Lunes

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Pedro 1,3-9

3 Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, 4 para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable. Una herencia reservada en los cielos para vosotros, 5 a quienes el poder de Dios guarda mediante la fe para una salvación que ha de manifestarse en el momento final. 6 Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas. 7 Pero así la autenticidad de vuestra fe —más valiosa que el oro, que es caduco, aunque sea acrisolado por el fuego— será motivo de alabanza, gloria y honor el día en que se manifieste Jesucristo. 8 Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con un gozo inefable y radiante; 9 así alcanzaréis vuestra salvación, que es el objetivo de la fe.


El anuncio del apóstol al pueblo de Dios que vive en las pequeñas comunidades elegidas está inscrito en un admirable himno de bendición. En él se enlaza la revelación de la regeneración de la humanidad, llevada a cabo en la resurrección de Jesucristo, con el «todavía no» de la plena manifestación de la misma y del carácter del tiempo que transcurre entre el «ya» de la salvación y el «todavía no» de la manifestación de la misma. La «herencia reservada en los cielos» (v. 4) es la meta de la nueva esperanza. En virtud de ella, las personas que se han fortalecido por la fe perseveran haciendo el bien (cf 4,19) y, tanto en la alegría como en el dolor, dan un bello testimonio de Cristo.

La fe nos hace entrar en el ámbito del Dios omnipotente. El protege, consolida (cf. 5,9) y sostiene en la batalla a las personas encaminadas a la salvación, a la manifestación del Señor de la gloria (1,9). El nexo de continuidad y la distinción entre la regeneración ya acaecida y presente ahora como herencia en Cristo glorioso, y la manifestación que tendrá lugar cuando él se manifieste es lo que vertebra el tiempo de la fe. Su característica es la falta de visión, entretejida de esperanza en la caridad. Amar y creer sin ver es un camino que lleva a la purificación de la fe y del amor, y no sólo en el plano personal y comunitario. No se trata de un proceso indoloro. Lo podemos comparar con el del oro que, acrisolado por el fuego, queda libre de las escorias (cf v. 7). El Jesús de la gloria resplandecerá en la gloria del pueblo que el Padre reúne en él, y éste experimentará en plenitud la misericordia cuando sea alabanza, gloria y honor en Jesús glorificado. La tensión escatológica estructura en su raíz el camino de la fe en sus dinamismos, agudiza la nostalgia y la imploración de la manifestación, y persevera en la imploración y en la confianza.


Evangelio: Marcos 10,17-27

En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó:

- Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

18 Jesús le contestó:

20 Él replicó:

- Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.

22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.

23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió:

26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí:

- Entonces, ¿quién podrá salvarse?

27 Jesús les miró y les dijo:

- Para los hombres, es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.


El diálogo entre Jesús y el rico, así como la reflexión sobre el alcance del mismo, aparece en los tres sinópticos; de ellos, es Marcos el que presenta más detalles. Dice que el rico se acerca corriendo a Jesús y se arrodilla ante él en señal de reverencia y respeto (v. 17). Al final nos proporciona algunos detalles sobre la reacción de Jesús a las palabras del rico: fija en él su mirada, le ama, le habla (v 21). Recoge también la reacción del rico: «frunció el ceño y se marchó todo triste» (v 22). Jesús va de camino hacia Jerusalén. La pregunta que le dirigen es seria. Centra el nexo entre el obrar orientado por la ley del Señor y la vida eterna (cf para un contexto diferente Lc 10,29), entre el reconocimiento de la bondad de Dios y la calidad de las relaciones interhumanas.

La escansión de los preceptos negativos del Decálogo, además del honor debido a los padres, está hecha de modo que haga resaltar que los mandamientos están ordenados para liberar de los obstáculos que nos impiden centrar en Dios el corazón y los afectos, que nos impiden tender a él, fin de todos y cada uno de los preceptos. Observar las «Diez palabras» es querer que Dios sea Dios en cada uno de los fieles y en el pueblo con el que ha estipulado la alianza. No hay que dejarse dominar por las riquezas, por los bienes, por las prerrogativas que les acompañan: poder, explotación, relaciones selectivas. No convertirse en esclavos de las pasiones, de los ídolos (1 Cor 8,36ss), es amar al Padre por encima de todas las cosas, y al prójimo en el amor al Padre.

Quien se limita a no transgredir los preceptos de la Torá no se deja guiar por ellos en la liberación de los obstáculos que nos impiden obedecer al Padre, que nos atrae a Cristo para ser en él testigos de su misericordia. Cuando Jesús reflexiona con los apóstoles sobre lo que ha pasado, más que poner de relieve la experiencia de la distancia subrayada por el proverbio entre el dicho y el hecho, entre las buenas aspiraciones y las rémoras de la vida, revela que la conversión del corazón, la fuente del orden en las relaciones humanas, sólo es posible a través de la docilidad a la iniciativa del Padre que -sólo él- engendra para la vida divina, que acoge en su vida. No se deja acoger en ella quien tiene el corazón ocupado por los bienes, unos bienes que no nos han sido dados para sustraernos al seguimiento de Cristo.


MEDITATIO

«Ven y sígueme», le dice Jesús al rico. «Elegidos para obedecer a Jesús y dejarnos rociar por su sangre», nos revela su apóstol. Jesús, a quien el Padre le pide obediencia, es quien nos alimenta con su sangre y nos pide que le sigamos para que se cumpla el designio del Padre. Ese designio, llevado a cabo en su persona, avanza ahora precisamente hacia el cumplimiento en su cuerpo místico, en la Iglesia peregrina sobre la tierra hasta su vuelta. Seguirle es caminar en él en medio de la comunidad de salvación vivificada por su Espíritu.

Querer seguir a Jesús de verdad es discernir el Camino por el que marcha el pueblo, dar nuestro asentimiento a los que han sido designados para certificar el rumbo y las exigencias concretas, aprender a trabajar y colaborar en el proyecto común, capacitarme para hacer converger en el bien común los dones de la naturaleza y de la gracia con los que me he enriquecido. Nadie vive para sí mismo y nadie muere para sí mismo. El seguimiento implica la fe en Cristo, «pastor» invisible de su grey (1 Pe 5,4), la docilidad para caminar juntos. Obedecerle es alimentarse con su sangre, que recibimos en la Iglesia, y perseverar con fidelidad en la participación en la misión común. La riqueza del creyente es Jesús. Lo que nos aparta de él o nos hace perezosos y desatentos para morar en él se convierte en un obstáculo que la fuerza de la fe permite superar.


ORATIO

Tu Palabra, Señor, es la verdad. Envía tu Espíritu para que me ilumine y pueda acogerla tal como tú la dices, para que pueda seguirte a tu modo y no al mío. Tú pides que te siga en tu cuerpo místico. La resistencia, explícita o escondida, que le opongo es grande. Todo me lleva a aislarme, a pensar en los intereses de mi salvación en unos contextos en los que parece que nadie se preocupa de ti, en ambientes donde los parámetros de las valoraciones y de las opciones son muy selectivos y muy interesados.

Me pides que vaya a tu encuentro en estos contextos y en estos ambientes, pero yo siento la tentación de aislarme de todo, de encerrarme en mí mismo y en la realización de mis proyectos de vida. Me encuentro habitado por la murmuración interna, por el juicio, por la severidad, por la condena. Hasta en la misma oración hablo de mí y no te escucho a ti, no fijo la mirada en tu rostro.

Tu Palabra me confirma que sólo en el crisol de la tribulación se libera la fe en ti de la tendencia a darse apoyos que la sostengan y que son diferentes a los que tú das a los que llevan a su cumplimiento tu pasión.

Convierte, pues, mi corazón y mi mente. Deseo amarte como tú quieres, permanecer en tu amor por el Padre y por la humanidad que él ama. Manténme en tu amor.


CONTEMPLATIO

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura, y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos, y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos -uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas-, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos (Agustín de Hipona, Enarraciones sobre los salmos 148, 1 ss; en CCL 40, 2.165ss [edición española: Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1967, 4 vols.]; tomado de la Liturgia de las horas, volumen II, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1993, pp. 736-737).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«A través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer» (cf. 1 Pe 1,3).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Partir no es devorar kilómetros, atravesar los mares, volar a velocidades supersónicas. Partir es ante todo abrirnos a los otros, descubrirlos, salir a su encuentro. Abrirnos a las ideas, incluidas las contrarias a las nuestras, significa tener el aliento de un buen caminante. Dichoso el que comprende y vive este pensamiento: «Si no estás de acuerdo conmigo, me enriqueces». Tener junto a nosotros a un hombre que siempre está de acuerdo de manera incondicional no es tener un compañero, sino una sombra. Es posible viajar solo. Pero un buen caminante sabe que el gran viaje es el de la vida, y éste exige compañeros. Bienaventurado quien se siente eternamente viajero y ve en cada prójimo un compañero deseado. Un buen caminante se preocupa de los compañeros desanimados y cansados. Intuye el momento en que empiezan a desesperar. Los recoge donde los encuentra. Los escucha. Y con inteligencia y delicadeza, pero sobre todo con amor, vuelve a darles ánimos y gusto por el camino.

Ir hacia adelante sólo por ir hacia adelante no es verdaderamente caminar. Caminar es ir hacia alguna parte, es prever la llegada, el desembarco. Ahora bien, hay caminos y caminos. Para las minorías abrahánicas, partir es ponerse en marcha y ayudar a los otros a emprender con nosotros la misma marcha a fin de construir un mundo más justo y más humano (H. Cámara, La sequela come partenza e affidamento).