32ª semana del
Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: 3 Juan 5-8
5 Mi querido amigo, te portas como creyente en todo lo que haces con los hermanos, y eso que son forasteros. 6 Ellos han dado testimonio de tu amor ante la comunidad. Harás bien en proveerlos para su viaje de una manera digna de Dios, 7 pues se han puesto en camino sólo por su nombre, sin recibir nada de los no creyentes. 8 Tenemos la obligación de ayudar a hombres como ellos, para hacernos colaboradores de la verdad.
Esta carta de
Juan permite presuponer una situación de vida dramática: la comunidad cristiana
sufre a causa de una división interna que amenaza con paralizar también su
carácter misionero. Juan se dirige a un miembro de esta comunidad y, a través de
él, quiere animar a todos a la fidelidad, a la comunión eclesial y al valor del
testimonio.
Por lo que respecta al destinatario de la carta, habla Juan sobre todo de su amor, un amor que lo señala a la atención de todos. Es un amor tanto más digno de crédito por el hecho de que no se limita a favorecer a los que comparten la misma fe, sino que se entrega también a los que son forasteros (v. 5). Los confines de la caridad cristiana son, necesariamente, ilimitados, a ejemplo de Jesús, que vino para todos y no hizo acepción de personas. Ese amor se traduce, espontáneamente, en acogida -siempre a ejemplo de Jesús, que acogió preferentemente entre sus contemporáneos a los últimos: los pobres, los enfermos, los pecadores-. Acoger en su nombre a los que se encuentran en situación de necesidad significa acogerle a él mismo, y, de este modo, nos convertimos en «colaboradores de la verdad» (v 8). Resulta, por lo menos, iluminador poner de manifiesto que la verdad de Dios, en particular la verdad revelada en Cristo, quiere ser difundida no sólo con la ayuda de la Palabra, sino sobre todo con el compromiso de la caridad.
Al mismo tiempo, el compromiso misionero es deber de toda la Iglesia: cuando uno de sus miembros se dedica a la misión, es toda la comunidad la que se compromete con él. El misionero representa a su Iglesia y la Iglesia se hace cargo de todo misionero.
Evangelio: Lucas 18,1-8
En aquel tiempo, 1 para mostrarles la necesidad de orar siempre sin desanimarse, Jesús les contó esta parábola:
2
—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. 3 Había también en aquella ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: «Hazme justicia frente ami enemigo». 4 El juez se negó durante algún tiempo, pero después se dijo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, 5 es tanto lo que esta viuda me importuna que le haré justicia para que deje de molestarme de una vez».6 Y el Señor añadió:
—Fijaos en lo que dice el juez inicuo. 7 ¿No hará, entonces, Dios justicia a sus elegidos que claman a él día y noche? ¿Les hará esperar? 8 Yo os digo que les hará justicia inmediatamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?
Dos son los
«focos» en torno a los cuales se construye la parábola que nos propone la
liturgia de hoy: por un lado, la perseverancia y la testarudez que muestra la
viuda al pedir justicia; por otro, la decisión final del juez, que termina
cediendo a la petición que se le hace. Así pues, si bien es cierto que la parábo)a nos recuerda la perseverancia en la oración, también lo es que repite
la enseñanza de Jesús sobre la seguridad del retorno y sobre la gravedad del
juicio que pronunciará sobre aquellos que no hayan obrado con justicia.
Es obligatorio destacar lo que afirma Jesús en el v. 7a: «¿No hará, entonces, Dios justicia a sus elegidos que claman a él día y noche?». Pensando en Dios, este «hacer justicia» implica, ciertamente, su fidelidad a sus promesas y, en consecuencia, su voluntad de perdón y de salvación. Dios es justo en cuanto justifica: ésta es la concepción bíblica de la justicia. «¿Les hará esperar?» (cf v. 7b). También esta pregunta ilumina nuestra búsqueda. En efecto, Dios, según la enseñanza bíblica, no sólo es justo, sino también paciente y bueno. De este modo es como manifiesta su arte pedagógico no sólo escuchando nuestras oraciones, sino también estableciendo los tiempos en que intervendrá y los modos con que lo hará. Existe, por tanto, un aspecto de «escándalo» en este comportamiento de Dios, y consiste en el hecho de que él espera, tal vez demasiado, para hacer justicia. En ocasiones, esta paciencia suya pone impacientes a sus fieles.
«Yo os
digo que les hará justicia inmediatamente» (v. 8a). Este es el verdadero «final» de la parábola, mientras que lo que sigue puede ser considerado como un añadido posterior. De este modo pretende confirmar Jesús nuestra fe en que Dios, como Padre, contrariamente a nuestras incertidumbres y crisis, no puede dejar de hacerse cargo de la situación de todos los que, en su pobreza, le eligen como su único Salvador.
MEDITATIO
«Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». La pregunta de Jesús supone para nosotros una abierta provocación. Antes que nada, por el hecho de poner en el centro de su discurso la fe: ésta, en efecto, es el don más precioso que podemos recibir de Dios, y estamos llamados a conservarla a cualquier precio. La apertura al futuro nos deja entender también que, si bien es hermoso acoger el don, no es igual de fácil conservarlo y vivir de él.
¿Qué respuestas podemos dar, hoy, a esta provocación de Jesús? Por un lado, observando de manera atenta la situación espiritual del mundo contemporáneo, parece que podemos decir que la humanidad camina hacia un futuro cada vez menos rico de fe, cada vez más atado a los bienes terrenos, cada vez más solicitado por sus propios intereses. En general, el espectáculo que tenemos delante no figura, a buen seguro, entre los más seductores, y es precisamente eso lo que nos induciría a dar una respuesta negativa.
No obstante, por otro lado, si hacemos uso no sólo de la lupa para ver de cerca las cosas que suceden, sino también del catalejo para tener una visión panorámica de la realidad, entonces veremos que la semilla de la fe está presente y escondida en el corazón de no pocas personas, y eso es lo que más cuenta. Lo que constituye la diferencia no es tanto la visibilidad externa, y mucho menos la eficiencia de las estructuras creadas por quien cree, sino el don de Dios, que, por su propia naturaleza, tiende a crear relaciones profundas y le gusta ocultarse en ellas.
La provocación de Jesús la podemos interpretar también como una consigna: le corresponde al «resto de Israel» asumirla como propia, hacerse cargo, hoy como en todas las épocas, de la historia y obrar de modo que, cuando venga el Hijo del hombre, pueda encontrarnos ricos en fe.
ORATIO
¡Señor, enséñame a orar!
Tu oración consistía, a veces, sólo en una mirada dirigida al cielo antes de actuar o en una breve invocación; otras veces consistía en una expresión de abandono, en un grito de reparación, en un agradecimiento filial o en una manifestación de la voluntad del Padre. Era una oración dulce y gozosa, pero también una oración de tensión cuando se acercaba la última hora, de miedo y de angustia al beber el cáliz. Orabas solo o con otros, de noche o por la mañana, de pie o sentado, en el desierto o en la soledad absoluta de tu alma. Orabas siempre, porque -a diferencia de los fariseos- tu oración se convertía en vida, y tu vida -expresión de tu fe- era una efusión de la oración.
¡Señor, enséñame a vivir!
CONTEMPLATIO
La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realidades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: Quien escucha mi Palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio; y añade:
El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida, mas lo que ellos consiguieron con su esforzado y generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por el mismo que recibió en su Reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si eso va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe te salvará también a ti si crees.
La otra clase de fe es esa que Cristo concede a algunos como don gratuito:
Uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe, y otro, por el mismo Espíritu, el don de curar.Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste solamente en una fe dogmática, sino también en esa otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe podría decir a una montaña que viniera aquí, y vendría. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.
Es de esta fe de la que se afirma:
Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza... Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño de tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas donde pueden cobijarse las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios y llega incluso a contemplar al mismo Dios en la medida en que eso es posible; le es dado recorrer los límites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos.Procura, pues, llegar a esa fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también esa otra que actúa por encima de las fuerzas humanas (Cirilo de Jerusalén,
Catequesis 5, sobre la fe y el símbolo, 10-11).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«En el corazón de los justos resplandece la bondad del Señor» (de la liturgia).
PARA LA
LECTURA ESPIRITUAL
Un día despertó Hitler la antigua ilusión que contrapone la ciencia y la religión. Estaba convencido ciertamente de que afirmaba una verdad definitiva cuando declaraba: «Colocad un telescopio en un país y habréis terminado con Dios». Bajo la ordinariez de la propuesta se esconde un a priori que no corresponde sólo a la ideología nazi. Toda generación tiene su contingente de individuos que piensan haber terminado con la imagen de Dios gracias a la ciencia. Los hombres seríamos sólo el objeto de una manipulación genética, títeres producidos por casualidad. La idea de Dios se habría convertido, definitivamente, en una antigualla.
Sin embargo, precisamente la experiencia del telescopio puede llevar a una conclusión opuesta a la de Hitler. Si se os presenta la ocasión, no la dejéis escapar. Al contrario, buscadla. Es fascinante. Creo que en la vida humana hay un «antes» y un «después» cuando, gracias al telescopio, se ha tenido la posibilidad de experimentar de una manera visible, concreta, el infinito y su esplendor, por una parte, y nuestro límite y el vuelco que se impone a la inteligencia bajo la impresión y el de tal realidad, por otra. La historia de la civilización confirma la experiencia (B. Bro).