Miércoles

32ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Tito 3,1-7

Querido: 1 Recuerda a todos que sean sumisos al gobierno y a las autoridades; que les obedezcan y estén dispuestos a hacer el bien; 2 que no difamen a nadie, que sean pacíficos, afables y llenos de dulzura con todo el mundo. 3 Porque también nosotros fuimos en otro tiempo insensatos, rebeldes, descarriados, esclavos de toda clase de malas inclinaciones y placeres, llenos de maldad y de envidia; éramos aborrecidos y nos odiábamos unos a otros.

4 Pero ahora ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres. 5 El nos salvó no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia, por medio del bautismo regenerador y la renovación del Espíritu Santo, 6 que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador. 7 De este modo, salvados por su gracia, Dios nos hace herederos conforme a la esperanza que tenemos de heredar la vida eterna.


Por medio de Tito, Pablo hace llegar su enseñanza a todos los miembros de la comunidad cristiana. Su intención es colaborar con el responsable de aquella comunidad en la construcción de una Iglesia que sea verdaderamente digna de este nombre y capaz de dar testimonio del Evangelio.

En primer lugar, explicita la dimensión pública del ser cristiano. Pretende hacer comprender que la fe en Cristo no puede ser reducida a una experiencia privada, doméstica; al contrario, ésta tiende a manifestarse en público y a penetrar en las redes de nuestras relaciones sociales. En segundo lugar, el apóstol -con una frase enormemente bella y vigorosamente expresiva- describe el paso decisivo desde un pasado envuelto de maldad y de odio a un presente iluminado ahora por la gracia de Dios: «También nosotros fuimos en otro tiempo insensatos, rebeldes, descarriados, esclavos... Pero ahora ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador...» (vv. 3ss). Este paso marca para Pablo, y también para nosotros, la gran novedad de Jesús, encarnación personal del amor misericordioso del Padre.

También nosotros, como creyentes confiados a los cuidados personales de Tito, somos destinatarios de este gran anuncio, de esta «bella noticia», que -hoy como ayer- se presenta como absolutamente gratuita e inesperada. Cada vez que nos ponemos en contacto con la Palabra de Dios escrita se nos ofrece la oportunidad de hacer memoria viva de este gran acontecimiento, que, como un gran lavado, es capaz de regenerarnos y de renovarnos por el poder del Espíritu Santo.

 

Evangelio: Lucas 17,11-19

11 De camino hacia Jerusalén, Jesús pasaba entre Samaría y Galilea. 12 Al entrar en una aldea, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia 13 y comenzaron a gritar:

-Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. 14 Él, al verlos, les dijo: -Id a presentaros a los sacerdotes.

Y mientras iban de camino quedaron limpios. 15 Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en voz alta 16 y se postró a los pies de Jesús dándole gracias. Era un samaritano. 17 Jesús preguntó:

-¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve?

18 ¿Tan sólo ha vuelto a dar gracias a Dios este extranjero? 19 Y le dijo:

-Levántate, vete; tu fe te ha salvado.


Jesús reemprende su largo viaje hacia Jerusalén (cf. Lc 9,51; 13,22), meta de su peregrinación por los caminos de Palestina, hasta llegar a la ciudad en la que también él, como los profetas, está llamado a entregar su vida.

En un determinado momento entra en un pueblo samaritano: debería encontrarse incómodo e incluso hubiera podido pasar de largo, evitando todo encuentro y todo diálogo. Sin embargo, se deja interpelar por estos extraños, que, además, son leprosos; por consiguiente, gente que vuelve impuro a quien se les acerca (vv. 12ss). Jesús es verdaderamente el salvador de todos, el hermano universal. Jesús ha venido para todos: no muestra preferencias entre las personas. Y, sobre todo, no califica ni descalifica a nadie porque pertenezca a un pueblo o a una raza, y mucho menos aún por su estado de salud. Este milagro de Jesús está realizado también con la mayor discreción y con una apertura total a los más pobres entre los pobres, a aquellos que tienen más necesidad de su poder sanador.

Todos quedan curados, pero sólo uno siente la necesidad de volver a Jesús para agradecérselo (v. 15). Se le echa a los pies para darle a entender que, de ahora en adelante, se considera no sólo beneficiario de un milagro, sino también y sobre todo un discípulo (v 16). Sólo él recibe de Jesús la curación completa: la del cuerpo y la del alma. Por desgracia, no a todos se les da la gracia

de consumar el camino de la salvación, que va desde el beneficio recibido a la gratitud expresada y a la alabanza. No es suficiente con encontrar o haber encontrado a Jesús de Nazaret; también es necesario escuchar su Palabra, ceder a la misteriosa atracción de la gracia y seguirle a donde vaya.


MEDITATIO

El encuentro de Jesús con los diez leprosos, especialmente su diálogo con el samaritano curado, merece una meditación complementaria. Nos sorprenden las preguntas que Jesús dirige al samaritano y, aún más, la exclamación final. Por un lado, Jesús expresa su sorpresa ante el hecho de que sólo uno de los diez haya sentido la necesidad de dar las gracias. Por otro, declara que ha sido la fe la que le ha procurado a este pobre leproso la curación completa.

Es interesante explicitar el itinerario que conduce a este pobre leproso desde una situación de miseria y extrema pobreza a una situación nueva, por haber sido renovada por el toque sanador de Jesús. También este leproso, como los otros, sufre una enfermedad tremenda. También él, como los otros, invoca la piedad de Jesús, el Maestro. También él, como los otros, va a presentarse a los sacerdotes. Pero sólo él vuelve a Jesús para expresarle un agradecimiento tan intenso que a Jesús no le supone el menor esfuerzo reconocerlo como un acto de pura fe. Así, el encuentro personal con Jesús no sólo renueva el cuerpo de este pobre leproso, sino que también transforma su espíritu profundamente. Al leproso curado no le basta con haber resuelto un problema personal: le parece demasiado poco y, sobre todo, indigno de un hombre que ha intuido haber encontrado a una persona extraordinaria. Su verdadero deseo es volver para conocer; conocer para reconocer a su verdadero curador; reconocerlo para agradecérselo y para seguirle.

Reconocemos en esta página evangélica un auténtico camino de iniciación cristiana, que todo fiel debería hacer suyo y debería revivir en los momentos más decisivos de su existencia.


ORATIO

Señor, me siento leproso entre leprosos. Sin embargo, tú me miras y, a pesar de toda mi iniquidad, me inundas con la belleza de tu creación. ¡Gracias!

Señor, escucho y, entre gritos de guerra y odio, oigo tus palabras de paz, que calman todo movimiento de violencia. ¡Gracias!

Señor, veo por doquier enfermedades e injusticias, pero tú nos muestras tus acciones, que alivian el dolor de tantas heridas. ¡Gracias!

Señor, observo signos prepotentes de muerte y desesperación, pero tú nos ofreces con tu amor una esperanza de vida. ¡Gracias!

Sin embargo, como los leprosos del evangelio, somos ciegos y duros de corazón. Con la ilusión de estar curados, seguimos por nuestro camino, ingratos e incapaces de reconocer tus llamadas, tus «pastos jugosos», tus seguridades. Pero el eco de tus palabras nos acompaña siempre: «Sólo salva una fe que se traduzca en vida».


CONTEMPLATIO

Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para mostrar su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros, ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como éramos?

¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos injustos! (Carta a Diogneto, 8, 5-9, 6).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Él nos salvó no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia» (Tit 3,5).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Cuál es el mensaje que en este contexto tan nuevo de la historia de la Iglesia y del mundo confía el Señor a santa Teresa del Niño Jesús? Esta es la pregunta que surge en todos, inevitablemente, cuando reflexionamos sobre la razón profunda de este centenario... Permitidme que llame a este mensaje «mensaje del contrapeso»... Esta «misión del contrapeso», que, para la salvación del mundo, le había confiado el Señor en la tierra y se la sigue confiando siempre en el cielo... es el «punto de Arquímedes» en el que aparece el descubrimiento interior en cierto sentido anterior: el descubrimiento del punto que mueve el mundo y el de la palanca necesaria para levantarlo... o sea, indicar, ayer como hoy, el único punto de apoyo del mundo, la gracia santificante, la oración y la adoración interior... Este es, en cierto sentido, el punto que mejor califica el mensaje de santa Teresa a nuestro tiempo: la atracción que ejerce Dios en cada uno. En una palabra, revelar el punto de Arquímedes: Dios presente en nosotros (G. La Pira).