26ª semana del
Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Job 9,1-12.14-16
1Job tomó la palabra y dijo:
2
De acuerdo, sé muy bien que es así:
El texto que hoy nos propone la liturgia, tomado del capítulo 9 de Job, es la
respuesta que da el patriarca a las palabras de consuelo del tercer amigo,
Bildad de Suaj (cf capítulo 8). Este había dicho que la desproporción
entre Dios y el hombre es tan grande que no es posible ninguna discusión entre
ellos. Dios siempre tiene razón. Job rebate su discurso con un elogio de la
sabiduría y de la omnipotencia de Dios tal como aparece en su creación. Si Dios
es tan grande e inaccesible en su creación -piensa Job-, tanto más lo será en el
orden sobrenatural y moral: «De acuerdo, sé muy bien que es así: que nadie es
irreprochable ante Dios» (v. 2). En los versículos siguientes, se lamenta
Job, una vez más, de la manera arbitraria y prepotente que tiene Dios de
comportarse:
Las palabras de Job son las de un hombre que sufre y protesta porque no consigue saber qué es justo y qué no. Hemos de señalar que Job no acepta soluciones que sean simples reducciones al pasado: sería mejor llamarlas actos de pereza, seguir la regla del mínimo esfuerzo. Job quiere ver claro. Pero ¿eso es posible? Mientras dura nuestra peregrinación subsiste el problema del dolor. Está, sin embargo, la cruz de Cristo y su altísimo grito al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,33). La muerte de Jesús es dramática y él se precipita en el abismo doloroso de la maldad humana. Jesús no suprime el dolor, pero nos ha dicho lo suficiente sobre el valor salvífico del sufrimiento.
Evangelio: Lucas 9,57-62
En aquel tiempo, 57 mientras iban de camino, uno le dijo:
Te seguiré adondequiera que vayas.
58
Jesús le contestó:Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
59 A otro le dijo:
Sígueme.
Él replicó:
Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre.
60 Jesús le respondió:
Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios.
61
Otro le dijo:-Te seguiré, Señor, pero déjame despedirme primero de mi familia.
62 Jesús le contestó:
El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es apto para el Reino de Dios.
Vimos ayer en el evangelio que con Lc 9,51 da comienzo una nueva parte del
tercer evangelio. Se produce un cambio de ruta de Jesús: de la misión en Galilea
a la marcha hacia Jerusalén (9,51-56). Este nuevo camino, tal como decíamos, no
es nuevo sólo en un sentido topográfico, sino también en sentido teológico y
místico. Es un camino que culmina en la muerte y resurrección de Jesús. Esta
perspectiva se vuelve paradigmática también para los discípulos. No hay vida
cristiana sin compromiso con Cristo en la muerte. No basta, en efecto, con que
el discípulo concentre la mirada en la gloria de Cristo; es preciso también que
fije su mirada en el rostro de aquel que, tras haber muerto en la cruz, fue
hecho perfecto y ha llegado a la gloria (cf. Heb 5,8ss).
Los tres diálogos referidos en el evangelio nos hacen ver que, además de los Doce, había también otros que querían seguir a Jesús, aunque no siempre sabían con claridad lo que significaba en el fondo «seguirle». Las exigencias del seguimiento de Cristo sólo se vuelven claras después de la pascua. Lucas no dice quiénes son estos tres interlocutores. Por Mateo, no obstante, sabemos que uno de ellos era un escriba o maestro de la Ley y el otro era un discípulo (8.19.21). En Lucas vemos que los tres se echan atrás intimidados por la «desnudez» que requiere Jesús para seguirle. El primero se había presentado a Jesús por propia iniciativa, pero Jesús le muestra el vacío que significa seguirle: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (v. 58). El segundo es un discípulo del Señor, como dice Mateo. Recibe la orden de seguirle que le da Jesús, pero le pide permiso para ir antes a sepultar a su padre. Jesús le responde: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (v. 60). Para el Señor está muerto todo lo que no es el Dios vivo (cf. Jn 14,6). El tercero ha preparado un programa y se lo muestra a Jesús: «Te seguiré, Señor, pero déjame despedirme primero de mi familia» (v 61). Sin embargo, le responde el Señor de este modo: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios» (v. 62).
No sabemos cómo acabaron estos tres. El evangelio sólo nos dice lo que ofrece Jesús a quienes le acompañan, o sea, el camino de la cruz. Pero aquí se requiere valor.
MEDITATIO
Job nos ha recordado el temor de Dios. De él hemos aprendido que hace falta proceder con mucho respeto para tratar con Dios. Nadie puede resistir ante Dios dirigiéndole palabras de crítica. Job lo dice muy bien: «Sé muy bien que es así: que nadie es irreprochable ante Dios», «¿Quién le dirá: "Qué es lo que haces"?». Con todo, debemos confiarnos por completo a Dios, aceptándolo humildemente en su grandeza infinita. Pero este Dios fuerte, tal como lo describe el Antiguo Testamento, se ha hecho hombre, ha tomado nuestra condición mortal y se ha revelado en el rostro pequeño, débil y vulnerable de Jesús.
Veíamos, en efecto, en el evangelio de hoy que Jesús obra con toda la autoridad de Dios, con una profunda humildad que nos impresiona. Mientras dice: «Sígueme... deja... ve», nos pide al mismo tiempo que escojamos con valor una vida pobre y de sufrimiento semejante a la suya: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (v. 58). Dicho con otras palabras, Jesús vive su autoridad en medio de la máxima expoliación, como alguien que no tiene nada. ¿Quién se atrevería a hablar de autoridad y humillación juntas? Estamos verdaderamente en el corazón de la fe plena y pura que se pide al discípulo. Con san Pablo podríamos decir: «Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10b). Y esto nos hace sobreabundar de alegría. Toda profundización del espíritu parte de una renovada adhesión a la vida de Jesús.
ORATIO
Señor Jesús, tú sabes que también nosotros, como los apóstoles, nos imaginamos un seguimiento fácil, embriagador, sin tropiezos, y rechazamos el camino que tú nos preparas.
Concédenos, Señor, sabiduría y fuerza para conocer tus proyectos y adherirnos al camino que tú, con tanto amor, nos has preparado. Ayúdanos a comprender bien y de modo profundo lo que quieres de nosotros. Ya sabes lo difícil que nos resulta leer tu ciencia de amor. Hasta tu cruz nos resulta difícil de comprender, y aún más redescubrirla en la trama cotidiana de nuestra vida. Ayúdanos, al menos, a no desistir de la lectura de nuestra experiencia, a fin de que podamos descubrir tu amor y tu intenso deseo de que nos adhiramos a ti. Y si también esto nos resulta difícil, ayúdanos a dejarnos acoger por ti sin dudar de tu amor infinito.
CONTEMPLATIO
No se objete que, en todos estos casos, no se trata de la fe, sino de misiones extraordinarias. Estas grandes misiones son necesariamente ejemplares, pues las «columnas de la Iglesia» determinan el estilo de todo el edificio, dan canónicamente la norma y regla para todos (el canon): son un término medio, aclaratorio, entre la soledad de Jesucristo y la fundamentación de la fe de todo cristiano. Las misiones, menores y mayores, y todo cristiano tiene la suya, proceden todas del mismo punto. Y, en efecto, misiones y carismas no se dan en medio de la comunidad, sino que se «reparten a cada uno por Dios según la medida de la fe, desde un cara a cara con Dios al cuerpo eclesiológico de muchos miembros» (Rom 12,3-4).
Sólo como individuo puede ser llamado el cristiano para la Iglesia, y en la Iglesia, para el mundo; como solitario que, en el momento de la llamada, no puede ser apoyado, visiblemente, por nadie. Nadie le quita la responsabilidad de su asentimiento, nadie le quita la mitad de la carga que Dios le echa encima. Si es cierto que Dios puede juntar misiones, también lo es que cada enviado ha tenido que estar antes solo ante Dios. Y nadie puede ser enviado si antes no lo ha puesto todo, sin reservas, en manos de Dios, libremente, como un moribundo tiene que hacerlo forzosamente. Una misión cristiana sólo puede surgir en absoluto cuando fundamentalmente se ha ofrecido y entregado todo; cuando Dios, sin reserva alguna de parte del creyente, puede elegir en él lo que le place. Sólo de este punto del encuentro con el Dios muriente puede salir de una existencia de fe algún fruto cristiano. Este fruto lo es siempre de amor, pero fundado en la entrega de sí mismo (H. U. von Balthasar, Seriedad con las cosas. Córdula o el caso auténtico, Sígueme, Salamanca 1968, pp. 29-30).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«¿Por qué, Señor, me rechazas y me ocultas tu rostro?» (Sal 88,15).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Gianna Beretta Molla fue una madre de la diócesis de Milán que, para dar la vida a su hijo, sacrificó la suya con meditada inmolación. Gianna era médico, casada y con tres hijos. Estaba esperando otro. Pero su alegría se mezcló pronto con las más graves preocupaciones. Junto al útero iba creciendo un grueso fibroma y se hacía necesaria y
urgente la intervención quirúrgica. Gianna comprendió de inmediato lo que le salía al encuentro. La ciencia de entonces ofrecía dos soluciones consideradas seguras para la vida de la madre: una laparatomía total, con extirpación tanto del fibroma como del útero, o la extirpación del fibroma, con la interrupción del embarazo. Una tercera solución consistía en extirpar sólo el fibroma, sin tocar al niño, pero ponía en grave peligro la vida de la madre.La doctora Beretta, antes de ir al hospital, fue a visitar al sacerdote con el que se confesaba habitualmente. Este le exhortó a esperar y tener valor. «Sí, don Luigi -le respondió la mujer-; he rezado mucho durante estos días. Me he confiado con fe y esperanza al Señor, incluso contra las terribles palabras de la ciencia médica, que me decían: o la vida de la madre o la vida de su criatura. Confío en Dios, sí, pero ahora me corresponde a mí cumplir con el deber de madre. Renuevo al Señor la ofrenda de mi vida. Estoy dispuesta a todo, con tal de salvar la vida de mi criatura.»
Ella misma nos contó su primer encuentro con el cirujano: «El doctor me dijo antes de la operación: "¿Qué hacemos? ¿La salvamos a usted o salvamos al niño?". Enseguida le contesté: "No se preocupe por mí". Y, después de la operación, me dijo: "Hemos salvado al niño"». El doctor, de religión judía, respetó la voluntad de la paciente (A. Sicari,
Gianna Beretta Molla, en íd., II terzo libro dei ritratti di santi, Milán 1993, pp. 144-146, passim [edición española: Retratos de santos, Encuentro Ediciones, Madrid 1995]).