23a
semana del
Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: 1 Corintios 10,14-22a
14
Por lo cual, queridos míos, huid de la idolatría. 15 Os hablo como a personas prudentes capaces de valorar lo que os digo. 16 El cáliz de bendición que bendecimos ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo? 17 Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo.18
Considerad el ejemplo del pueblo israelita: los que comen las víctimas sacrificadas ¿no quedan vinculados al altar? 19 Con esto no pretendo deciros que la carne sacrificada a los ídolos tenga algún valor especial o que los ídolos sean algo. 20 Lo que quiero deciros es que esas víctimas se sacrifican a los demonios y no a Dios, y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios. 21 No podéis beber el cáliz del Señor y el de los demonios, no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. 22 ¿O es que pretendemos provocar la ira del Señor? ¿Somos acaso más fuertes que él?
En este punto
de su carta, Pablo considera la vida sacramental de la comunidad cristiana de
Corinto, porque, como es obvio, algunas de sus prácticas dejaban bastante que
desear. Del mismo modo que en los vv 1-13 considera la práctica del bautismo y
no se olvida de recordar el carácter fundamental de este sacramento, reflexiona
ahora sobre la celebración eucarística, a la que alude de modo claro con «el
cáliz de bendición que bendecimos» y con el «pan que partimos» (v.
16).
Pablo recuerda las notas características de la eucaristía: en primer lugar, es un sacrificio agradable a Dios, mediante el cual el que lo ofrece entra en comunión con aquel al que se eleva la ofrenda. Pablo da una gran importancia a esta primera y fundamental experiencia mística, sin la que cualquier celebración sacramental se agota en pura exterioridad y crea divisiones. En segundo lugar, la eucaristía es para Pablo sacramento de la unidad: por su propia naturaleza, tiende a edificar la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Un solo cáliz y un «único pan»: por consiguiente, una sola Iglesia. Esta dimensión eclesiológica -también sacramental-se encuentra en estrecha conexión con la precedente: se entra a formar parte de la Iglesia porque se pertenece a Dios, porque se está arraigado en el cuerpo de Cristo. La eucaristía es asimismo para Pablo signo distintivo de la comunidad creyente: por ella se distinguen los cristianos de cualquier otra comunidad o congregación y se distinguen como comunidad sui géneris. La eucaristía se convierte en el signo distintivo de los verdaderos discípulos de Cristo.
Evangelio: Lucas 6,43-49
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 43 No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno. 44 Cada árbol se conoce por sus frutos. Porque de los espinos no se recogen higos, ni de las zarzas se vendimian racimos. 45 El hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón, y el malo de su mal corazón saca lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla su boca.
46
¿Por qué me llamáis «Señor, Señor» y no hacéis lo que os digo? 47 Os diré a quién es semejante todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica. 48 Es semejante a un hombre que, al edificar su casa, cavó hondo y la cimentó sobre roca. Vino una inundación y el río se desbordó contra esa casa, pero no pudo derruirla, porque estaba bien construida. 49 Pero el que las oye y no las pone en práctica es como el que edificó su casa a ras de tierra, sin cimientos; cuando el río se desbordó y las aguas dieron contra ella, se derrumbó en seguida, convirtiéndose en un montón de ruinas.
También estos
versículos, como los precedentes, pueden ser considerados variaciones sobre el
tema de las bienaventuranzas y de las amenazas. Se percibe en el contraste entre
el «árbol bueno» y el «árbol malo» (vv. 43ss), así como en el que
establece Jesús entre el que construye su casa cimentada sobre la roca y el que
la construye sobre la arena (vv. 48ss).
La enseñanza que se inspira en la imagen del árbol nos remite a la situación de Palestina, una tierra que, desde diferentes puntos de vista, ofreció a Jesús muchos motivos para sus enseñanzas y para sus parábolas. El que ha tenido la suerte de visitar esa tierra sabe por experiencia cómo da frescura y vivacidad a la lectura de las páginas evangélicas.
Para Jesús, cada persona es como un árbol: porque si es bueno puede dar frutos buenos, y porque no es posible pretender que dé frutos buenos si es malo. La orientación de las palabras de Jesús va, por consiguiente, del interior al exterior (del corazón a los hechos), pero también del exterior al interior (de los hechos al corazón).
Palabras como éstas debieron de estremecer a sus discípulos y a sus oyentes. Jesús sabe bien lo que hay en el corazón de cada persona y habla desde un conocimiento que le es absolutamente propio, frente al cual todos sienten que son como un cuaderno abierto de par en par. Para Jesús hay, pues, un tesoro bueno y otro malo (v. 45): en ambos casos, se trata del corazón de la persona humana, fuente de sus pensamientos y manantial de sus acciones.
Una última observación nos lleva a considerar que Jesús exige a sus discípulos el compromiso de traducir la profesión de fe «Señor, Señor» (v. 46) en actos concretos de obediencia. Pero les exige también que todo acto de obediencia se inspire en la fe que han recibido como don.
MEDITATIO
Las palabras de Jesús que constituyen el centro de la página evangélica que hemos leído hoy merecen una última profundización. Volvamos a oírlas: «El hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón, y el malo de su mal corazón saca lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla su boca».
Es la motivación lo que nos importa señalar: el corazón humano conoce una plenitud en cierto modo incontenible, que desborda del corazón a la boca. Es como decir que la persona humana es un ser completo y unitario: por mucho que se esfuerce en separar sus pensamientos de sus palabras, nunca conseguirá descubrir el juicio de Dios. El corazón, en efecto, es la «central» de la persona humana: en él nacen y de él brotan pensamientos buenos y pensamientos malos, proyectos buenos y proyectos malos, acciones buenas y acciones malas.
La persona que del tesoro bueno de su propio corazón saca el bien es «semejante a un hombre que, al edificar su casa, cavó hondo y la cimentó sobre roca». El buen corazón que ha recibido como don y que intenta cultivar con todas sus fuerzas le ofrece continuamente material para construir, ladrillo a ladrillo, la casa en la que podrá habitar con su Señor, la tienda en la que podrá buscar y encontrar a su Señor, la morada de la intimidad.
Por el contrario, la persona que de su tesoro malo saca el mal es como el que construye sobre tierra insegura, sin fundamento. El corazón malo que se ha fabricado sustrayéndose a la escucha de la Palabra y negándose al diálogo con su Señor no sólo le aleja cada vez más de la intimidad con Dios, sino que le aparta también de las relaciones fraternas; más aún, le contrapone a todos aquellos que han sido convocados por Dios en su casa.
ORATIO
Oh Señor, presentarse disfrazado con un yo que no se tiene es engaño,
prometer un bien que no ha sido cultivado es decepción,
hablar de las propias cualidades sin traducirlas en obras es vanagloria,
escuchar sin poner en práctica es una pérdida de tiempo.
Oh Señor, sólo quien haya madurado su yo en su propio corazón estará en condiciones de presentarlo original y apetecible para el bien de muchos;
sólo quien haya cultivado sus propios puntos fuertes en el silencio de su yo profundo podrá ofrecerlos con fuerza y valor para apoyar a quien lo necesite;
sólo quien vive en el silencio puede captar y valorar su propia realidad y la que le rodea, aprendiendo a exteriorizarla con pocas palabras, verdaderas, y con muchos hechos.
Oh Señor, sé que sólo puedo llevar ante los otros lo que he recogido en la quietud, en tu presencia, porque sólo tú transformas la calidad de mis acciones.
CONTEMPLATIO
No con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu Palabra y te amé. Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos
Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo; no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas; no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios.
Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios (san Agustín, Las confesiones, X, 6, 8, edición de Angel Custodio Vega, BAC, Madrid 51968, p. 396).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10,17).
PARA LA LECTURA
ESPIRITUAL
La vida personal empieza con la capacidad de romper los contactos con el medio, con la capacidad de recuperarse, de volver a poseerse a sí mismo para dirigirse a un centro y alcanzar la propia unidad. Sobre esta experiencia vital se fundamenta la validez del silencio y de la vida retirada, que hoy es oportuno recordar. Las distracciones que esta civilización nuestra nos ofrece corrompen el sentido de la quietud, el gusto del tiempo que transcurre, la paciencia de la obra que madura, y hacen vanas las voces interiores que muy pronto sólo el poeta y el religioso sabrán escuchar.
Nuestro primer enemigo, dice G. Marcel, es lo que nos parece «completamente natural», lo que cae por su propio peso, según el instinto o la costumbre: la persona no es ingenuidad. Sin embargo, también el movimiento de la reflexión es asimismo un movimiento de simplificación, no de complicación o de sutilezas psicológicas: va al centro, y nos va directo, y no tiene nada que ver con la interpretación morbosa. Con un acto se compromete, con un acto se concluye (J. Conieh, Emmanuel Mounier, Roma 1976, pp. 1 13ss).