Jueves

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Pedro 2,2-5.9-12

Queridos: 2 Como niños recién nacidos, apeteced la leche pura del Espíritu, para que, alimentados con ella, crezcáis hasta alcanzar la salvación, 3 ya que habéis saboreado la bondad del Señor.

4 Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa para Dios, 5 también vosotros, como piedras vivas, vais construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios. 9 Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. 10 Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais conseguido misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia.

11 Queridos: Como a peregrinos lejos aún de su hogar os exhorto a que hagáis frente a los apetitos desordenados que os acosan. 12 Portaos dignamente entre los no creyentes, para que vuestro buen comportamiento desmienta a quienes os calumnian como si fueseis malhechores, y así ellos mismos glorifiquen a Dios el día de su venida.


Comienza aquí la que ha sido considerada la sección parenética de la carta. Es casi un conjunto de exhortaciones y consignas operativas. No hay duda de que se trata también de esto, pero, yendo más al fondo, lo que se nos revela aquí es el camino a través del cual irradia el Padre, en el pueblo reunido en Cristo, su misericordia en la historia, atrae a Cristo a las personas que encontrarán en él la experiencia de su salvación, apresura su manifestación. Este comportamiento luminoso y recto es el camino real a través del cual se ejerce ese influjo mediante el cual el Señor lleva a la glorificación del Padre a los que se apartan de ella.

Las personas regeneradas en la resurrección (1,3) por la Palabra viva y eterna del Evangelio (2,23) tienen la misma identidad. Todas y siempre son «recién nacidas» (2,2). La misericordia del Padre nos regenera no sólo en el momento en que nos hace nacer a su vida en Cristo, sino para todo el tiempo en que vivamos con él. La persona se está regenerando siempre en Cristo, que, como Verbo del Padre, está siempre engendrándose en la vida trinitaria. El bautismo nos hace renacer en Cristo de una vez y para siempre. Pedro lo afirma de muchos modos en estas homilías bautismales.

La Palabra en la que tiene lugar la regeneración es la misma que nos hace crecer hacia la salvación. Es nutriente como una leche genuina, sana. Jesús es Palabra viva: la Palabra habla de él; a él remite el Espíritu (1,13) que la inspira y vivifica su anuncio. La deseamos con avidez cuando gustamos su bondad. Es él la piedra viva, elegida, preciosa ante Dios. La humanidad que la rechaza tropieza en ella. Sin embargo, el Padre la ha puesto como piedra angular de la casa espiritual que está construyendo en él y por él, para que sea una comunidad sacerdotal que ofrece el sacrificio que le es agradable. Las personas bautizadas caminan, avanzan en él, cuando se dejan constituir, construir, cual piedras vivas, para el cumplimiento del designio del Padre en Jesucristo.

En conformidad con el maravilloso anuncio de Is 43,21, el pueblo que Dios ha elegido es santo, participa de las mismas prerrogativas de Cristo. Tiene una dignidad real, sacerdotal, profética. Acoge, realiza y anuncia la obra maravillosa del Padre, que, en Cristo, nos llama a su obra admirable, nos constituye en el cuerpo de Cristo. La digna (2,12) y buena (3,16) conducta del pueblo, extranjero (parroquial) y peregrino en Cristo, es uno de los frutos de la realeza, que no sólo nos capacita para moderar los deseos de la carne que contrastan con la dignidad bautismal, sino también y sobre todo para perseverar en la realización de las obras bellas de la vida nueva.


Evangelio: Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, 46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar:

48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte:

49 Jesús se detuvo y dijo:

Llamaron entonces al ciego, diciéndole:

50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo:

El ciego le contestó:

52 Jesús le dijo:

Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.


Jesús se tropieza con Bartimeo, un mendigo ciego, en las cercanías de Jericó. Bartimeo, al darse cuenta del paso de Jesús, busca todos los modos de llamar su atención, a pesar de la reacción de la gente. Jesús hace que le llamen, habla con él, escucha sus deseos, cultiva su fe. Bartimeo le llama «Maestro» (Rabbuni) (v 51). Es la misma expresión empleada por María en la mañana de Pascua (Jn 20,16), expresión de vínculo, de estima, de afecto, que equivale a «Maestro mío». Jesús le cura, atribuye a la fe su curación y suscita en él el deseo de seguirle:
«y le siguió por el camino». Lucas y Mateo refieren también el episodio, pero divergen en algunos puntos particulares explicados de manera diferente por los intérpretes (el número de los curados, el lugar del prodigio y otros).

El episodio está descrito con gran riqueza de detalles particulares, detalles que no es difícil poner de relieve con una lectura atenta. Estos detalles convierten el texto en un documento de pedagogía de la fe. En ella la curación está ligada por un doble nexo con la imploración de la misericordia del que la lleva a cabo. El grito «¡Hijo de David, ten compasión de mí!», que parece preludiar las invocaciones de la entrada en Jerusalén (Mc 11,1ss), implora una curación más radical que la sola adquisición de la vista y forma unidad con el comienzo del discipulado.


MEDITATIO

La ceguera más grave que nos incumbe a todos es la que nos impide vemos a nosotros mismos a la luz de la obra admirable que realiza Jesús en nosotros. Esta obra culmina en el hecho de que nos ha convertido en el pueblo de Dios que ha obtenido su misericordia.

La incapacidad de dirigir nuestra mirada sobre nosotros mismos encuentra un aliado en la distracción de nuestra condición, una distracción que procede de la apatía que nos impide desear e implorar la curación. Hay un cierto sufrimiento e incomodidad que nos acompañan siempre y con los que hemos de contentarnos, aunque no estamos contentos. El ruido que nos rodea nos vuelve mudos; el juicio de los que se ríen de nosotros, cuando nos atrevemos a implorar al Salvador, nos conduce a la resignación, pues sólo nos hemos comprometido a recoger pequeñas cosas por los caminos del mundo.

Jesús es misericordioso, no violento. Suscita la expectativa y no permite que nos despistemos en la carrera. Actúa en el deseo que su Espíritu suscita en nosotros y que se despierta cuando nosotros mismos nos apartamos de la misión de testigos de la esperanza, de excavadores de pozos y de fuentes en los corazones pobres y desalentados. La misericordia es la única bienaventuranza que se regenera ejerciéndola: la experimentan los que la ofrecen y tienen el coraje de la gratuidad de las iniciativas, de la sinceridad de los gestos sencillos y pobres. El óbolo de la viuda reaviva la esperanza.


ORATIO

Tú, Señor Jesús, me pides que me deje emplear como piedra viva en el crecimiento de tu cuerpo místico que peregrina en la historia. Tú, Palabra viva, me pides que sea yo -que a duras penas sé balbucear- quien anuncie las obras maravillosas que, hoy como siempre, realizas. Tú, Señor de la vida, me pides a mí, un niño recién nacido, necesitado de alimento, en período de crecimiento, que me estreche contra ti para que seas en mí la fuente de todo lo que yo haga por ti. ¡Cuánto me cuesta obedecerte, darte crédito, dejar de perder el tiempo con mis torcidos embrollos!

Cuando otras veces me parece que quiero escucharte, y olvido tu respuesta a los interlocutores de la que habla Mt 25,31ss, me quedo bloqueado en las preguntas sobre el cómo: cómo hacer para unirme a ti, cómo encontrarte, etc. Te busco lejos, mientras tú me interpelas y me renuevas por medio de aquellos a los que pones en mi camino y a los que me resisto a mirar, a escuchar. No te veo porque me prefiero a mí antes que a ti, y me privo de tu ternura porque me obstino en querer recibirla de las personas y los acontecimientos que deseo yo, y no a través de los que tú me ofreces. Tu gracia me llega a través de la persona a la que me abro con la generosidad del don. «Maestro, que recobre la vista» y te siga por el camino.


CONTEMPLATIO

«Sois linaje escogido, sacerdocio regio.» .Este testimonio de alabanza le fue dado una vez, por medio de Moisés, al antiguo pueblo de Dios; y ahora el apóstol Pedro lo da a los paganos, con toda razón, porque han creído en Cristo, que, como piedra angular, ha acogido a los gentiles en aquella salvación que Israel había tenido para sí. Les da el nombre de «linaje escogido» porque están unidos al cuerpo de aquel que es el sumo rey y el verdadero sacerdote. El, en cuanto rey, entrega a los suyos el Reino, y, en cuanto pontífice, purifica sus pecados con el sacrificio de su propia sangre. Los llama «sacerdocio regio» a fin de que se acuerden de esperar un Reino que no tiene fin y de ofrecer siempre a Dios los sacrificios de un comportamiento sin mancha.

También se les llama «nación santa, pueblo adquirido», según afirma el apóstol Pablo cuando expone las palabras del profeta: «Mi justo vivirá por la fe, mas, si se echa atrás cobardemente, ya no me agradará». «Pero nosotros -dice- no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de aquellos que buscan salvarse por medio de la fe.» [...]

Por eso, en el versículo siguiente, después de haber recordado la historia antigua de manera mística, enseña que ésta debe cumplirse asimismo en sentido espiritual por el nuevo pueblo de Dios, diciendo: «A fin de que anunciéis sus virtudes». En efecto, así como los que fueron liberados de la esclavitud de Egipto por Moisés entonaron un canto de triunfo al Señor después del paso del mar Rojo y el ahogamiento de las milicias del faraón, así es necesario que también nosotros, tras haber recibido en el bautismo la remisión de los pecados, tengamos que dar gracias de manera adecuada por los beneficios celestiales (Beda el Venerable, Commento alía prima lettera di Pietro 2; en PL 93, 50ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Continuad haciendo el bien» (cf. 1 Pe 4,19).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

[Como nuestra vida «natural»], también nuestro nacimiento a la Vida de Dios yace en una profundidad oscura; en el misterio del bautismo, de la gracia. En el seno de Dios. Y sentimos que este vivir adquiere relieve en la conciencia sólo de vez en cuando. Anotamos su llamada, su aviso y sus leyes. Tenemos el presentimiento de sus posibilidades eternas. Y debemos creer que este existir es real, más real aún que lo natural, lo terreno.

En nuestra persona debemos ver también la Vida de Dios y, como educadores, tener una viva solicitud por ella. La primera cuestión en la que el educador ayuda, en efecto, al educando es en la de adquirir la firme convicción de tener un destino y una posibilidad de afirmación. Así ocurre también respecto a la existencia divina en nosotros. Esa existencia está engendrada por Dios dentro de nuestra vida, y nosotros creemos que este Dios la ayudará y la conducirá a la plena libertad. Creemos que Dios nos hará encontrar las cosas que ayudan a la vida divina en nosotros; creemos que Dios alejará aquello que la perjudica y nos protegerá de la tentación. A todo ello está ligada también la firme convicción, procedente de la fe, de que el mundo no es para nada un autómata rígidamente programado, sino que está en las manos de Dios; de que el misterio de la acción del Dios vivo penetra el mundo en todo instante.

Es justo que todo esto haya sido colocado como último sello en nuestra común reflexión. Toda educación natural posee un sentido positivo. Ahora bien, lo que es único y original es el hecho de que tenga lugar en nosotros un nacimiento, un nacimiento engendrado por Dios: hay en nosotros una realidad a la que debemos prestar atención, en la que creemos y por la que debemos orar a Dios para que la guíe hasta su realización cabal. El Padrenuestro es la magna oración con la que mendigamos la Vida de Dios (R. Guardini, Persona e Iibertá, Brescia 1990, pp. 234-236).