, sino para llevar a cabo un designio de liberación en favor de los hermanos y para tu gloria. Sufrir para ser coherentes con un plan de valores, pagando con la rebelión de nuestras pasiones y con el rechazo de quienes no piensan como nosotros. Sufrir convencidos de que podemos y debemos eliminar el sufrimiento inútil sustituyéndolo por un sufrimiento consciente y paciente.

Sólo así tendremos esa paz que simboliza el mar de cristal y se ofrece a quien, tras haber pasado por el fuego de la prueba, sale de él purificado y renovado. Oh Señor, da vigor a tus promesas, haznos perseverantes en tu amor, tú que eres el Dios fiel.


CONTEMPLATIO

Es la intención lo que hace buena la obra, y la intención está dirigida por la fe. No hay que prestar demasiada atención a lo que hace el hombre, sino a lo que pretende al obrar, al fin hacia el que dirige el brazo de su guía óptima.

Supón que un hombre gobierna de manera óptima su nave, pero se ha olvidado de la meta hacia la que se dirige. Aquí lo tenemos: sabe dirigir de modo experto el timón, sabe moverlo de manera óptima, sabe embestir de proa a las olas, sabe protegerse para que éstas no le embistan por los costados; está dotado de tanta fuerza que puede hacer virar la nave hacia donde quiere y desde donde quiere, pero ¿de qué le vale todo esto si cuando le preguntan a dónde va contesta que no lo sabe; o bien, aunque no diga que no lo sabe, sino que va a tal puerto, no se dirige en absoluto hacia ese puerto, sino hacia los escollos?

Ésta es también la condición de quien corre de manera óptima pero fuera del camino. ¿No habría sido mejor y menos peligroso que ese timonel hubiera sido bastante menos capaz, de modo que llevara el timón con trabajo y dificultad, pero mantuviera, sin embargo, el rombo justo y debido; y, por otra parte, que ese otro hubiera sido tal vez incluso más perezoso y más lento, pero, sin embargo, hubiera marchado por el camino, antes que correr velozmente fuera del mismo? Es óptimo, por tanto, aquel que mantiene el camino y lo sigue expedito; y siempre se puede esperar también a quien, cojeando un poco, no se sale del camino totalmente, no se detiene, sino que progresa, aunque sea poco a poco. Cabe esperar, en efecto, que este último llegará, quizás más tarde, a su meta (Agustín de Hipona).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Sólo tú eres santo» (Ap 15,4).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Siguiendo la misma lógica de su propósito de historiador, Lucas dirige más su atención a los efectos exteriores y visibles de la acción del Espíritu que a la transformación interior por la que se interesa el teólogo Pablo. Este último permanece en la línea dominante de la Biblia, en la que el Espíritu se manifiesta sobre todo como Espíritu profético, que impulsa a hablar y da fuerza al testimonio de aquel a quien inspira. Lucas prefiere ver en el Espíritu el principio del dinamismo que asegura la difusión del mensaje evangélico y la expansión de la Iglesia. La fe que lleva al bautismo y procura la remisión de los pecados es un preliminar para la acogida de esta fuerza que impulsa al cristiano y a la Iglesia hacia el exterior. A buen seguro, no sin proporcionar un fortalecimiento interior; aunque no es éste el aspecto que interesa a Lucas: el tercer evangelista no piensa nunca, por ejemplo, en considerar el don del Espíritu como un anticipo de la vida eterna.

El Espíritu aparece, pues, en Lucas menos como una realidad constitutiva de la Iglesia que como la fuerza motriz de su crecimiento. No es la pneumatología de Lucas la que nos proporcionará la clave de su eclesiología (J. Dupont).