Sábado

27a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Gálatas 3,22-29

Hermanos: 22 La Escritura presenta todas las cosas bajo el dominio del pecado, para que la promesa hecha a los creyentes se cumpla por medio de la fe en Jesucristo. 23 Antes de que llegara la fe, éramos prisioneros de la Ley y esperábamos encarcelados que se nos revelara la fe. 24 La Ley nos sirvió de pedagogo para conducirnos a Cristo y alcanzar así la salvación por medio de la fe. 25 Pero, al llegar la fe, ya no necesitamos pedagogo. 26 Efectivamente, todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, 27 pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos. 28 Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. 29 Y si sois de Cristo, sois también descendencia de Abrahán, herederos según la promesa.


En su argumentación en favor de la economía del amor gratuito de Dios, al que se accede mediante la fe, Pablo intenta aclarar ulteriormente la función de la Ley. Esta sirve, en el plan de Dios, para sumergir al hombre en la plena conciencia de la imposibilidad en que se encuentra para practicarla por sí solo, de ahí el carácter inevitable del pecado (v. 23). En la Carta a los Romanos (7,7-25) prosigue Pablo esta tesis de una manera todavía más detallada.

La Ley -nos dice aquí- ha realizado la función del «pedagogo» (vv. 24ss), a saber, la de aquel que, en la sociedad grecorromana, se encargaba de la custodia de los niños. Era alguien duro y severo, que desarrollaba su tarea a golpes de vara y reprimendas, sin el menor atisbo de amor. Si comprendemos bien esta imagen del pedagogo, estaremos en condiciones de comprender la fuerza liberadora de la fe. Pablo la exalta con un «pero» que separa la vieja y la nueva economía: «Pero al llegar la fe, ya no necesitamos pedagogo. Efectivamente, todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (vv. 25-26). Y la belleza de este tiempo nuevo, mediante la irrupción de Dios en Cristo Jesús, que nos ha liberado en virtud del amor, está expresada con dos conceptos vigorosos. El primero tiene que ver con el salto cualitativo de nuestro «ser» en el momento del bautismo, que es, de hecho, el poder participar en la vida de Cristo. Más aún, Pablo hace todavía más vívida esta afirmación mediante una metáfora: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos» (v. 27). No se trata, a buen seguro, de un revestimiento exterior, sino de la unión profunda con él, de la que habla Pablo asimismo en Rom 6,5.

El segundo concepto tiene que ver con la novedad absoluta del ser en Cristo, que suprime -como consecuencia inmediata- toda discriminación: Ser «uno en Cristo Jesús» (v. 28) significa no sólo que los creyentes forman una sola persona en Cristo (es el concepto de la Iglesia como cuerpo místico), sino que, al formar uno solo con Cristo, la unidad no se realiza en la exterioridad de la Ley, sino en el mismo Cristo, en la fe en él, que, si es auténtica, cambia la vida. Se trata de percibirse, en efecto, como verdaderos descendientes de Abrahán, herederos de las bendiciones prometidas, revistiéndonos, a continuación, del compromiso de los sentimientos de misericordia, bondad, humildad, etc. (cf. Col 3,12).

 

Evangelio: Lucas 11,27ss

En aquel tiempo, 27 cuando estaba diciendo esto, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta:

28 Pero Jesús dijo:


Tras el austero discurso sobre la realidad del demonio, Lucas inserta esta breve, aunque intensa, perícopa sobre la bienaventuranza. Según la mujer que eleva la voz entre la multitud, es una «dicha» o «bienaventuranza» ser madre de un hijo como Jesús, dotado de la fuerza de una palabra que sorprende y te introduce en el misterio de las realidades espirituales. En cambio, según Jesús, la «dicha» o «bienaventuranza» (es decir, la alegría profunda del corazón) consiste en la disponibilidad para la escucha de la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

La adversativa adverbial «más bien» parece contradecir lo que dice la mujer: es casi como querer relegar a la sombra a María, su madre. Ahora bien, si «ahondamos» en esta perícopa con la ayuda de otros pasajes de la Palabra de Dios, nos percataremos de lo contrario. Justamente la Madre de Jesús es proclamada «bienaventurada», en Lc 1,42-45, por haber creído y obedecido a la Palabra (cf. 1,38). Ella misma, en el Magníficat, predijo que todas las generaciones la proclamarían bienaventurada (cf. 1,48) por su rendición plena a la Palabra que compromete su fe y su vida.

Por otro lado, ya había aprovechado Jesús otra ocasión en que habían venido su madre y sus hermanos a buscarlo para proclamar con vigor que su madre y sus hermanos son «los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8,19-21). En consecuencia, ésta es la identidad profunda de María que se nos propone también a nosotros. El ser dichoso o bienaventurado es el secreto de este escuchar y practicar la Palabra de Jesús, que es el Verbo, la Palabra sustancial del Dios vivo.


MEDITATIO

Ser «dichoso» o «bienaventurado», es decir, vivir apaciguado y contento en el corazón, es posible; nos lo dicen estos textos. Pero no en la línea del papel que tenemos ni en orden a cosas que nos prefijamos realizar a fin de liberarnos de deberes coercitivos o para alcanzar ciertas prioridades.

Ser dichoso es dejar que nuestros días, aunque discurran al son de los compromisos y actividades más dispares, estén unificados por la escucha de la Palabra de Dios. Pero, cuidado, se trata de una escucha que tienda a convertirse en vida, en evangelio vivido a lo largo de los días. En efecto, Lucas nos recuerda en otro lugar que sólo la escucha transformada en vida cotidiana según Cristo da a la persona del creyente una firmeza como la de la casa construida sobre roca. En cambio, el que escucha y no pone en práctica lo que escucha es como el que construye la casa sobre arena y los vientos de las dificultades, junto con la tempestad de las tentaciones, la hunden (cf. Lc 6,46-48). Lo que nos consuela es el hecho de nuestro bautismo: una realidad que actúa en nuestra existencia, una vida nueva, la vida misma de Cristo, que poco a poco va penetrando en nosotros y nos reviste interiormente, permitiéndonos «mudar de ropa» por dentro.

La prioridad de esta escucha nos impulsa. ¡Es importantísima! La ropa del hombre viejo que somos nos lleva (precisamente por una vieja costumbre) al egocentrismo, esto es, a preocuparnos más del parecer que del ser, más de lo que piensa la gente de nosotros que de la actitud de benevolencia, de comprensión, de paciencia, de humilde gratuidad en que se expresa nuestro ser y ser-amor y don para los otros. Verdaderamente, la novedad de un mundo cristiano -no sólo de nombre, sino de hecho- pasa a través de este primado de la escucha que haga de nosotros personas poderosamente revigorizadas en el hombre interior por estar «revestidos de Cristo»: de su mentalidad, de su estilo de amor (cf. Gal 3,25).


ORATIO

Señor, tú nos has creado para tu gloria, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ella. Ayúdame, pues, a poner el primado de la escucha de tu Palabra en mis jornadas. Permite a mi boca y a mi corazón el silencio necesario, para que comprenda, medite y acoja plenamente la Palabra. Concédeme las energías de tu Espíritu Santo, para que observe yo tu Palabra hasta transformarla en vida.

Y que de este modo sea tu vida, Señor Jesús, la que me revista por dentro, para que aprenda a amar como tú, sin discriminar a nadie. Que germine en mí la «nueva criatura» y promueva a mi alrededor criaturas nuevas. Que no sean el pobre o el rico, el palestino o el indio, el congoleño o el alemán, el hombre o la mujer, el objeto de mi interés, sino sólo el hombre -sea varón o hembra-, que sólo la criatura amada por ti sea objeto de mi interés invadido por tu modo de ser, que es amor.
 

CONTEMPLATIO

Dichoso el que camina contigo.
Dichoso el que dice: hoy es fiesta.
Dichoso el que espera el día y entona alabanzas.
Es alegre el ánimo del justo:
entre los frutos del Espíritu es la alegría el primero.
Digamos «sí» a la Palabra,
escuchemos el santo himno:
que toda la mente se abra a la alegría

(C. de Lagopesole, Il libro del pellegrino, Roma 1999, p. 254).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Que yo sea feliz escuchándote y viviendo tu Palabra».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Fe, oración y contemplación atestiguan que reconocemos la presencia del Espíritu en todo, por todas partes y siempre. Fe y oración manifiestan el secreto convencimiento de que todo tiene su origen en el amor eterno del Padre, que todo se mantiene en el ser por la soberanía de Cristo Señor -por quien todo fue hecho (Jn 1,3) y en el que todo subsiste (Col 1,16)— y que en lo más íntimo de sí mismo todo es movido por el impulso del Espíritu.

La vida de cada hombre, y en especial la vida del cristiano, es oración y contemplación por la fe en la santa Presencia. Esta fe es la respiración del hombre interior. Su alma vive y respira en el Espíritu, del mismo modo que su cuerpo vive y respira en la atmósfera que le rodea. En cada una de sus acciones, físicas o mentales, inspira y espira -por así decirlo- el Espíritu que lo llena todo, dentro y fuera; lo recibe de continuo y siempre lo da. En efecto, la vida del hombre es continua acogida del don de Dios y, asimismo, ofrenda constante de esta entrega a Dios y a los hombres (H. Le Saux, Risveglio a sé — Risveglio a Dio, Sotto il Monte 1996, p. 42 [edición española: Despertar a sí mismo, despertar a Dios, Mensajero, Bilbao 1989]).