Viernes

16ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 3,14-17

14 Volved, hijos apóstatas, oráculo del Señor, porque yo soy vuestro dueño. Tomaré uno por ciudad y dos por familia y os conduciré a Sión. 15 Os daré pastores que sean fieles a mí, y os pastorearán con inteligencia y sabiduría. 16 Y cuando hayáis crecido y os hayáis multiplicado en esta tierra, oráculo del Señor, no se hablará más del arca de la alianza del Señor. No se pensará más en ella ni se la mencionará, no se echará de menos ni se hará otra. 17 Entonces llamarán a Jerusalén «Trono del Señor», todas las naciones se reunirán en ella, en el nombre del Señor, y abandonarán los proyectos de su corazón obstinado.


Después de las palabras de reprensión por el pecado de idolatría, he aquí la exhortación a convertirse dirigida por el profeta a sus contemporáneos. «Volved»: es la palabra-clave de la invitación al cambio de vida. Este último implicará, antes que nada, el reconocimiento de YHWH como único Señor, como verdadero guía del pueblo. Los reyes y los jefes, sus representantes, actuarán entonces de manera responsable, de acuerdo con su voluntad manifestada en la ley sinaítica (w. 14ss). A la exhortación le sigue la promesa de un futuro aún más espléndido que el pasado antes anhelado (cf. Jr 2,2ss), en el que Dios será el único rey de Jerusalén. Su presencia hará superflua la del arca de la alianza, cuya desaparición nadie echará de menos. El reconocimiento de la soberanía de Dios unirá a todos los pueblos, que, perdida la dureza de corazón, seguirán su voluntad y no sus propios proyectos (vv. 16ss).


Evangelio: Mateo 13,18-23

' En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 18 Así pues, escuchad vosotros lo que significa la parábola del sembrador. 19 Hay quien oye el mensaje del Reino, pero no lo entiende; viene el maligno y le arrebata lo sembrado en su corazón. Éste es como la semilla que cayó al borde del camino. 20 La semilla que cayó en terreno pedregoso es como el que oye el mensaje y lo recibe en seguida con alegría, 21 pero no tiene raíz en sí mismo, es inconstante y, al llegar la tribulación o la persecución a causa del mensaje, en seguida sucumbe. 22 La semilla que cayó entre cardos es como el que oye el mensaje, pero las preocupaciones del mundo y la seducción del dinero asfixian el mensaje y queda sin fruto. 23 En fin, la semilla que cayó en tierra buena es como el que oye el mensaje y lo entiende; éste da fruto, sea ciento, sesenta o treinta.


La explicación de la parábola del sembrador desplaza la atención desde aquel que esparce la semilla a las causas de su diferente recepción. Al explicitar la comparación, se pasa de la constatación del resultado, combatido aunque a fin de cuentas sorprendente, de la predicación del Reino de Dios por parte de Jesús y de los continuadores de su obra, a la consideración de los motivos que llevan a los oyentes a cerrarse o abrirse al anuncio y, por consiguiente, a la conversión.

El evangelista, releyendo la parábola de manera alegórica, pone de manifiesto que el fondo de la dureza de corazón es obra del maligno, del que es mentiroso desde el principio (cf. 1 Jn 2,22; 3,8). El hombre secunda esa obra cuando vive de modo que no permite a la Palabra de Jesús arraigar en su vida. De esta forma, distrae fácilmente su atención de ella y deja que los sufrimientos, las incomprensiones, las riquezas, ocupen todo el espacio de su corazón y de su mente. Da frutos abundantes, por el contrario, quien es dócil a la Palabra de Jesús: figura entre los «bienaventurados» (Mt 13,16) a los que ha sido revelado el misterio del Reino; figura entre los «pequeños» en los que se complace el Padre y a los que introduce en la comunión trinitaria (cf. Mt 11,25-27).


MEDITATIO

La Palabra del Señor nos invita hoy, con la imagen de los diferentes terrenos, a reconocer nuestra disponibilidad para acogerla. A la constatación de la presencia de obstáculos que impiden la obtención de un fruto abundante le sale al encuentro la llamada suave, pero insistente: «¡Vuelve! ¡Conviértete!». Allí donde nos encontremos, en cualquier lugar donde -tal vez- nos hayamos perdido, allí mismo somos buscados, porque interesamos profundamente a ese Dios que nos ama hasta tal punto que nos renueva el don de la vida cada día y que no nos quita la posibilidad de ser sus amigos, ni siquiera cuando nosotros mismos le decimos, de palabra o con hechos, que no queremos saber nada de él. Volver parece una derrota, una experiencia humillante; sin embargo, es el preludio de una sinfonía de vida verdadera, capaz de satisfacer los deseos más profundos e inexpresados.

Dios, nuestro Padre, continúa velando a la puerta de casa para captar la primera señal del regreso de su hijo, de cada uno de nosotros. Nuestra respuesta a la Palabra nace del dejarnos interpelar por la pregunta, como si nos la dirigiera el Señor: «Sea cual sea el "terreno" en el que reconoces estar, ¿quieres volver a mí?».
 

ORATIO

Gracias, Señor, por hacerme volver a ti. Tu voz, que con tanta suavidad me dice: «¡Vuelve!», me hace sentir todo el amor que me tienes, tu espera, tu deseo de mí. Tú me deseas más a mí que yo a ti. Si me alejo de ti, tú continúas buscándome; si no escucho tu voz, tú continúas esparciendo como semilla tu Palabra, de manera abundante. Si dejo caer tu invitación en la nada, tú me la renuevas cada día; más aún, en cada instante.

Gracias, Señor, por tu fidelidad. Me hace bien saber que eres así, no para alargar el tiempo de mi retorno sosegándome según mi conveniencia, sino para no desanimarme cuando me dé cuenta de que sigo preso en condicionamientos interiores y exteriores de los que todavía no me he liberado.

Gracias, Dios fiel, por continuar pronunciando tu Palabra para mí. Con la fuerza y el apoyo de tu Espíritu sé que puedo caminar por el camino de la conversión, del retorno a la verdadera casa tuya y mía. Y escuchar en ella tu voz con el corazón desembarazado de todo lo que hasta ahora me ha bloqueado para vivir como hijo, para llamarte y sentirte como eres: mi padre. Ahora comprendo, Dios mío, que ése es el fruto que puedo dar y que tú esperas de mí.


CONTEMPLATIO

Seremos verdaderamente dichosos si lo que escuchamos o cantamos lo ponemos también en práctica. En efecto, nuestra escucha representa la siembra, mientras que en las obras tenemos el fruto de la semilla. Quisiera exhortaron a no ir a la Iglesia y quedaros, después, sin dar fruto, es decir, a escuchar tantas hermosas verdades sin moveros, después, a obrar. Hermanos, no teníamos obras buenas, sino que todas eran malas. Sin embargo, aun siendo tales las obras de los hombres, no los abandonó la misericordia divina. Es más, Dios mismo envió a su Hijo a redimirnos al precio de su sangre. Ésa es la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, de una manera digna de la misma, para no ultrajar un don tan grande (Agustín, Sermón 23a, 1-4, en CCL 41, 321-323).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Vuelvo a ti, oh Dios: tú eres mi Señor».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Corazón duro. Así podemos sintetizar la situación de los terrenos incapaces de recibir la Palabra de la manera debida (camino, pedregal, espinas). Podemos plantear así nuestro problema: ¿cómo es que escuchamos las palabras justas y, después, cuando hemos salido de la iglesia, hacemos las equivocadas? Nos defendemos de la Palabra, porque la consideramos peligrosa, porque puede empujarnos a realizar gestos locos, ciertamente incómodos. No hemos de buscar la culpa en nuestra poca cultura (Jesús no eligió a los Doce entre los más cultos, ni tuvo la pretensión de que fueran licenciados), ni siquiera en nuestra indignidad (Jesús reveló una verdad que guardaba con gran celo nada menos que a una mujer de mala vida, la samaritana: «Soy yo, el que está hablando contigo»).

La causa profunda hemos de buscarla en una actitud de fondo nuestra que está equivocada. Precisamente en nuestro corazón duro. El terreno ya está ocupado por nosotros mismos, por nuestros esquemas, por nuestros prejuicios, por nuestro «sentido común». Hemos de pensar si acaso no habremos contribuido también nosotros a volver «insólito» el Evangelio, cuando, en realidad, debíamos hacerlo habitual, común, en la vida de cada día, en medio del mundo, frente a cualquier situación. ¡Si nos tomáramos en serio la Palabra! ¡Si la lleváramos a la vida! De manera habitual. La Palabra de Dios, con nuestra colaboración, es capaz de realizar el milagro: hacer florecer el desierto. Hacer germinar la semilla hasta en medio del árido pedregal de este mundo (A. Pronzato, Vangeli scomodi, Turín 1983 [edición española: Evangelios molestos, Sígueme, Salamanca 1997]).