Lunes

14ª semana del
Tiempo ordinario

LECTIO

Primera lectura: Oseas 2,16-18.21 ss

16 Pero yo voy a seducirla;
la llevaré al desierto
y le hablaré al corazón.
17 Le devolveré sus viñedos,
haré del valle de Acor
una puerta de esperanza
y ella me responderá allí
como en los días de su juventud,
como el día en que salió de Egipto.
18
Aquel día, oráculo del Señor,
me llamarás «mi marido»,
y no me llamarás «mi baal».
Te desposaré conmigo para siempre,
te desposaré en justicia y en derecho,
en amor y en ternura;
Z2 te desposaré en fidelidad
y tú conocerás al Señor.


El profeta Oseas escribió en tiempos de Jeroboán III (713-743 a. de C. ), en un período bastante florido, desde el punto de vista social, para Israel, aunque amenazado por la prostitución del pueblo a los baales, ídolos cananeos de la sexualidad, de la fecundidad, de la vegetación. La misma mujer del profeta abandona a su marido y se convierte en prostituta sagrac a en un templo de Baal. Oseas, con la pena del corazón traicionado, es introducido en un significado más amplio de ese adulterio: no sólo su mujer, sino todo Israel es adúltero respecto a Dios.

Y en el hecho de que el profeta, por voluntad del Se-ñor, vuelva a tomar consigo a la mujer infiel comprende el autor sagrado que debe expresar, con su propia vida y con su escrito, el drama de un Dios hasta tal punto fiel a Israel que lo atrae de nuevo hacia sí para renovarlo en un encuentro de profunda intimidad. Los «viñedos», los bienes perdidos por Israel cuando abandonó al Señor, él mismo -el esposo- los devolverá otra vez a la amada que se convierte a él.

Israel, yendo aún más al fondo en la alianza nupcial con Dios, experimentará la transfiguración de las mis-mas experiencias más dolorosas. Precisamente como el «valle de Acor», un estrecho y oscuro desfiladero que evocaba atroces recuerdos de estragos (cf. Jos 7,24ss), se convertirá en «puerta de esperanza». Y será muy bello -dice Oseas-, como en los tiempos de la liberación de Egipto, dirigir cantos de amor a un Dios que desea cada vez más apasionadamente unir a la creación consigo, renovándola con sus dones nupciales.

Éstos son la justicia, fuente de toda la acción de Dios que une consigo a la esposa fiel; el derecho, que es defenderla del mal; la ternura y ese amor intenso y tiernísimo -rahamfm- que caracteriza las nuevas relaciones del Dios-Esposo con Israel-Esposa, convertida en lo más profundo de su ser. De este modo es como la esposa «conocerá» a su Dios: no de modo formal, exterior, sino en lo hondo del corazón.

Evangelio: Mateo 9,18-26

En aquel tiempo, 18 mientras Jesús les decía esto, llegó un personaje importante y se postró ante él diciendo:

-Mi hija acaba de morir, pero si tú vienes y pones tu mano sobre ella, vivirá.

19 Jesús se levantó y, acompañado de sus discípulos, le siguió. 20 Entonces, una mujer que tenía hemorragias desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la orla de su manto, 21 pues pensaba: «Con sólo tocar su vestido quedaré curada».

22 Jesús se volvió y, al verla, dijo:

-Ánimo, hija, tu fe te ha salvado.

Y la mujer quedó curada desde aquel momento. 23 Al llegar Jesús a casa del personaje y ver a los flautistas y a la gente alborotando, 24 dijo:

-Marchaos, que la niña no ha muerto; está dormida.

Pero ellos se burlaban de él. 25 Cuando echaron a la gente, entró, la tomó de la mano y la niña se levantó. 26 Y la noticia se divulgó por toda aquella comarca.


Este relato presenta la típica estructura de encaje. Se trata, en efecto, de dos episodios tan insertados entre sí que se revelan como dos aspectos de una única realidad: la fe en Jesús, que, si es auténtica, hace pasar de la muerte a la vida. Jairo, jefe de la sinagoga de Cafarnaún, se postra ante Jesús en casa de Mateo precisamente cuando estaba hablando de bodas, de ropa nueva y de vino nuevo (cf. 9,16ss). En su discurso de vida se inserta la pena de quien acaba de ver morir a su hija de doce años (cf. Lc 8,42), la edad de las nupcias para los judíos. Jesús se dirige hacia la casa de la difunta cuan-do una mujer, que sufría hemorragias desde hacía doce años, le toca la orla de su manto, persuadida, por la fe, de que «tocarle» significa salvarse. Y eso es precisa-mente lo que le oye decir al Señor: «Animo, hija, tu fe te ha salvado» (v. 22). Si perder sangre de continuo simboliza la amenaza de la muerte, la curación de la mujer es preludio de la victoria sobre la muerte que lleva a cabo Jesús enseguida en casa de Jairo. Dice Jesús: «La niña no ha muerto; está dormida» (v. 24).

En efecto, allí donde se hace sitio a Jesús, que vivió la muerte por nosotros en su persona y la «engulló» con su resurrección (cf. 1 Cor 15,55), la muerte corporal se convierte en «dormición», y dejarse «tocar» por Jesús se convierte en certeza de resurrección. La vida -como un caminar hacia la plenitud de las bodas de amor eterno, teniendo plena confianza en Jesús- encuentra en esta página una interpretación ejemplar. Vivir es caminar en la fe, en esa fe que, en concreto, es «tocar» y «dejar-se tocar» por Cristo vivo en la Palabra, en la eucaristía y en el prójimo.


MEDITATIO

Los baales, los ídolos de muerte denunciados por Oseas, también nos seducen hoy. Son el dinero, la ropa, el culto a la imagen, el sexo, el hedonismo y también ese sutil, aunque obstinado, dominio del ego, mediante el cual, incluso cuando hacemos el bien, nos buscamos más a nosotros mismos y nuestras propias gratificaciones que la gloria del Señor y la venida del Reino. Sin embargo, nuestro corazón está profundamente insatisfecho e inquieto. Es preciso escucharlo mientras grita la desolación de su vacío, de ese adulterio que es dejar perder a Dios en el torbellino del activismo, en la carrera hacia la exageración para prostituirse con alguno de los ídolos que hemos citado más arriba. Y es preciso que nos dejemos conducir por el Señor «al desierto». Para ver con perspicacia que la idolatría del vivir compro-metidos con las lógicas de este mundo no sólo es un insulto al Señor de la vida, sino también una progresiva pérdida de vida, como experimentaba la mujer antes de tocar la orla del manto de Jesús, para todo esto, decíamos, resultan preciosos algunos momentos de meditación. Poco a poco se pierde el gusto por la oración, la alegría de hacer el bien, la sensibilidad del «hacerse prójimo». Y, a la larga, se va apagando la vida espiritual. Hay muertos ambulantes con mucho activismo por dentro y apariencia -¡puede darse!- de bien.

Con todo, es posible la salvación. Se llama Jesús. Este sólo pide que le conozcamos, aunque en lo pro-fundo del corazón: con ese conocimiento de la fe que es «tocarle» como la mujer del evangelio y «dejarse tocar» (coger por la mano) por él como la niña de doce años que se levanta. Jesús es el Esposo que libera a quien habita en las tinieblas (en el vacío) y en sombras de muerte (todo adulterio, prostitución a los ídolos). Con todo, es preciso entrar en contacto con él con una fe orante.


ORATIO

Señor Jesús, me reconozco idólatra y, con frecuencia, adúltero. Tú me hablas con gran amor. Derrama tu espíritu para que me deje coger y conducir a ese desierto interior que, de lugar de horrible vacío y de muerte, se puede convertir en lugar de intimidad nupcial contigo, si busco momentos de silencio y de retirada al corazón habitado por ti. Es en el corazón donde llamo: aumenta en mí la fe que es precisamente la experiencia del «tocarte» y del «dejarme tocar» por ti.

Si el Espíritu suscita en mí la voluntad de tocarte y de ser tocado por ti, orando, recibiéndote eucarísticamente vivo en la comunión, entrando en contacto con el prójimo con la conciencia de entrar en contacto contigo, entonces vencerás en mí el sentido de pérdida de las energías espirituales, la muerte que advierto si me se-paro de ti. Gracias a esta fe, al tocarte, te conozco matrimonialmente y experimento que en mi vivir o todo se revela como muerte o todo –incluido el dolor– se transfigura y se convierte en ti.
 

CONTEMPLATIO

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Retenían-me lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalas-te tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz (Agustín, Las confesiones, X, 27, 38, edición española de Ángel Custodio Vega, BAC, Madrid 51968).
 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Aumenta mi fe y sálvame, Señor».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¡Cómo quisiera, amigo de Dios, que estuvieras siempre lleno del Espíritu Santo en esta vida! «Os juzgaré en la condición en que os encuentre», dice el Señor (cf. Mt 24,42; Mc 13,33-37; Lc 19,12ss). ¡Ay de nosotros si nos encuentra cargados de preocupaciones y fatigas terrestres!

Es cierto que toda buena acción hecha en nombre de Cristo confiere la gracia del Espíritu Santo, pero la oración lo hace más que cualquier otra cosa, ya que siempre está a nuestra disposiclon. Podrías sentir el deseo, por ejemplo, de ir a la iglesia, pero ++la iglesia está lejos o bien han acabado los oficios; podrías sentir deseos de hacer limosna, pero no encuentras a ningún pobre o bien no tienes monedas en el bolsillo; es posible que quisieras encontrar alguna otra buena acción para hacerla en nombre de Cristo, pero no tienes fuerza suficiente o bien no se te presenta la ocasión; nada de todo esto, sin embargo, afecta a la oración: todo el mundo tiene siempre la posibilidad de orar.

Es posible valorar la eficacia de la oración, hasta cuando es un pecador el que la hace, si la hace con un corazón sincero, a partir de este ejemplo que nos refiere la santa Tradición: al oír la imploración de una madre desgraciada que acababa de per-der a su único hijo, una prostituta, que había encontrado por el camino y se sentía conmovida por la desesperación de aquella madre, se atrevió a gritar al Señor: «No por mí, indigna peca-dora, sino a causa de las lágrimas de esta madre que llora a su hijo y sigue creyendo en tu misericordia y en tu omnipotencia, resucítalo, Señor». Y el Señor lo resucitó. Amigo de Dios, éste es el poder de la oración (I. Garainof, Serafino di Sarov, Milán 1995, p. 161).