Miércoles

28ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Gálatas 5,18-25

Hermanos: 18 Si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley. 19 En cuanto a las consecuencias de esos desordenados apetitos, son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, 20 idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, 21 envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Los que hacen tales cosas -os lo repito ahora, como os lo dije antes- no heredarán el Reino de Dios.

22 En cambio, los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, 23 mansedumbre y dominio de sí mismo. No hay ley frente a esto. 24 Ahora bien, los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias. 25 Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu.


En el pasaje de hoy prosigue también Pablo su apasionada llamada dirigida a los gálatas para que arraiguen su vida en la verdadera libertad a la que han sido llamados. Les exhorta a redescubrir su identidad de hijos, dejándose guiar por el Espíritu, caminando según sus deseos y siguiendo su camino, que está hecho de libertad y de amor.

El Espíritu Santo es, por consiguiente, el guía seguro para convertirse en nuevas criaturas, en hombres nuevos regenerados en Cristo, no sometidos ya a esa ley que no es capaz de impedir «las consecuencias de esos desordenados apetitos» (vv. 19-21). A esta libertad estamos llamados también nosotros: «Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal [carne]. No os sometáis a sus apetitos. No tiene por qué dominaros el pecado, ya que no estáis bajo el yugo de la Ley, sino bajo la acción de la gracia» (Rom 6,12.14). La libertad del Espíritu es, por consiguiente, contraria al desenfreno de la «carne». Por eso se preocupa Pablo de hacer una lista de «los frutos del Espíritu» y los contrapone «a las consecuencias de esos desordenados apetitos» de la carne. Amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo (vv. 22-23) son obras del Espíritu y, al mismo tiempo, el magnífico resultado de la libre adhesión del hombre que ha elegido como ley la caridad. También Pedro, en su segunda Carta, presenta una lista semejante y su exhortación termina con una promesa formidable: «Si lo hacéis así, no fracasaréis» (2 Pe 1,10), una promesa tanto más estimulante cuanto menos extraordinarias sean las actitudes sugeridas en los «frutos del Espíritu», virtudes que corresponden a un casi trivial vivir cotidiano.

La Carta a los Gálatas toca a su fin. A Pablo ya no le queda más que sugerir diferentes avisos para traducir «la ley de Cristo» en servicio, en caridad «sobre todo para con los hermanos en la fe» (Gal 6,10).

 

Evangelio: Lucas 11,42-46

En aquel tiempo, dijo Jesús: 42 ¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Esto es lo que hay que hacer, aunque sin omitir aquello. 43 ¡Ay de vosotros, fariseos, que os gusta ocupar el primer puesto en las sinagogas y que os saluden en la plaza! 44 ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros que no se ven, sobre los que se pisa sin saberlo!

45 Entonces uno de los doctores de la Ley tomó la palabra y le dijo:

-Maestro, hablando así nos ofendes también a nosotros. 46 Jesús replicó:

-¡Ay de vosotros también, doctores de la Ley, que imponéis a los hombres cargas insoportables y vosotros no las tocáis ni con un dedo!


Los fariseos: los mejores, los más comprometidos. Y los doctores de la Ley: encargados de enseñar y de guiar a los otros en los caminos del Señor. Jesús, según el evangelista Lucas, pronuncia dos series de «ayes» dirigidos a estos dos grupos. Censuró a cuantos querían señales para creer, puso al desnudo el corazón hipócrita y ahora pronuncia las palabras más duras contra el comportamiento de aquellos que usan sus prerrogativas de cultura y de autoridad para un vano prestigio y para una odiosa opresión de los otros. Son sepulcros que no se ven, «pero por dentro están llenos de huesos de muerto y podredumbre» (Mt 23,27), capaces de contaminar -según una ley también farisea- a quien camina sobre ellos sin darse cuenta.

Con fina ironía, Lucas pone una réplica resentida e indignada en boca de uno de los doctores de la Ley: «Maestro, hablando así nos ofendes también a nosotros» (v. 45). Pero en las palabras de Jesús se encuentra toda la amargura y el lamento, porque esta impermeable defensa de su propia imagen les impide verse en su propia mezquina realidad y les hace perder de vista lo más esencial e incluso lo más exigente, «la justicia y el amor de Dios» (v. 42b).


MEDITATIO

En las palabras de Pablo a los cristianos de Galacia aparecen sometidas a confrontación dos economías: una es objeto de una condena explícita e inapelable; la otra es apasionadamente preferida y, asimismo, iluminada de una manera realista en su intransigente pureza. La economía de la «carne», más o menos ricamente revestida con apariencias de justicia y de rigor legalista, da frutos de maldad, de deshonestidad, de opresión insoportable. La economía de la gracia está configurada sobre la cruz y sobre el amor oblativo de Cristo y da los frutos del Espíritu. Pero nuestra atención se ve excitada en particular por el aspecto negativo.

La tentación que sentimos nosotros, gente ordinaria, es ponernos orgullosamente del lado de Jesús para lanzar «ayes» sobre los fariseos y los doctores de la Ley de nuestros días, blancos fáciles para juicios y recriminaciones. Como si no estuviéramos llamados también nosotros -cada uno de nosotros- a revisar nuestro propio protagonismo y a llevar con espíritu de servicio y de caridad las cargas que con tanta facilidad imponemos sobre los hombros de los otros.


ORATIO

Señor Jesús, manso y humilde de corazón, sé que tu desdén es directamente proporcional a la apasionada esperanza de bien que habías depositado en nosotros. Te pido perdón por la decepción que procuramos a tu sentirte hermano mayor impedido de ofrecer al Padre una convencida y coherente respuesta de amor de nuestra parte.

Obtennos un «suplemento» de Espíritu Santo que nos libere de las trabas de nuestro «soy así»: el Espíritude amor para que nada nos resulte trabajoso, el Espíritu de alegría sobreabundante contra las insinuantes satisfacciones del egoísmo y de la soberbia, el Espíritu de paz de quien sabe que es amado, el Espíritu de paciencia para saber hacer frente a las dificultades necesarias, el Espíritu de benevolencia y de bondad que disuelve la acidez y las durezas vertidas sobre los otros, el Espíritu de fidelidad para perseverar con valentía, el Espíritu de mansedumbre que nos configura contigo, el Espíritu de autodominio para crucificar nuestra carne con sus pasiones y deseos y estar plenamente disponibles y libres para la justicia y el amor a Dios.


CONTEMPLATIO

El apóstol, al enumerar los frutos del Espíritu Santo, los considera como un solo «fruto». No hay duda de que la caridad es el único fruto del Espíritu Santo; ahora bien, puesto que este fruto posee una infinidad de cualidades excelentes, el apóstol habla de él como si se tratara de muchos frutos. Pero no quiere decir otra cosa sino que el fruto del Espíritu es la caridad, que es alegre, pacífica, paciente, benigna, buena, longánima, dulce, fiel, modesta, continente, casta; o sea, que el amor divino nos proporciona una alegría y un consuelo interior, con una gran paz del corazón que se conserva entre las adversidades de la paciencia y nos hace disponibles y prontos para ayudar al prójimo con una cordial bondad para con él.

Esta bondad no es voluble, sino animosa y perseverante, dado que nos proporciona un gran ánimo por medio del cual nos volvemos apacibles, afables y condescendientes para con todos, conservando una absoluta lealtad para con cada uno, manifestando una sencillez que va acompañada de confianza tanto en nuestras palabras como en nuestras acciones, viviendo con modestia y humildad (Francisco de Sales, Teotimo, ossia Trattato dell'amor di Dios, XI, 19, passim [edición española: Tratado del amor de Dios, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1995]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ven, Espíritu de amor: sin tu fuerza nada hay en el hombre,
nada hay sin culpa»
(de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La respuesta del hombre a la gracia estará representada por la sumisión de su persona a la acción del Espíritu de Dios. No hace falta martirizarnos el cerebro para saber qué privaciones imponernos. El dominio de nuestra propia persona constituye un programa suficiente. En vez de ir más allá de las exigencias de Dios, es mejor realizar con sencillez de corazón lo que se nos pide hoy. Es posible que, de una manera inconsciente, nuestro corazón prefiera ciertas exigencias ideales a las del hoy. Mientras que se nos pide seguir con paciencia un camino tras las huellas de Dios, nosotros rechazamos la abundancia de los dones y preferimos estériles repliegues sobre nosotros mismos; preferimos mirar nuestro pecado en vez del incomprensible perdón de Dios; preferimos buscar nosotros solos remedios a nuestro mal íntimo, cuando Dios nos presenta estos remedios a través de los medios de la gracia ofrecidos en la Iglesia.

En el camino hacia el dominio de nosotros mismos es importante fijar nuestra propia mirada no tanto en los detalles, en los progresos o en los retrocesos como en el fin: Cristo Jesús. De otro modo, al tomar los medios por el fin, llegaremos a meditar más sobre el hombre que sobre Dios, y a afligirnos por nuestro pecado en vez de experimentar un estupor siempre renovado ante el perdón de Dios. ¿Debemos temer acaso que la disciplina interior nos conduzca a actitudes falsas, como el formalismo o eldeseo de la perfección por sí misma? Es preciso hacer frente a estos peligros, sin quedarnos, no obstante, inmóviles, permitiendo que el miedo nos aprese ni que nos marque el paso. El equilibrio del cristiano se puede comparar al de un hombre que camina sobre el filo de una navaja. Sólo Dios puede mantener firme en su marcha al que acepta el riesgo cristiano: el de correr hacia Cristo. El formalismo es la costumbre. En ella sucumbe cada día aquel cuya disciplina espiritual ya no es movida por el amor a Cristo y al prójimo (R. Schutz, L'oggi di Dio, Brescia 1982 [edición española: Vivir en el hoy de Dios, Estela, Barcelona 1969]).