Lunes

34ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 14,1-3.4b-5

Yo, Juan, 1 volví a mirar y he aquí que el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión. Estaban con él los ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre escrito en la frente. 2 Y oí una voz que venía del cielo, voz como de aguas caudalosas y truenos fragorosos. Sin embargo, la voz que oí era como el sonido de citaristas tocando sus cítaras. 3 Cantaban un cántico nuevo delante del trono, de los cuatro seres vivientes y de los ancianos. Un cántico que nadie podía aprender, excepto aquellos ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. 4 Estos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va, los rescatados de entre los hombres como primeros frutos para Dios y para el Cordero, 5 los de labios sinceros y conducta irreprochable.


El libro del Apocalipsis, a medida que se desarrolla el drama, compromete con su mensaje a un número cada vez mayor de personas: el pueblo de los elegidos entra en una relación maravillosa con Dios y con Jesús, el Cordero inmolado. La perspectiva eclesial caracteriza, por consiguiente, el mensaje del evangelista Juan; más aún, si la consideramos bien, la perspectiva se vuelve universal. El símbolo numérico empleado en este texto bíblico es muy claro: «Ciento cuarenta y cuatro mil» (vv. 1.3b) corresponde, en efecto, a 12 x 12 x 1.000, producto de tres números que -cada uno de ellos- significan perfección. Es como decir que éste no ha de ser considerado un número cerrado, sino un número abierto que encontrará su perfección sólo cuando todos los llamados sean también elegidos.

El otro símbolo empleado por Juan es el del monte, «el monte Sión», en el que se reúnen todos los que llevan en la frente el nombre del Cordero y el de su Padre (v. 1). Tener el nombre significa entrar en una relación muy especial con la persona: en este caso, el pueblo de los elegidos se caracteriza por su especial relación con Dios y con Jesús. Mediante la fe es como se entra a formar parte de este pueblo que es la comunidad de los que invocan el Nombre y reconocen en él la fuente de su salvación. Es un pueblo que cree, y por eso canta: «Cantaban un cántico nuevo delante del trono, de los cuatro seres vivientes y de los ancianos. Un cántico que nadie podía aprender, excepto aquellos ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra» (v 3). No es difícil reconocer en este cántico el aleluya pascual que se transforma en un aleluya eterno.

 

Evangelio: Lucas 21,1-4

En aquel tiempo, 1 estaba Jesús en el templo y veía cómo los ricos iban echando dinero en el cofre de las ofrendas. 2 Vio también a una viuda pobre que echaba dos monedas de poco valor. 3 Y dijo:

-Os aseguro que esa viuda pobre ha echado más que todos los demás, 4 porque ésos han echado de lo que les sobra, mientras que ésta ha echado, de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir.


Advertimos dos grandes contrastes en esta página evangélica: el que existe entre los «ricos» y la «viuda», y el que existe entre
«lo que sobra» y «lo necesario para vivir». De este modo, Lucas nos hace entrar de inmediato en una situación de vida que -tanto hoy como ayer- nos interpela con todo su dramatismo. El evangelio no nos ofrece exhortaciones piadosas, casi sedantes, sino que nos ilumina con una luz nueva para que podamos leer a fondo y con perspectiva las situaciones históricas en las que vivimos.

Jesús ve y elogia a la viuda pobre; ve y no puede dejar de censurar la acción de los ricos. La mirada de Jesús es como un juicio emitido sobre aquellos que tienen una relación distinta con los bienes, con el dinero. Un juicio que siempre resulta difícil de aceptar, pero que, no obstante, ilumina perfectamente no sólo el gesto, sino también el corazón de las personas.

En primer lugar, Jesús elogia a la viuda pobre por «las dos monedas de poco valor» que ha ofrecido al templo. También aquí se da un fuerte contraste en las palabras de Jesús: dos monedas de poco valor son siempre dos monedas de poco valor, pero Jesús las considera más preciosas que las ricas ofrendas de los acomodados.

¿Cómo pensar en este gesto de la viuda sin compararlo con el de la mujer anónima que, la víspera de la pasión de Jesús, perfumó su cabeza con un perfume precioso? Se trata en ambos casos de una «buena acción», que como tal complace a Jesús bastante más que cualquier otra ofrenda. El poco de la viuda pobre es todo a los ojos de Dios, mientras que el mucho de los ricos es simplemente lo superfluo. También aquí captamos un juicio bastante claro: en efecto, Dios sopesa el valor cualitativo y no sólo el cuantitativo de nuestras acciones. Es sólo él quien lee en nuestros corazones y nos conoce a fondo.


MEDITATIO

La perícopa evangélica nos pone ante una situación que, en su sencillez, nos empuja a una reflexión sobre el valor del don, del don de nosotros mismos. Es evidente que la viuda pobre ha realizado un gesto extremadamente elocuente, mientras que el gesto de los ricos se revela, por lo menos, opaco y mezquino. El gesto del que da con generosidad, pero sobre todo con confianza, revela, por un lado, el corazón del que da y, por otro, el valor de aquel a quien se ofrece el don. En consecuencia, es el corazón lo que da valor y otorga importancia al don. La viuda pobre manifiesta un corazón totalmente abierto a Dios, lleno de una extrema confianza en él, y, al mismo tiempo, manifiesta el valor sumo que tiene Dios para ella. Ese gesto asume, por consiguiente, un valor religioso: es un acto de fe, un acto de abandono en la divina providencia; en último extremo, un acto de adoración.

El don, por tanto, tiene la capacidad de unir y conectar a dos personas: no tanto por el valor de lo que se da como por el valor del corazón del donante y por el valor del corazón de aquel a quien se ofrece el don, sea quien sea. Más aún, desde una perspectiva religiosa, la fe es capaz de llevar a cabo una especie de inversión de los valores, de suerte que el poco de la viuda se convierte en todo, mientras que el mucho de los ricos se convierte en poco. Por último, lo que embellece al don es la intención que lo acompaña, lo orienta y lo consuma: si la finalidad del gesto oblativo es Dios, entonces el don asume un valor excepcionalmente grande. Es Dios quien lo recibe, lo aprecia y lo acepta.


ORATIO

«Dios ama a quien da con alegría» (2 Cor 9,7). Señor, ¿qué sería nuestra vida si fuera tocada por dones con las mismas características y bienaventuranzas que los tuyos?

Dones desinteresados que permitan crecer:
¿conoceríamos la avidez y el engaño?

Dones duraderos basados en promesas fieles y veraces:
¿conoceríamos el divorcio?

Dones generativos que produzcan vida al darse a sí mismos:
¿conoceríamos el aborto?

Dones que se multiplican al ser distribuidos:
¿conoceríamos la indigencia?

Dones que consuelan al que sufre:
¿conoceríamos la soledad?

Dones que perdonan al que se ha equivocado:
¿conoceríamos la venganza o el rencor?

Dones que acogen sin distinción de cultura, de fe, de lengua, de color:
¿conoceríamos la discriminación?

Dones de paz y de fraternidad:
¿conoceríamos la violencia, la guerra, el atropello?

Dones de reconocimiento por las dos moneditas de la viuda:
¿conoceríamos la ingratitud?

Oh Señor, nuestra naturaleza herida y corrupta, so pretexto de acciones nobles, transmite a menudo dones enmascarados por su propio egoísmo y por su propia vanidad. Haz que nuestros dones encarnen sólo las intenciones del amor.


CONTEMPLATIO

Todos los que participamos de la sangre sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con él, como atestigua san Pablo cuando dice, refiriéndose al misterio del amor misericordioso del Señor: No había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo.

Si, pues, todos nosotros formamos un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo unos con otros, sino también en relación con aquel que se halla en nosotros gracias a su carne, ¿cómo no mostramos abiertamente todos esa unidad entre nosotros y en Cristo? Pues Cristo, que es Dios y hombre a la vez, es el vínculo de la unidad.

Y, si seguimos por el camino de la unión espiritual, habremos de decir que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo.

Y así como la virtud de la santa humanidad de Cristo hace que formen un mismo cuerpo todos aquellos en quienes ella se encuentra, pienso que de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los reduce a todos a la unidad espiritual.

Por esto nos exhorta también san Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Pues siendo uno solo el Espíritu que habita en nosotros, Dios será en nosotros el único Padre de todos por medio de su Hijo, con lo que reducirá a una unidad mutua y consigo a cuantos participan del Espíritu (Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan, XI, 11).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Éstos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va» (Ap 14,4).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuál será mi sitio en la casa de Dios? Sé que no me pondrá mala cara, que no me hará sentirme una criatura que no sirve para nada, porque eres, Dios, así: cuando una piedra te sirve para tu construcción, coges el primer guijarro que encuentras, lo miras con una infinita ternura y lo conviertes en esa piedra que necesitas, unas veces con un brillo como el del diamante, otras opaca y sólida como una roca, pero siempre apta para la finalidad que persigues.

¿Qué harás de este guijarro que soy yo, de esta piedrecilla que tú has creado y trabajas cada día con el poder de tu paciencia, con la fuerza invencible de transfiguración que encierra tu amor? Tú haces cosas inesperadas, gloriosas. Arrojas las bagatelas y te pones a cincelar mi vida. Poco importa que me pongas bajo un pavimento que nadie ve, pero que sostiene el esplendor del zafiro, o en la cima de una cúpula que todos miran y quedan deslumbrados. Lo importante es encontrarme cada día allí donde tú me pongas, sin retrasos. Y yo, por más que sea piedra, siento que tengo una voz: quiero gritarte, oh Dios, la felicidad que me produce sentirme maleable en tus manos, para servirte, para ser templo de tu gloria (A. A. Ballestrero).