Sábado

28a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 1,15-23

Hermanos: 15 También yo, al conocer vuestra fe en Jesús, el Señor, y vuestro amor para con todos los creyentes, 16 no ceso de dar gracias a Dios por vosotros, recordándoos en mis oraciones. 17 Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda un espíritu de sabiduría y una revelación que os permita conocerlo plenamente. 18 Que ilumine los ojos de vuestro corazón, para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados, cuál la inmensa gloria otorgada en herencia a su pueblo 19 y cuál la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, manifestada a través de su fuerza poderosa. 20 Es la fuerza que Dios desplegó en Cristo al resucitarlo de entre los muertos y sentarlo a su derecha en los cielos, 21 por encima de todo principado, potestad, poder y señorío y por encima de cualquier otro título que se precie de tal no sólo en este mundo, sino también en el venidero. 22 Todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo, constituyéndolo cabeza suprema de la Iglesia, 23 que es su cuerpo, y, por lo mismo, plenitud del que llena totalmente el universo.


Tras haber contemplado el gran misterio de la voluntad redentora del Padre, Pablo se alegra porque, informado de la fe de los destinatarios de su carta, los ve como partícipes de la magnífica herencia adquirida por Cristo, una herencia que se hace visible ya ahora en la caridad activa de estas Iglesias.

Para que sigan firmes en la vida nueva pide Pablo incesantemente al Padre el don del «espíritu de sabiduría y una revelación» que les permita penetrar cada vez más en su misterio. «El Espíritu, en efecto, lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. [...] Del mismo modo, sólo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios» (1 Cor 2,10b. l lb). Ahora bien, el Espíritu Santo es amor: el amor engendra, por consiguiente, el conocimiento, y el conocimiento engendra el amor.

La cima de este conocimiento amoroso es el saberse amado: la experiencia de este amor hace que podamos percibir qué grandes son los bienes que esperamos («la esperanza a la que habéis sido llamados»: v. 18a), qué espléndida es la dignidad de la que Dios nos hace partícipes («la inmensa gloria otorgada en herencia a su pueblo»: v. 18b), qué poderosamente eficaz es la acción salvífica de Dios, que obra en nosotros lo que ya ha realizado en Cristo al resucitarlo y poner todo ser bajo su dominio (vv. 20ss).

Sometida a Cristo, la cabeza, está la Iglesia, que recibe de su Señor la vida y todos los bienes y que, en cuanto cuerpo, aunque esté sometida a los límites de sus miembros, debe crecer para alcanzar «en plenitud la talla de Cristo» (4,13b).

 

Evangelio: Lucas 12,8-12

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 8 Os digo que si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor de él delante de los ángeles de Dios; 9 pero si uno me niega delante de los hombres, también yo lo negaré delante de los ángeles de Dios. 10 Quien hable mal del Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no será perdonado. 11 Si os llevan a las sinagogas, ante los magistrados y autoridades, no os preocupéis del modo de defenderos, ni de lo que vais a decir; 12 el Espíritu Santo os enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir.


El pasaje que nos propone la liturgia de hoy está constituido por un conjunto de dichos de Jesús reunidos por Lucas probablemente con la intención de animar a los cristianos frente a las persecuciones y a los desafíos del mundo y con la finalidad de proporcionarles criterios de comportamiento.

El evangelista recuerda de nuevo que es preciso considerar el presente con una perspectiva escatológica, ya que el hoy determina la eternidad. Y puesto que «nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él [Jesús] nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra» (Hch 4,12), Dios hace depender la salvación del reconocimiento público de Jesús. Esto podría dar la impresión de contradecir lo que se afirma en el versículo siguiente (v. 10). Se impone una distinción.

Algunos autores piensan que Lucas comprende la dificultad que supone reconocer en el Jesús terreno al Salvador, por lo que sería incluso admisible que haya quien «hable mal del Hijo del hombre». Pero no puede haber perdón para quien «blasfeme contra el Espíritu Santo», o sea, cuando la libertad humana rechaza la propia adhesión a la verdad que le ha sido interiormente revelada por la gracia de Dios. En ese caso, hasta la falta de reconocimiento ante los hombres se convierte en deliberada infidelidad y motivo de condena. Sin embargo, cuando la acción del Espíritu es acogida por el creyente, éste puede estar seguro del apoyo eficaz del Espíritu en el momento en que sea llamado a dar testimonio.


MEDITATIO

La Carta a los Efesios y el evangelio de Lucas reclaman nuestra atención sobre el «papel» insustituible del Espíritu Santo. Tal vez sea el Espíritu la Persona más «desconocida» de la Trinidad, aunque, en comunión con el Padre y el Hijo, está actuando constantemente en la Iglesia y en el mundo. Por ser el amor personal con el que se aman recíprocamente el Padre y el Hijo, conoce toda la intimidad de la vida divina y, por morar en las almas que le acogen, les transmite el conocimiento amoroso que es él mismo. Ahora bien, su modo de instruirnos y de actuar es de una naturaleza completamente distinta a lo que estamos acostumbrados. Nos enseña dando la vuelta a nuestros mecanismos: mientras que en la experiencia humana, por lo general, acogemos lo que antes hemos comprendido y consentido, el Espíritu se comunica al hombre en la medida en que encuentra una acogida confiada. De ahí que comprendamos las cosas del Espíritu sólo en la medida en que estemos dispuestos a adherirnos.

Cuando el Espíritu encuentra en un alma obediencia a la verdad y disponibilidad para hacer lo que Dios quiere, lleva a cabo los prodigios de los que ya ha sembrado la historia de la salvación: desde la transformación de doce hombres atemorizados en columnas de la Iglesia universal, sobre la que «no prevalecerán las puertas del infierno», al animoso testimonio de los miles de mártires de la fe y de la caridad de nuestro siglo... al testimonio, menos llamativo aunque no menos audaz, que la coherencia con nuestra fe nos pide frente a los continuos desafíos de una sociedad y de una cultura cada vez más descristianizadas.


ORATIO

Señor, quién sabe si nuestra fe se vuelve caridad para con nuestros hermanos y supone para alguno ocasión de una plegaria de agradecimiento. Quién sabe si nuestra fe y nuestra caridad hablan de ti a la gente de nuestro tiempo o bien no dicen nada. Tal vez hayamos renegado de ti no con las palabras, sino con los hechos. Si ha sido así, perdónanos. Estamos enfermos de individualismo y no siempre nos sentimos responsables de nuestros hermanos. Haz crecer en nosotros el sentido de la comunión para que podamos descubrir la belleza de vivir nuestra fe con los otros y hacer juntos cada vez más atrayente el rostro de tu Iglesia. Que tu Espíritu ilumine nuestros ojos para que sean capaces de mirar más allá de nuestra existencia y ver ya desde ahora en nuestra historia los signos de tu amor, que se manifestará en su esplendor totalizador cuando también nosotros queramos recibir nuestra herencia.


CONTEMPLATIO

Si no habláis en mi favor, me convertiré en palabra viva de Dios para anunciar su gloria con mi muerte. No queráis ofrecerme un beneficio mayor que éste: que yo sea inmolado a Dios, ahora que el altar está dispuesto, a fin de que -formando un coro en la caridad perfecta-cantéis un himno al Padre en Cristo. ¡Bello es que el sol de mi vida, saliendo del mundo, trasponga en Dios, a fin de que en él yo amanezca. Por lo que a mí respecta, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios con tal de que vosotros no me lo impidáis. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Prefiero morir por Cristo que reinar sobre todo el mundo. Busco a aquel que murió por nosotros, quiero a aquel que por nosotros resucitó. Quiero ser por completo de mi Dios. Dejadme ascender a la luz pura; cuando llegue a ella seré hombre de verdad. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: «Ven al Padre» (Ignacio de Antioquía, "Carta a los Romanos", en Padres apostólicos, ed. D. Ruiz Bueno, BAC, Madrid 21968, pp. 474-481 passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Tu gloria, Señor, es el hombre vivo» (de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Precisamente esta ínsita vocación a la totalidad exige que el acto de fe no se quede en un puro acto de conciencia, sino que se exprese en todos los ámbitos de la fe y de la vida. El hombre que cree busca por fuerza -y al final debe encontrar de algún modo- una conducta nueva, una diferente capacidad de juzgar, un estilo original de obrar, de amar, de asociarse, de educar, de luchar, de morir. «Si alguien está en Cristo, es una nueva creación»: si todo sigue como antes, hay que dudar de la autenticidad de su acto de fe.

Todo esto se aplica no sólo a nivel individual, sino también comunitario. Un grupo de creyentes debe dar, necesariamente, principio a nuevas formas de comunidades humanas: no es posible que un verdadero acto de fe no tenga ninguna repercusión sociológica y permanezca encerrado en el ámbito de la vida del individuo. Tanto más por el hecho de que el acto de fe es, por naturaleza, comunitario: siempre tiene su origen, de uno modo u otro, en la comunidad, que es portadora del anuncio salvífico y abre en cada caso al hombre a una vida de comunión con los hermanos.

De ahí que toda verdadera profesión de fe cristiana requiera encarnarse y expresarse en alguna «cristiandad». El discípulo de Jesús es la sal de la tierra, por eso no debe -y, por otra parte, tampoco puede- vivir separado, en un mundo construido sólo para él. Al contrario, precisamente para no desnaturalizarse hasta la insipidez y dar sabor de una manera eficaz a toda la realidad terrestre, debe aspirar siempre a instaurar alguna forma de sociedad cristiana. Un cristianismo que no esté diversificado sociológicamente es un cristianismo difunto (G. Biffi, Sullo Spirito di Dio. Soliloquio, Milán 1986).