Miércoles

6a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Santiago 1,19-27

19 Sabéis, mis queridos hermanos, que todo hombre ha de ser diligente para escuchar, parco en hablar y lento a la cólera, 20 pues el hombre encolerizado no hace lo que Dios quiere. 21 Por eso, abandonad toda inmundicia, todo exceso vicioso, y acoged con mansedumbre la Palabra que, injertada en vosotros, tiene poder para salvaros. 22 Poned, pues, en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos. 23 Pues el que la oye y no la cumple se parece al hombre que contempla su rostro en un espejo 24 y, después de mirarse, se marcha, olvidándose al punto de cómo era. 25 En cambio, dichoso el hombre que se dedica a meditar la ley perfecta de la libertad y no se contenta con oírla, para luego olvidarla, sino que la pone en práctica.

26 Si uno piensa que se comporta como un hombre religioso y no sólo no refrena su lengua, sino que conserva pervertido su corazón, su religiosidad es falsa. 27 La religiosidad auténtica y sin tacha a los ojos de Dios Padre consiste en socorrer a huérfanos y viudas en su tribulación y en mantenerse incontaminado del mundo.


La perícopa de hoy (vv. 19-27) se inserta en el fragmento más amplio delimitado por los vv. 16-27, que se articulan, desde el punto de vista literario, en tres tiempos: empiezan con una exhortación de estilo directo y prosiguen con algunas consideraciones de tipo sapiencial y de carácter impersonal.

A pesar de esta estructura, la conexión de las ideas no es demasiado inmediata, y obedece más a un estilo rabínico de yuxtaposición de conceptos diferentes que al desarrollo lineal de una idea: en los diferentes aspectos de la «Palabra revelada» podemos señalar un pensamiento de fondo: la Palabra nos engendra para ser los primeros frutos de las obras de Dios (v 18); esa Palabra, sembrada en nosotros, tiene la capacidad de salvar nuestras almas (v 21) y, llevada a cumplimiento en las obras concretas, nos conduce a la experiencia de la bienaventuranza evangélica (vv. 26ss).

Aparecen aquí con claridad huellas de catequesis bautismal. Se plantea aquella libertad que es prerrogativa de la ley nueva, tema entrañable a Pablo (Rom 3,27; 16,15; 7,1; Gal 4,21 ss). O sea, y recogiendo las expresiones del prólogo de Juan, que nos parecen también muy adecuadas en este contexto: los que han recibido en el bautismo el don de haber sido engendrados como hijos han recibido la iluminación de la fe y la habilitación para obrar: «Estos son los que no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios» (Jn 1,13).


Evangelio: Marcos 8,22-26

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos 22 llegaron a Betsaida y le presentaron un ciego, pidiéndole que lo tocara. 23 Jesús tomó de la mano al ciego, lo sacó de la aldea y, después de haber echado saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó:

- ¿Ves algo?

24 Él, abriendo los ojos, dijo:

- Veo hombres; son como árboles que caminan.

25 Jesús volvió a poner las manos sobre sus ojos; entonces el ciego comenzó ya a ver con claridad y quedó curado, de suerte que hasta de lejos veía perfectamente todas las cosas.

26 Después le mandó a su casa, diciéndole: - No entres ni siquiera en la aldea.


Este fragmento refiere el milagro de la curación del ciego de Betsaida, propio de la tradición de Marcos. El pasaje se presenta rico en rasgos particulares de su estilo y de su concepción cristológica. Aparece como conclusión de toda la composición de la «sección de los panes» (Mc 6,30–8,26), composición que no es difícil distribuir en dos dípticos (que se desarrollan siguiendo un módulo compositivo semejante) y encuentra un paralelo en la curación del sordomudo del primer díptico (7,31-37).

El segundo díptico (8,1-26) empieza con la descripción de la segunda multiplicación de los panes, alude a la travesía del lago para llegar a Dalmanuta, donde está ambientada la discusión con los fariseos sobre la señal del cielo, y desde aquí describe la salida en barca con los discípulos: éstos son los interlocutores de la discusión sobre los panes de la nueva levadura. Y, por último, se refiere la curación del ciego en Betsaida. Esta, siempre en el marco de un remachado secreto mesiánico, prepara la magna revelación cristológica de ese bloque particular en la construcción del evangelio de Marcos que llaman los exégetas el canal de confluencia de las dos vertientes de su obra (8,27–9,13). Este encuentra su cima en la escena de la transfiguración.

No resulta difícil ver la curación de un ciego por parte del Hijo del hombre como una discreta alusión a la necesidad de ser reintegrados en nuestras propias capacidades cognoscitivas para poder comprender y estar preparados para «ver» la gloria del Hijo de Dios en Jesús.


MEDITATIO

El hecho de «ser diligente para escuchar, parco en hablar y lento a la cólera» revela un corazón pacificado y, por ello, capaz de acoger la Palabra que ha sido sembrada en nosotros. Sin embargo, resulta fácil hacernos ilusiones de que somos corazones acogedores, oyentes fieles. ¿Cómo saber si tenemos en nosotros esta Palabra que, injertada en nosotros, tiene poder para salvarnos? Si la ponemos en práctica.

La Palabra acogida es la Palabra que se encarna; estamos llamados a hacerla visible en nosotros haciéndola operante a nuestro alrededor. La Palabra de Dios ya ha sido sembrada en nosotros, pero aún tenemos necesidad de una intervención de la gracia para ver con limpidez la «gloria del Hijo de Dios», para tener una «religiosidad auténtica y sin tacha a los ojos de Dios Padre».

Después de haberlo llevado fuera de la aldea y de haberle devuelto la vista, Jesús dice al ciego de Betsaida que no entre en la aldea; con ello volvemos a encontrarnos aún ante el «secreto mesiánico» de Marcos. También nosotros estamos invitados a hacer el mismo recorrido: estamos ciegos; nos llevan fuera de la aldea; nos llaman a convertirnos en oyentes de la Palabra de Jesús y a ver. Sin embargo, en nuestro caso ya no existe el secreto mesiánico: ha llegado para nosotros el tiempo de volver a entrar en la aldea a fin de ser epifanía de la Palabra que habita en nosotros, la «Palabra de la verdad» que lleva a ver hasta de lejos perfectamente todas las cosas, a verlas a la luz de la verdad, sin alterarlas, sin confundir los árboles con los hombres.


ORATIO

Abre, Señor, mi corazón para que, con ojos nuevos, pueda ver la belleza de las cosas que creaste y sepa reconocer en mí y en los otros la imagen del hombre tal como tú la pensaste. Abre, Señor, mi corazón a la escucha de tu Palabra para que le permanezca fiel, no como oyente desmemoriado, sino como alguien que la pone en práctica. Abre, Señor, mi corazón a una religiosidad sincera, pura y sin mancha, para que encuentre mi alegría y mi felicidad en la realización de lo que es justo ante ti, Dios, nuestro Padre.


CONTEMPLATIO

Y, además, el Señor nos ha proporcionado una comprensión y una doctrina especiales sobre la obra y la revelación de los milagros, así: «Es sabido que antes de ahora he hecho milagros, muchos, nobilísimos y maravillosos, gloriosos y grandes, y lo mismo que hice, lo hago y lo seguiré haciendo en el tiempo futuro». Es sabido que antes de los milagros hay dolores, angustia y tribulación, y esto es así para que podamos conocer nuestra debilidad y la maldad en la que nos ha hecho caer el pecado, y para volvernos humildes y hacernos invocar la ayuda y la gracia de Dios. Vienen después grandes milagros, y esto por el poder, la sabiduría y la bondad sublimes de Dios, que revela su virtud y las alegrías del cielo en la medida en que ello es posible en esta vida transitoria, a fin de reforzar nuestra fe y aumentar nuestra esperanza en la caridad. Esta es la razón por la que le complace ser conocido y honrado en los milagros. Esto es lo que él pretende: no quiere que nosotros caigamos en la depresión a causa de los dolores y tempestades que se abaten sobre nosotros, porque así fue siempre antes de que llegaran los milagros. (Juliana de Norwich, Libro delle Rivelazioni, Milán 1984, p. 184).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Jesús tomó de la mano al ciego» (Mc 8,23).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Creer y escuchar la Palabra de Dios es la misma e idéntica cosa. Creer es la capacidad de percibir, más allá de nuestra propia «verdad», humano-mundana y personal, la verdad absoluta del Dios que se revela y se ofrece a nosotros, y dejarla y hacerla valer como la verdad más grande, como la verdad que decide también sobre nosotros. Quien cree, quien se considera creyente, dice que está en condiciones de oír la Palabra de Dios. Y quien quiere creer sin contradicciones internas, o sea, el que afirma incluso interiormente lo que cree y quiere poseer en su verdad, el que, en suma, también ama y espera, no necesita reflexionar demasiado para comprender que una fe sin amor está «muerta», es un despojo de su interna vitalidad, porque ha sido como robada de sí misma. Un hombre que cree en serio que Dios es amor y que se ha sacrificado por nosotros en una cruz, y que lo ha hecho porque nos ama y nos ha elegido desde la eternidad y destinado a una eternidad feliz, ¿cómo podrá considerar este mensaje, esta palabra que viene de Dios como justa y válida, y, al mismo tiempo, querer que sea inválida con la misma seriedad, es decir, con sus acciones, al menos para él, al menos en este momento o mientras esté determinado a pecar?

Dispone de esta posibilidad incomprensible e «imposible», pero la tiene como la posibilidad de contradecir cuanto él mismo ha puesto y afirmado, y por eso es alguien que se contradice a sí mismo, se elimina a sí mismo y se prende fuego. Quien de algún modo dice sí a la fe, aunque sólo sea del modo vago de quien reconoce en el fondo a la verdad de Dios (o bien de un absoluto, divino, universal) un dominio sobre su verdad personal, ése dice «sí» a esta verdad, la ama y espera en ella; es un oyente de la Palabra, no importa que sea de manera abierta o escondida (H. U. von Balthasar, Nella preghiera di Dio, Milán 1997, p. 24).