Viernes

8ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Pedro 4,7-13

Queridos: 7 Se aproxima el fin de todas las cosas. Sed, pues, moderados y vivid sobriamente para dedicaros a la oración. 8 Ante todo, amaos intensamente unos a otros, pues el amor alcanza el perdón de muchos pecados. 9 Practicad de buen grado unos con otros la hospitalidad. 10 Cada uno ha recibido su don; ponedlo al servicio de los demás como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. 11 El que habla, que lo haga conforme al mensaje de Dios; el que presta un servicio, hágalo con la fuerza que Dios le ha dispensado, a fin de que en todo Dios sea glorificado por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por siempre. Amén.

12 Queridos: No os extrañe esta prueba de fuego que se os ha venido encima como si de algo insospechado se tratara. 13 Alegraos, más bien, porque compartís los padecimientos de Cristo, para que también os regocijéis alborozados cuando se manifieste su gloria.


Dando un salto notable, se nos envía desde 1 Pe 2,12 a la sección conclusiva de la carta. La acreditación de la verdadera gracia de Dios, en la que el apóstol pide que permanezcamos firmes (5,12), culmina en la petición de permanecer en Cristo. Con su resurrección ha entrado la historia en su fase última, está encaminada a su cumplimiento. Esta condición desemboca en un nuevo modo de existir que se refleja en todas las expresiones de la existencia. Moderación, oración, caridad, hospitalidad recíproca, valoración de los carismas para la construcción del pueblo, glorificación del Padre en Jesús: constituyen expresiones armónicas de esta vida regenerada. Esta es, al mismo tiempo, filial, fraterna, partícipe de los sufrimientos de Cristo, y está entretejida con la esperanza de la revelación de su gloria. El fundamento de todo es la moderación (1,13; 4,7; 5,8) de los deseos (1,14; 2,11; 4,2ss), marco de la rectitud del vivir y del obrar. Los deseos, abandonados a sí mismos, obstaculizan la oración (3,7; 4,7) y nos impiden dedicarnos a la misma.

La oración, a su vez, alimenta la caridad, y cuando ésta es entendida como recíproca, sincera y cordial, constituye el antídoto contra la malicia, el fraude, la hipocresía, la envidia, la maledicencia, esto es, contra los pecados que acechan la paz comunitaria. El amor a los hermanos (1,2; 3,8) y la fraternidad (2,17; 5,9) son, por lo demás, centrales en la visión del apóstol.

La caridad se manifiesta en el estilo de la acogida recíproca; cuando ésta reina, disipa el clima de chismorreo y de murmuración, de sospecha, de juicio y de falta de confianza que corroe como la carcoma las relaciones comunitarias. La solicitud por los débiles en la fe es una clara prerrogativa ulterior de comunidades vivas, potenciadas por estilos de vida en los que las personas se abren unas a otras y valoran la multiforme gracia de Dios de la que están dotadas.

Aparecen mencionadas de manera concreta dos expresiones de la misma por el vínculo particular que tienen con el crecimiento de la comunidad: el servicio de la Palabra de Dios, para la transmisión y la defensa del evangelio, y las diferentes modalidades de la participación en las responsabilidades comunes (el servicio litúrgico, la ayuda a los pobres, etc.).

La doxología final, caso único en el Nuevo Testamento, está dirigida al Padre por medio de Jesús y a Jesús mismo, «a fin de que en todo Dios sea glorificado por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por siempre. Amén» (v. 11).


Evangelio: Marcos 11,11-26

Después de que la muchedumbre lo hubo aclamado, 11 entró Jesús en Jerusalén, fue al templo y observó todo a su alrededor, pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los Doce.

12 Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. 13 Al ver de lejos una higuera con hojas, se acercó a ver si encontraba algo en ella. Pero no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos. 14 Entonces le dijo:

- Que nunca jamás coma nadie fruto de ti. Sus discípulos lo oyeron.

15 Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en el templo. Volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían las palomas, 16 y no consentía que nadie pasase por el templo llevando cosas. 17 Luego se puso a enseñar diciéndoles:

- ¿No está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, sin embargo, la habéis convertido en una cueva de ladrones.

18 Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley se enteraron y buscaban el modo de acabar con Jesús, porque le temían, ya que toda la gente estaba asombrada de su enseñanza.

19 Cuando se hizo de noche, salieron de la ciudad.

20 Cuando a la mañana siguiente pasaron por allí, vieron que la higuera se había secado de raíz. 21 Pedro se acordó y dijo a Jesús:

- Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.

22 Jesús les dijo:

- Tened fe en Dios. 23 Os aseguro que si uno le dice a este monte: «Quítate de ahí y arrójate al mar», si lo hace sin titubeos en su interior y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. 24 Por eso os digo: Todo lo que pidáis en vuestra oración, lo obtendréis si tenéis fe en que vais a recibirlo. 25 Y cuando oréis, perdonad si tenéis algo contra alguien, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas. [26].


El episodio de la maldición de la higuera se inserta en la sección en la que se describe el ministerio en Jerusalén. Constituye un acontecimiento que es objeto de discusiones y de las hipótesis más dispares entre los exégetas, ocasionadas asimismo por el hecho de que Marcos sigue una cronología de los acontecimientos diferente a la de Mateo y, en parte, también a la de Lucas, poniendo de relieve un objetivo redaccional inspirado por la finalidad específica que persigue en la narración de los hechos.

El acercamiento practicado por la liturgia, que lee de manera seguida los tres hechos -la higuera (vv. 12-14), los profanadores expulsados del templo (vv. 15-19), la exhortación a la fe (vv. 22-25)-, nos invita a captar su conexión. Jesús tiene hambre y busca algún fruto en la higuera, pero no lo encuentra. Marcos, para subrayar el hecho, señala que «no era tiempo de higos». El acontecimiento tiene que ser encuadrado en el marco de la revelación que está llevando a cabo Jesús. El tiempo de la fe es salvífico, no cronológico. Jesús revela que el Padre, en él, tiene hambre, tiene sed (cf la sed de la cruz), no de alimento o de bebida, sino de amor, de justicia, de rectitud, de respeto a su morada, de que se deje de profanar ese templo santo que somos nosotros.

Para saciar esta hambre y esta sed, es bueno todo tiempo y todo lugar. Dios tiene sed de nuestra fe, de nuestra confianza sincera, no calculadora, de nuestra misericordia que perdona y cultiva la esperanza. Estas prerrogativas de los corazones libres insensibilizan cuando no se entregan, cuando lo más profundo de nosotros mismos no es ya casa de oración, sino sede de tráficos ilícitos, de trueques, de compromisos. No podemos decir que una cosa es imposible si Jesús la pide: él conoce nuestros recursos, esos mismos que nosotros ignoramos o preferimos desatender para legitimar el hecho de que no los usemos. Su demanda nos revela nuestro propio ser a nosotros mismos.


MEDITATIO

Tu petición, Señor, es palabra de vida. Tú no pides cosas imposibles. Tú revelas las posibilidades que tu Palabra suscita, la vitalidad que se desarrolla cuando te correspondemos. Resulta arduo entrar en esta lógica de la Palabra que hace nueva la creación e inserta en ella la posibilidad de la docilidad y del consenso. Cada vez que siento a mi alrededor la petición de saciar el hambre fisica y moral y me eximo de escucharla porque me considero separado de ti, no me doy cuenta de que la petición que me llega del que tiene hambre procede de ti, de que tienes hambre y sed de aquello que tú mismo pones en mí como germen y cuyo fruto quieres recoger.

También Pedro había pescado en vano toda una noche. Pero tuvo el coraje de no desobedecerte y su red recogió un número misterioso de peces. Cada vez que me aíslo de ti me empobrezco, experimento una pobreza que me perjudica a mí más y antes que a los otros. El único efecto seguro es que yo no concurro al bien de los otros. En ocasiones, éstos obtienen por otros caminos lo que piden: no lo reciben de mí, que, estéril, seco, árido, intento recoger bienes sirviéndome de prerrogativas y posibilidades que me han sido dadas para ser tu templo santo, alabanza de tu gloria.


ORATIO

Me parece, Señor, que no tengo alternativa. Si dejo de ser templo de oración, me convierto en cueva de ladrones. Si no administro contigo los talentos que me has dado para ser hospitalario, dispensador de tu multiforme gracia, me encuentro malvendiéndolos, aunque sea para satisfacer la necesidad cultual de tus fieles. Si no trabajo para que en todo sea glorificado el Padre por medio de ti, busco mi gloria, mi honor, mi poder. Si vivimos en ti no podemos escoger entre tú y la humanidad; debemos permanecer con los dos.

Para trabajar por mi bien, debo ocuparme contigo de las cosas del Padre, caminar por tus caminos. Es éste un aspecto de la luminosa verdad que el Espíritu hace resplandecer cada vez con mayor claridad en tu Iglesia: revelar al Padre es revelar la humanidad a sí misma; cooperar en favor del Reino es trabajar de verdad por nosotros mismos. Tú y nosotros formamos una sola persona mística.

Concédenos aprender a hablarnos a nosotros mismos y a los demás con las palabras de Dios para llevar a cabo el ministerio que nos confías con la energía que procede de ti, para que sea glorificado en todo el Padre por medio de tu humanidad, que es también la nuestra.


CONTEMPLATIO

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y la especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras según les cupo en suerte; siguen las costumbres de los habitantes del país tanto en el vestir como en todo su estilo de vida; sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas y, con su modo de vivir, superan estas leyes. Aman a todos y todos los persiguen. Se les condena sin conocerlos. Se les da muerte y con ello reciben la vida. Son pobres y enriquecen a muchos; carecen de todo y abundan en todo. Sufren la deshonra y esto les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama y esto atestigua su justicia. Son maldecidos y bendicen; son tratados con ignominia y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen; sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo (Carta a Diogneto, caps. 5-6; tomado de la Liturgia de las horas, volumen II, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1993, pp. 715-716).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Exultemos juntos en el Señor, que nos salva».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Decir que Cristo fue amor no es, a buen seguro, un pretexto para cubrir alguna imperfección en él, el Santo que «no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca» (1 Pe 2,22), puesto que sólo el amor llenaba su corazón, cada una de sus palabras y acciones, toda su vida e incluso su muerte, hasta el final. El amor no llega en el hombre a tanta perfección, pero, a pesar de todo, no deja de extraer de él algún beneficio: mientras que por amor cubre la multitud de los pecados ajenos, el amor le restituye la cortesía al cubrir los suyos. [...]

Sin embargo, Cristo no tenía necesidad de amor. Prueba a imaginar que Cristo no hubiera sido amor; que, sin mostrarse caritativo, se hubiera limitado a ser lo que era: el Santo. Imagina que, en vez de salvar al mundo y de cubrir la multitud de los pecados, hubiera venido entre nosotros, animado de una santa cólera, a juzgarlos. Imagina todo esto y persuádete con tanta mayor firmeza de que precisamente a Cristo se le aplican en una sola acepción estas palabras: «Su amor cubrió la multitud de los pecados».

Piensa que él era el amor; piensa que, como dice el evangelio, «sólo Dios es bueno» (Mc 10,18) y que, en consecuencia, él fue el único que por amor cubrió la multitud de los pecados: no los de algunos, sino los del mundo entero. Meditemos un momento estas palabras: «El amor —el de Cristo— cubre la multitud de los pecados» (S. Kierkegaard, Peccato, Perdono, Misericordia, Turín 1973).