Viernes

33ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 10,8-11

Yo, Juan, oí una voz del cielo: 8 Vete y toma el libro que tiene abierto en su mano el ángel que está de pie sobre el mar y sobre la tierra.

9 Me acerqué al ángel y le pedí que me diera el libro. Y me respondió:

10 Tomé el libro de la mano del ángel y lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero, cuando lo hube comido, se llenaron mis entrañas de amargor. 11 Y alguien me dijo:


El autor del libro del Apocalipsis está implicado personalmente en el acontecimiento profético. Oye, en efecto, una voz del cielo que le invita a tomar el libro y devorarlo (vv. 8ss). Sigue la orden con prontitud y, apenas lo ha engullido, siente al mismo tiempo dulzura y amargura (v 10). Tenemos aquí un símbolo muy claro de la misión profética a la que está llamado no sólo Juan, sino cualquier miembro del pueblo de Dios. La Palabra, que, aunque está sellada en el gran libro, quiere convertirse en una voz que llega a cada uno de nosotros, nos interpela y nos responsabiliza en nuestra tarea de oyentes y de testigos de la misma. A nadie le es lícito desatenderla o desconocerla: el bautismo fundamenta en cada uno de nosotros el derecho-deber al apostolado entendido como «servicio» a la Palabra.

Dulzura en la boca y amargura en las vísceras: en este contraste advertimos el drama de quien, en relación con la Palabra, siente no sólo el derecho a la escucha, sino también el deber del testimonio. En efecto, el verdadero profeta no puede dejar de compartir el destino de la Palabra, más precisamente de aquel que es la Palabra. Un destino pascual, como bien sabemos, es decir, abierto al sufrimiento y a la alegría, a las tinieblas y a la luz, a la muerte y a la vida. El mandamiento final: «Tienes aún que profetizar» (v. 11), tiene la función de atestiguar que la misión profética para el creyente no es algo opcional, sino -al contrario- objeto de un camino divino y la expresión más genuina de su ser.

 

Evangelio: Lucas 19,45-48

En aquel tiempo, 45 Jesús entró en el templo e inmediatamente se puso a expulsar a los vendedores, 46 diciéndoles:

-Está escrito: Mi casa ha de ser casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones.

47 Jesús enseñaba todos los días en el templo. Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los principales del pueblo trataban de acabar con él. 48 Pero no encontraban el modo de hacerlo, porque el pueblo entero estaba escuchándolo, pendiente de su Palabra.


Esta perícopa evangélica está subdivida claramente en dos partes: en primer lugar aparecen unas palabras de Jesús contra los vendedores del templo; en segundo lugar, un apunte recopilador con el que el evangelista Lucas quiere caracterizar los últimos días de la vida terrena de Jesús.

«Está escrito: Mi casa ha de ser casa de oración» (v 45). Sabemos bien que, para Jesús, el templo de Jerusalén no es el único lugar en el que se puede orar; más aún, en algunas ocasiones ha expresado una valoración crítica con respecto a una concepción demasiado materialista de las instituciones religiosas. Ahora bien, sabemos asimismo que el templo, en cuanto casa de Dios, no puede ser desnaturalizado ni destinado a otras funciones que no sean las litúrgicas: Está prohibido, por tanto, para cualquier intercambio comercial, que transformaría la casa de Dios en una «cueva de ladrones» (v 46; cf. Is 56,7; Jr 7,11).

«Está escrito»: esta frase indica en labios de Jesús no que las profecías determinen el comportamiento de Jesús, sino que el comportamiento de Jesús da pleno cumplimiento a las profecías. Para Jesús, la luz plena, que ilumina sus gestos y nos permite reconocerlo por lo que es, proviene ciertamente del mensaje profético, pero sobre todo de su conciencia mesiánica.

La noticia final de Lucas (vv 47ss) viene a confirmar un hecho bien conocido: los que ejercen el poder siguen estando ciegos ante Jesús y ante la claridad de sus palabras, mientras que el pueblo en su sencillez, reconociendo que tiene necesidad de un Salvador y de un Maestro, está pendiente de sus labios.


MEDITATIO

Podemos detectar un profundo vínculo entre la misión profética de la que habla la primera lectura y la «casa de oración» de la que habla Jesús en el evangelio. La Palabra de Dios, en efecto, es al mismo tiempo don del que tienen que participar los otros mediante la profecía y don que se ha de asimilar, en íntimo diálogo con Dios, el donante. Se trata de dos aspectos de una misma experiencia espiritual, de dos momentos de un único ministerio. Quien acoge la misión profética con plena conciencia intuye que ésta debe madurar en la oración; por otro lado, quien aprende a orar no puede dejar de sentir la necesidad de evangelizar. La liturgia de la Palabra supone cada día una nueva invitación a no separar lo que en el proyecto de Dios debe seguir estando profundamente unido.

«Casa de oración» y no «cueva de ladrones»: esto es verdad dicho sobre el templo en el que Jesús entró más veces durante su vida terrena, pero también es verdad, hoy, dicho de todo lugar elegido y destinado para el culto. Existe siempre, en efecto, el peligro -más aún, la tentación- de convertir en instrumentos los lugares de oración, para transformarlos en lugares de interés personal.

Se requiere una marcada delicadeza de ánimo para no desnaturalizar el don de Dios y desviarlo de sus funciones originarias. No es, por consiguiente, el templo en sí mismo, sino lo que éste significa lo que cuenta para Dios y para nosotros. No resulta agradable a Dios quien dice: «El templo del Señor, el templo del Señor» (Jr 7,4), sino quien cumple su voluntad. No complace a Dios quien piensa en sus propios intereses y sólo en apariencia cultiva los intereses de Dios, sino quien ha unido en su vida la acción y la contemplación. Jesús presentó el templo a la gente de su tiempo como casa de oración y como «casa de enseñanza» (Eclo 51,23): también para nosotros puede y debe convertirse la Iglesia -toda iglesia- en lugar para meditar y para aprender la Palabra de Dios.


ORATIO

«Si...», dice el Señor:

Si aceptas la invitación a devorar mi Palabra, vivirás.

Si la saboreas en la boca, la encontrarás dulce como la miel.

Si la engulles en tus vísceras, experimentarás una gran amargura.

Si denuncias la ignorancia camuflada, serás alejado.

Si proclamas la libertad contra el poder, serás perseguido.

Si revelas el interés privado contra el bien común, serás criticado.

Si buscas la aprobación de personajes, te verás decepcionado.

Si te confías a tus fuerzas, vacilarás fácilmente.

Si piensas que podrás ver los frutos de lo que siembras, esperarás en vano.

Si el pueblo está pendiente de tus labios, alabarás al Señor.

Si obras prodigios en los corazones, cantarás al Señor.

Si es reconocida tu misión, darás gracias al Señor.

«Éste es mi profeta», dice el Señor.


CONTEMPLATIO

Se oye decir: «No es tarea mía leer la Escritura. Eso les corresponde a los que han renunciado a este mundo». Pues bien, yo os digo que vosotros tenéis más necesidad de la Escritura que los monjes. En cuanto a ellos, lo que les salva es su tipo de vida; vosotros, por el contrario, estáis en medio de la refriega, estáis expuestos a nuevas heridas sin tregua.

Por eso tenéis necesidad de la Escritura: una necesidad continua para alcanzar la fuerza. Muchos me dirán: «¿Y los negocios... y el trabajo?». ¡Bello pretexto, de verdad! Vosotros discutís con vuestros amigos, vais a los espectáculos, asistís a los encuentros deportivos... ¿Entonces? ¿Pensáis que cuando se trata de la vida espiritual es algo sin importancia? ¡Ah, se me olvidaba! Hay otra excusa: «Nosotros no tenemos libros». Este pretexto sólo merece una buena carcajada (Juan Crisóstomo).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Toma el libro, cómetelo. Tienes aún que profetizar» (cf. Ap 10,9-11).


PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL

Porque, Sócrates, me parece a mí, y tal vez también a ti, que tener un conocimiento seguro de estas cosas en esta vida es o imposible o extremadamente difícil; pero, por otra parte, no poner a prueba por todos los caminos lo que se dice de ellas, sin desistir de ellas, sin haber hecho antes todo lo posible por examinarlas desde todos los puntos de vista, es cosas de hombres de ánimo sobremanera flojo.

Y es que me parece que en semejantes temas se debe conseguir uno de estos dos fines: o aprender de otros cómo son o encontrarlo por nosotros mismos; o bien, donde no sea posible, ateniéndose, si no hay otra cosa, al mejor o al más inexpugnable de los razonamientos humanos, y confiándose a él como a una balsa, arriesgarnos nosotros mismos a navegar a través de la vida, cuando no sea posible realizar este viaje con mayor seguridad y menor peligro en una nave más sólida, es decir, sobre alguna palabra divina (Platón, Fedón).