Martes

11 a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 21,17-29

Después de que Nabot hubiera muerto, 17 el Señor dirigió su Palabra a Elías, el tesbita:

18 -Ve al encuentro de Ajab, rey de Israel, en Samaria. Está en la viña de Nabot y ha bajado para tomar posesión de ella. Le dirás: Esto dice el Señor: Has asesinado y, encima, expropias. 19 Y añadirás: Así dice el Señor: En el mismo lugar en el que los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán también la tuya.

20 Ajab dijo a Elías:

25 (Ciertamente, no hubo nadie que se vendiera como Ajab para ofender al Señor con su conducta, impulsado por su esposa Jezabel. 26 Se comportó de manera abominable, yendo tras los ídolos, como los amorreos que el Señor había expulsado de delante de los israelitas.)

27 Cuando Ajab oyó esto, rasgó sus vestiduras, se vistió de sayal y ayunó. Dormía con el sayal y andaba abatido. 28 El Señor dijo a Elías, el tesbita:

29 —¿Has visto cómo Ajab se ha humillado ante mí? Por haberse humillado ante mí, no lo castigaré mientras viva, sino que castigaré a su familia en vida de su hijo.


Elías desarrolla con Ajab, por encargo del Señor, el mismo papel de Natán con David. Dios venga -y lo hace a través de los profetas- de la injusticia y defiende al oprimido. El orden quebrantado tiene que ser reparado y Jezabel será la primera en pagar las consecuencias (2 Re 9,30ss). Por muy férreo que pueda ser, el principio de la retribución admite atenuantes en virtud del arrepentimiento del culpable y de la misericordia divina. Con todo, eso no es obstáculo para que, siguiendo la lógica del Antiguo Testamento, se imponga de todos modos la reparación (cf. 2 Re 9ss).

El Libro primero de los Reyes dedica los dos últimos capítulos a ilustrar las nuevas y desdichadas empresas bélicas de Ajab, a pesar de la opinión contraria del profeta Miqueas, así como la sórdida muerte del desventurado soberano, cuyas llagas fueron lamidas por los perros.


Evangelio: Mateo 5,43-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 43 Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. 44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per-siguen. 45 De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos. 46 Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen también eso los publicanos? 47 Y si saludáis sólo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de más? ¿No hacen lo mismo los paganos? 48 Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.

La sexta antítesis tiene que ver con el mandamiento principal: el amor al prójimo (Lv 19,18). Cristo habla también del odio a los enemigos -expresión que no aparece en la Biblia, aunque sí en los últimos flecos del judaísmo: en Qumrán se mandaba odiar a todos los hijos de las tinieblas- para extender también a ellos el amor y la oración. Y esto a imitación del Padre celestial, de quien son hijos todos los hombres, que deben reconocerse como hermanos. De este modo se convertirán en imitadores del Padre, imitando su perfección y, por consiguiente, su santidad (cf. Lv 19,2). El pasaje paralelo de Lc 6,36 nos dice en qué consiste la naturaleza de la perfección divina: en la misericordia. También aquí es preciso rebasar la medida (cf. Mt 5,20), que, esta vez, hace referencia a los tristemente famosos publicanos, los recaudadores de las tasas por cuenta de los romanos (Mt 18,17; 21,32), y a los paganos, ligados también ellos a un código que, no obstante, resulta absolutamente formal e interesado. Sabemos asimismo que, en el mundo oriental, el saludo comporta mucho más que un simple intercambio de cumplidos; es considerado como intercambio de paz.

Mateo recupera (cf. 5,12) el término «recompensa» o mérito, que aparece más veces en el capítulo siguiente (6,1.2.5.16), donde se afirma que el Padre mismo nos premiará abiertamente (cf. variante de 6,4). Como es evidente, el comportamiento moral no va ligado a una visión retributiva: hago el bien cada día para tener un premio por ello. Más aún, esta visión está desmentida por el hecho de que el verbo está en presente («¿qué recompensa merecéis?). El comportamiento del cristiano no es otra cosa que la libre respuesta a un don de la gracia, y en esa respuesta está incluido ya el «premio», el don de la salvación.


MEDITATIO

Si lo que afirma Jerónimo -estos preceptos han de ser juzgados «con la inteligencia de los santos» y no «con nuestra estupidez»- vale para todo el sermón del monte, con mayor razón se aplica al mandamiento del amor. Un amor a ultranza, podríamos decir. Porque «si amar a los amigos es cosa de todos, amar a los enemigos es cosa sólo de los cristianos» (Tertuliano). «Jesús hubiera vivido y muerto en vano», sostiene Gandhi, «si no hubiéramos aprendido de él a regular nuestras vidas por la ley eterna del amor». El nos quiere perfectos en el amor (una perfección moral, no metafísica, por tanto) que debemos practicar con Dios y con el prójimo, aunque sea enemigo nuestro o nos persiga, tal como nos enseñó Jesús cuando perdonó a los mismos que le estaban crucificando. Por eso pudo Pablo escribir a sus fieles: «Sobre el amor fraterno no tenéis necesidad de que os diga nada por escrito, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros los unos a los otros» (1 Tes 4,9).

Me pregunto en qué medida se manifiesta en mi amor el amor de Dios. ¿Realizo un acto de amor hacia algún enemigo mío, depositando en su corazón el bálsamo de mi oración?


ORATIO

Señor Jesucristo, dulcísimo maestro de humildad y de paciencia, concédeme a mí, que soy el último de tus siervos, arraigarme en la humildad, considerarme inferior a los otros y merecedor de desprecio. Concédeme soportar con paciencia las aflicciones físicas y las dificultades materiales; que esté dispuesto a afrontar males todavía mayores y que sea capaz de salir al encuentro de quien me pide ayuda ya sea para el cuerpo o para el alma. Concédeme amar con el corazón, los labios y las obras no sólo a los amigos y a los enemigos, sino también a todos los que me persiguen, hacerles el bien y rezar por ellos. De este modo, por tu gracia, podré ser incluido entre tus hijos y figurar entre los elegidos.

Señor Jesucristo, mientras que a los antiguos les prometiste bienes materiales, a nosotros nos aseguras bienes eternos para que sobreabunde nuestra justicia. Concédeme irradiar en tu presencia y en la de los otros la luz de la Palabra y de las obras, así como no abolir, sino cumplir de manera sobreabundante, tu Ley. Guárdame de la ira y de ofender al prójimo, de modo que sea agradable ante ti la ofrenda del corazón, de los labios y de las buenas obras. Concédeme, oh Dios clementísimo, huir de la concupiscencia, de la mirada mala, y evitar todo juramento. Y que al abstenerme de injuriar al prójimo, no tenga que provocar tus castigos, sino que siempre pueda complacerte en todo (Landulfo de Sajonia).
 

CONTEMPLATIO

Amad a vuestros enemigos... ¡He aquí cómo pone el Señor el coronamiento de todos los bienes! Porque, si nos enseña no sólo a sufrir pacientemente una bofetada, sino a volver la otra mejilla; no sólo a soltar el man-to, sino a añadir la túnica; no sólo a andar la milla a que nos fuerzan, sino otra más por nuestra cuenta, todo ello es porque quiere que recibas como la cosa más fácil algo muy superior a todo eso. -¿Y qué hay -me dices-superior a eso? -Que a quien todos esos desafueros corneta con nosotros no le tengamos ni por enemigo. Y todavía algo más que eso. Porque no dijo: No le aborrecerás, sino: Le amarás. Ni dijo: No le hagas daño, sino: Hazle bien.

Mas, si atentamente examinamos las palabras del Señor, aún descubriremos algo más subido que todo lo di-cho. Porque no nos mandó simplemente amar a quienes nos aborrecen, sino también rogar por ellos. ¡Mirad por cuántos escalones ha ido subiendo y cómo ha termina-do por colocarnos en la cúspide de la virtud! Contémoslos de abajo arriba. El primer escalón es que no hagamos por nuestra cuenta mal a nadie. El segundo, que, si a nosotros se nos hace, no volvamos mal por mal. El tercero, no hacer a quien nos haya perjudicado lo mismo que a nosotros se nos hizo. El cuarto, ofrecerse uno mismo para sufrir. El quinto, dar más de lo que el ofensor pide de nosotros. El sexto, no aborrecer a quien todo eso hace. El séptimo, amarle. El octavo, hacerle beneficios. El noveno, rogar a Dios por él. ¡He aquí una cima filosófica! De ahí también el espléndido premio que se le promete. Como el precepto es tan grande y pide un alma tan generosa y un esfuerzo tan levantado, también el galardón es tal como a ninguno de sus anteriores mandatos lo propuso el Señor. Porque aquí ya no habla de poseer la tierra, como se promete a los mansos; no de alcanzar consuelo y misericordia, como los que lloran y los misericordiosos; ni siquiera se nos habla del Reino de los Cielos, sino de algo más sublime que todo eso y que bien puede hacernos estremecer: se nos promete ser semejantes a Dios, cuanto cabe que lo sean los hombres: A fin -dice- de que seáis semejantes a vuestro Padre, que está en los cielos (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 18,3ss [edición de Daniel Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1955]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Sed perfectos en el amor, como vuestro Padre celestial» (cf. Mt 5,48).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Para amar a los que nos aman, para saludar a Ios que nos saludan, no tenemos necesidad de creer en ninguna religión. No tenemos necesidad de poner a Dios en medio. Es algo que hacen todos. Es «humano».

Precisamente porque el amor a los enemigos es tan «poco humano», precisamente porque supera la medida del hombre «normal», precisamente por eso, muestra, como ninguna otra exigencia del Nuevo Testamento, que aquí tenemos delante no algo humano, sino, en un sentido más profundo, algo divino. Se trata de algo que se encuentra también en las restantes antítesis [del sermón del monte], pero que aquí -en la antítesis del amor al enemigo- podemos captar del mejor modo posible: la soberanía de Dios, el Reino de Dios. No es que con el amor a los enemigos consigamos realizar el Reino de Dios. En efecto, con nuestras fuerzas no somos capaces de amar al enemigo. Es un «regalo» de la soberanía de Dios, antes de cualquier iniciativa nuestra, que nos libera y nos hace capaces de amar al enemigo. Ahora bien, si la soberanía de Dios nos libera para que amemos al enemigo, para que le amemos de verdad, con todo lo que esto significa y comporta, entonces resulta verdaderamente claro que la soberanía de Dios ha irrumpido en efecto entre nosotros, entonces resulta claro lo que significa de verdad la soberanía de Dios, entonces resulta claro qué comporta ser hijos e hijas de aquél a quien llamamos, y es, nuestro Padre celestial y nuestra Madre celestial.

Amad a vuestros enemigos, jugaos el todo por el todo, amadlos con corazón indiviso, tratadlos con amor creativo (H. J. Venetz, II discorso Bella montagna, Brescia 1990, pp. 90ss).